Por José Sanmartín Esplugues, rector de la Universidad Internacional Valenciana (EL MUNDO, 16/04/10):
Desde el año 2000, el Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia ha venido realizando una investigación minuciosa y estricta sobre muertes violentas de mujeres a escala internacional. Eso ha permitido, al menos, detectar algunas características que no parecen ser coyunturales y que tienen un interés especial para España.
La primera de esas notas tiene que ver con el hecho de que, entre los años 2000 y 2006, España haya ocupado uno de los lugares más bajos en el ranking internacional sobre violencia contra la mujer con resultado de muerte. Anualmente, la pareja o ex pareja ha matado a tres mujeres por cada millón de féminas mayores de 14 años en España; en Europa, a cuatro; y, en América, a ocho.
Si esto es así, ¿por qué la percepción de este problema en la sociedad española es casi como si estuviéramos en guerra? Cuantos viajamos por el extranjero sabemos de la mala fama que España arrastra a este respecto.
George Gerbner (1919-2005) decía que la visión reiterada de violencia en la televisión no sólo puede inducir imitación o insensibilización ante la violencia real. También, y sobre todo, puede hacer que se perciba la realidad con tintes más violentos que los que ya tiene de por sí.
La respuesta a la cuestión arriba planteada podría venir por esta vía. Eso no significa, desde luego, que la televisión y, en general, los medios de comunicación audiovisual sean los responsables únicos de que haya una percepción social tan distorsionada como la aludida. Nadie, sin embargo, puede negarles una influencia crucial.
La segunda característica es que, en ese mismo periodo, la tasa de mujeres asesinadas por la pareja o ex pareja en España ha estado por debajo de la de la mayoría de países noreuropeos. En particular, la de España (tres mujeres por millón) es mucho menor que la de Finlandia (10) o la de Noruega (cinco). Este hecho lleva a poner en cuestión lo que quizá no hayan sido más que mitos; por ejemplo, que el sur (caliente) de Europa es más violento que el norte.
Desde luego, una creencia ampliamente extendida es que en los países nórdicos y, especialmente, en los países escandinavos (como adelantados de la Historia en este contexto), la educación no sexista es una realidad desde hace años. Pero lo cierto es que mueren más mujeres de forma violenta en Finlandia que en España. Por consiguiente, la hipótesis de que los feminicidios se explican únicamente a partir de la asunción de estereotipos rígidos de masculinidad y feminidad a través de una educación sexista no parece quedar corroborada del todo por los datos ofrecidos.
Quizá sea hora de que, sin rasgarnos las vestiduras, nos aproximemos a este problema con actitud científica abierta. No son raros los científicos que, en ocasiones, le cortan las piernas a la realidad para que se ajuste al tamaño de sus teorías, como Procusto hacía con sus huéspedes para que se adaptaran a sus camas. Los ideólogos y, en general, quienes comparten una ideología política, a menudo, no sólo le cortan las extremidades inferiores, sino también las superiores y cuanto no se adecue a sus tesis.
Personalmente, estoy en contra de esta especie de supremacía de lo teórico y, por supuesto, del pensamiento único. Estoy muy a favor, en cambio, de hacer uso de cuantas conjeturas (no contradictorias entre sí) puedan emplearse para explicar un problema. Pues bien, que tras los feminicidios hay sexismo lo considero algo obvio en la mayoría de los casos. Que puede haber más cosas, también. En particular, el agresor de mujeres presenta algunas características psicológicas muy marcadas. No estoy queriendo decir ni que el agresor nazca así, ni que tales características adopten la forma de trastornos mentales o de la personalidad que incapaciten para distinguir el bien del mal.
Respecto de si los agresores de mujeres nacen o se hacen, me permito afirmar que, en su gran mayoría, son producto de la mala educación. Pero, por tal no entiendo sólo la educación sexista. El sexismo puede ser la gota que colma el vaso.
Por mala educación me refiero también a la que proporcionan determinados modelos familiares de crianza, como el autoritario o el hiperprotector. Tanto un modelo como el otro potencian el hipercontrol de los hijos, aunque a través de caminos distintos. En el modelo autoritario, en retroceso, se imponen despóticamente las decisiones: unos (de ordinario, el padre) mandan y los demás miembros de la familia se someten. En el modelo hiperprotector, en aumento, los padres viven la vida de los hijos, eliminando de su camino cualquier dificultad, cualquier problema que pueda frustrarlos, controlándolos hasta en lo más mínimo, pero amablemente. Ambos modelos llevan a los hijos a no aprender que hay responsabilidades propias que todo ser humano ha de asumir.
Esta característica cognitiva suele ir acompañada de una forma peculiar de pensamiento: el mundo siempre se divide en dos bandos. En uno está él. En el otro, el culpable de cuanto negativo le pasa. Este estilo cognitivo suele ir acompañado, entonces, de reacciones con ira e, incluso, con violencia ante la mínima frustración de las expectativas. Una reacción, por cierto, que el agresor encontrará justificada porque creerá que ha sido el otro (la pareja, por ejemplo) quien la ha provocado.
¿Sería científicamente descabellado pensar, entonces, en que, al menos en algunos casos, juega un papel importante en la agresión contra mujeres el haber sido educado en alguno de los modelos descritos? Creo que no sólo no sería descabellado ampliar la batería de hipótesis con la que estamos abordando el problema de la violencia contra la mujer. Considero que, científicamente, es necesario analizar cuantas hipótesis estimemos pertinentes, aunque haya quien, desde un punto de vista ideológico, lo vea como algo no sólo inconveniente, sino equivocado. Ciencia e ideología política no tienen por qué ir de la mano. Casi al revés: cuando la ideología impregna (más que eso, cuando guía desde dentro) la ciencia es cuando se cometen los mayores errores.
La tercera característica es que, entre 2000 y 2006, tanto las mujeres que han muerto de forma violenta a manos de sus parejas o ex parejas como estas últimas son, sobre todo, jóvenes. Si el sexismo fuera el responsable único de este grave problema, no se entendería este hecho, porque es una conjetura ampliamente extendida la de que las generaciones más jóvenes han sido educadas de manera menos machista que las generaciones anteriores.
Como soy ecléctico, creo, en definitiva, que el problema tiene muchas con-causas, no una sola causa, por influyente que nos pueda parecer. Y que no es el sexismo a solas, ni los modelos educativos dominantes a secas, ni los medios de comunicación… la causa de la violencia contra la mujer. Son todos ellos y, quizá, muchos más.
Lo que no significa, desde luego, que haya que cruzarse de brazos y esperar a conocerlos todos. Los grandes cambios empiezan siempre por mínimas pero eficaces variaciones. Jay Haley (1923-2007) decía que, para derribar la presa de un pantano sólo hay que hacerle un pequeño agujero: el resto lo hará el agua. Desgraciadamente, en el caso de la violencia contra la mujer, temo que no hemos dado todavía con la clave de inicio del derrumbe.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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