Por Antoni Segura, catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona (EL PERIÓDICO, 09/04/10):
En los días que siguieron a los atentados del 11-S algunas voces sensatas pidieron prudencia para no caer en una respuesta de venganza ciega e indiscriminada como pretendían los responsables de las masacres de las Torres Gemelas y el Pentágono. Por desgracia, no fueron escuchadas y el presidente George Bush y los neocons, que vieron la oportunidad de aplicar sus políticas unilaterales y de fuerza, reaccionaron con la invasión de Afganistán. A la vez, se adoptaron toda una serie de medidas destinadas a restringir las libertades fundamentales con el pretexto de garantizar la seguridad. La primera fue la directiva secreta del 17 de septiembre que instaba a la CIA a «perseguir, capturar, encarcelar e interrogar a sospechosos de terrorismo en todo el mundo». Siete días más tarde, se bloqueaban los bienes de decenas de personas y organizaciones vinculadas con Al Qaeda. El 13 de noviembre, el presidente Bush firmaba una directiva para juzgar en tribunales militares de excepción a extranjeros sospechosos de terrorismo o de atentar contra la seguridad nacional. La directiva no respetaba ningún derecho de los detenidos –derecho a un juicio público, acceso a las pruebas, elección de abogado, etcetera– y dio lugar al limbo jurídico de Guantánamo.
PERO, SIN DUDA, el paso más importante se había dado el 26 de octubre con la aprobación de la USA Patriot Act, que introducía cambios legales en los derechos fundamentales de los ciudadanos de EEUU en materias de libertad de asociación, de información, de expresión, de representación y de derecho a un juicio rápido y público, otorgando más poderes al Gobierno para detener a sospechosos de terrorismo y realizar escuchas en las comunicaciones. Así, en aplicación de la nueva ley, en los días siguientes fueron detenidos en secreto cientos de personas sin cargo; se autorizaron escuchas en las cárceles entre abogados y sus clientes, y el Gobierno decretó prisión indefinida, sin cargos y sin juicio, para sospechosos de terrorismo.
La oposición a la USA Patriot Act movilizó a asociaciones prolibertades civiles –American Civil Liberties Union, Amnistía Internacional, Lawyers Committee for Human Rights–, intelectuales y políticos, entre los que destacó Ronald E. Paul, diputado republicano al Congreso por Texas, que afirmó que el objetivo de la ley «no es luchar contra el terrorismo, sino aumentar el poder policial contra los ciudadanos». Las principales críticas apuntaban a la conculcación de la Constitución y de algunas enmiendas, y de tratados internacionales firmados por Washington como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la convención contra la tortura y la convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial. Además, la ley anulaba los controles en el Gobierno y las instituciones federales como el FBI. Según Human Rights, los cambios supusieron una restricción de las libertades y una perversión del papel de la ley.
La USA Patriot Act tenía una vigencia de cuatro años, pero fue renovada el 9 de marzo del 2006, no sin una agria polémica en el Senado, que quería anular los artículos más restrictivos de la ley, y en el Congreso, que no quería introducir grandes cambios. Se impuso la versión del Congreso. Recientemente, el 27 de febrero del 2010, el presidente Obama la prorrogó un año más después de que los demócratas fracasaran en su intento de introducir cambios en su paso por las cámaras.
A NIVEL internacional, la USA Patriot Act ha tenido un efecto de imitación indudable y muchos países democráticos han adoptado medidas de emergencia similares –que, como la ley, pueden convertirse en definitivas– y, lo que es peor, muchos estados de dudosas credenciales democráticas han hallado en la norma un pretexto inmejorable para legitimar sus excesos y conculcar los derechos humanos. Lo expresó sin reparos Hosni Mubarak al afirmar que «las nuevas políticas americanas vienen a demostrar» que tenían «razón desde un principio al usar todos los medios, incluidos los tribunales militares, para combatir el terrorismo. [...] No hay duda de que los sucesos del 11 de setiembre crearon un nuevo concepto de democracia que difiere del que defendían los estados occidentales antes de estos acontecimientos, sobre todo, en lo tocante a libertad individual».
En conclusión, en el mejor de los casos, la adopción de leyes de emergencia o antiterroristas se hizo respetando el Estado de derecho y sin violentar excesivamente los derechos fundamentales. En el peor, la referencia a la política antiterrorista de EEUU ha servido como excusa para seguir conculcando los derechos humanos, restringiendo las libertades y reprimiendo a la oposición. Aunque lo más grave es que, a la vista de los acontecimientos producidos desde el 2001, este progresivo deterioro de los derechos fundamentales ha resultado ineficaz e inútil a la hora de garantizar la seguridad, lo que demuestra la falsedad de la dicotomía entre libertades y seguridad, porque, como afirmó Benjamin Franklin, quien «pone la seguridad por encima de la libertad se arriesga a perder ambas cosas».
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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