Por Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC y escritor (EL MUNDO, 02/04/10):
El cristianismo, mediante su vinculación con la antigua metafísica, avanzó hasta convertirse en una dogmática única en su género que, pese a toda la vulgar incomprensibilidad de su grado de abstracción, adquiere el rango de una religión sin fronteras y universal» (H. Blumenberg). Los dogmas y las verdades precisas de la nueva religión sólo se podían alcanzar a través de la metafísica que, con el paso de los siglos, ha hecho de la manera europea de ver el mundo el uniforme universal de la inteligencia. El cristianismo se universalizó y se hizo válido para cualquier individuo -sin importar su estatus o su procedencia-, sacando valor a los distintivos de índole espacial y temporal propios de aquí o de allí.
Descartes dijo: «Ego cogito ergo sum» (Pienso luego existo). La realidad y el fundamento de todo es el yo que nos lleva a la realidad de la cosa extensa y al alma. Dios sigue siendo el garante de todo. Luego también es el responsable del engaño. Kant dijo: «La realidad la vemos a través de las formas de la imaginación, que son el tiempo y el espacio». Por lo tanto, de la realidad que nos circunda sólo conocemos el fenómeno, la apariencia. La realidad está detrás de lo que nosotros vemos; no llegamos a ella. Como explicó Schopenhauer: «Nosotros no conocemos la realidad sino la representación que nos hacemos de ella a través de los deseos de nuestra voluntad. El fondo del mundo es voluntad, que nosotros no podremos conocer jamás». «El fundamento del mundo son dos mitades: la dionisíaca y la apolínea. La realidad última del mundo es lo monstruoso» (Nietzsche).
El nihilismo es el descubrimiento de la mentira y del carácter de juego de fuerzas que tienen los presentes valores y las pretendidas estructuras metafísicas. Implica la aparición de la voluntad de poder que disloca y subleva las relaciones jerárquicas vigentes. El hombre sale de su casa para encontrarse en un mundo vacío y desnudo donde no cabe protección. El nihilismo se hace esta pregunta: ¿Se puede decir algo? Y la imposibilidad no está en lo mucho que se calla sino en lo mucho que se habla, en la automática forma de enunciar en la que los tiempos están fijados y que eliminan el tiempo del seno de la lengua al convertir, en el fondo, todos los tiempos en presentes.
El término nihilismo, cuyo reflejo literario se resume en le frase Dios ha muerto, no entraña un significado religioso, sino que es la expresión filosófica del reconocimiento de que el mundo es suprasensible y su sentido -la concepción de un estado de la verdad- se ha devaluado; y, en consecuencia, deja de valer como tal: no es posible la referencia a un valor supremo que sirva de criterio, lo que significa que hablar de verdad, de belleza o de bien supremos resulta vacío. El nihilismo no constituye ese vacío sino que es contra lo que actúa; es el reconocimiento de que ese vacío no puede regir. Dios ha muerto tiene un sentido mucho más literal de lo que, en general, se cree.
Al no haber o no poder conocer un fundamento sólido como decía la metafísica clásica, la visión del mundo es puramente subjetiva. La libertad individual está por encima de todo puesto que, en último término, no hay ninguna ley natural y menos ninguna inspirada por ningún Ser Superior que se pueda tomar como norma universal.
No hay una respuesta única a las cuestiones humanas. No hay valores universales que alguien en nombre de Dios pueda imponer a todos, puesto que Dios ha muerto. No hay una escala de valores válida para todos; cada uno tiene la suya. La tradición que vehiculaba la escala de valores de la comunidad es hoy una antigualla propia de quien no tiene personalidad ni capacidad creativa. En el fondo, la única regla, la única escala de valores es la propia voluntad, el deseo personal. «No hay nada en el mundo sobre lo que podamos apoyarnos», viene a decir el existencialismo.
La modernidad asiste a la destrucción de las estructuras fuertes, de la supuesta perentoriedad del dato real exterior. Hace que la razón occidental regrese al diván oriental, a la conjunción goethiana de lo filosófico y lo artístico, lo religioso y lo poético, con lo lógico, empírico y funcional. Y de ahí el dicho tan moderno, aunque ya un poco caído en desuso: «La ética es estética».
Dentro de la sociedad líquida que asigna al mundo, a las personas y a todos sus demás fragmentos animados e inanimados el papel de objetos que pierden su utilidad -y por consiguiente su lustre, su atracción, su poder seductivo y su valor-, en el transcurso mismo del acto de ser usados el otro es el de la amenaza de verse relegado a los desechos. En un mundo repleto de consumidores y de objetos del consumo de éstos, la vida vacila incómoda entre las alegrías del consumo y los horrores del montón de basura.
Cuando el hecho de estarse haciendo y modificando constantemente, por ser histórico, sujeto a la temporalidad, se vive como un hecho natural, enriquece al hombre porque lo toma como la ocasión de tomar decisiones, pero cuando la persona vive los cambios como algo impuesto desde fuera contra su voluntad puede ser traumático. Dice S. Zizek: «Lo verdaderamente difícil de explicar no son los cambios sociales, sino, por el contrario, la estabilidad y la permanencia».
Hay una verdad, nada es relativo, pero esa verdad es la de la deformación de la perceptiva como tal, no la visión deformada por la visión parcial que ofrece una sola perspectiva. La diferencia primordial no se da entre las cosas en sí mismas ni tampoco entre las cosas y sus signos, sino entre la cosa y la nada de una pantalla invisible que deforma nuestra percepción de modo tal que no tomemos la cosa por la cosa misma.
El movimiento -desde las cosas a sus signos- no es un reemplazamiento de la cosa por su signo, sino el movimiento de la cosa misma que deviene en signo no de otra cosa sino de sí misma. La brecha puede ser también la que separa el sueño de la realidad. La cosa es la mejor máscara de sí misma. Si todo vale porque todo es igual y nada está sujeto a nada, entonces no hay ni se puede pedir una explicación. En el lenguaje de la Teogonía de Hesíodo estaríamos ante una situación de caos; es decir: un abismo que no precisa de ninguna localización ni de ninguna descripción de sus márgenes o de su profundidad. Un espacio opaco de donde surgen las formas.
Pero incluso para los creyentes la verdad ya no se piensa como adecuación del intelecto a la cosa sino como plausibilidad y capacidad de persuasión en el contexto de un sistema de premisas. Estamos ante un acontecimiento de debilitamiento del concepto de verdad y, en general, ante el debilitamiento de convicciones metafísicas. El ser estable, eterno, único y como orden objetivo no se da. El ser es sólo un horizonte, lo que cada vez acontece: un acontecimiento en el que estamos constantemente y siempre implicados como intérpretes y, de algún modo, en camino (el ser y nosotros). El hombre es el sujeto de los acontecimientos.
La Pasión y la resurrección de Cristo son un acontecimiento que cada creyente vive desde su situación personal, desde su interioridad y desde su creatividad. No digo que deba ser así ni que lo sea para todo el mundo, sino que es la consecuencia de la mentalidad posmoderna. La metafísica está en crisis pero el símbolo, tan en boga, remite al misterio que permanece siempre. El misterio reclama escucha, atención. Las diferentes religiones no son más que formas culturales e históricas de lo revelado del ser que se da palabra y obra en las manifestaciones religiosas. Muchos creyentes vacían su fe en otras estructuras o en la falta de estructuras.
Vivir el hecho cristiano sin estructuras aristotélicas no es lo mismo que vaciarlo de contenido. Por el contrario, quizá sea conveniente para el vaciamiento requerido para dejarse ganar por Cristo. A muchos esto les llevará a escoger del hecho cristiano aquello que más les llena prescindiendo de los dogmas. A esto algunos lo llamarán cristianismo a la carta. Para unos y para otros, viviéndolo cada uno a su manera, puede que el acontecimiento de la pasión y resurrección de Cristo sea el acontecimiento que llena y da sentido a sus vidas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El cristianismo, mediante su vinculación con la antigua metafísica, avanzó hasta convertirse en una dogmática única en su género que, pese a toda la vulgar incomprensibilidad de su grado de abstracción, adquiere el rango de una religión sin fronteras y universal» (H. Blumenberg). Los dogmas y las verdades precisas de la nueva religión sólo se podían alcanzar a través de la metafísica que, con el paso de los siglos, ha hecho de la manera europea de ver el mundo el uniforme universal de la inteligencia. El cristianismo se universalizó y se hizo válido para cualquier individuo -sin importar su estatus o su procedencia-, sacando valor a los distintivos de índole espacial y temporal propios de aquí o de allí.
Descartes dijo: «Ego cogito ergo sum» (Pienso luego existo). La realidad y el fundamento de todo es el yo que nos lleva a la realidad de la cosa extensa y al alma. Dios sigue siendo el garante de todo. Luego también es el responsable del engaño. Kant dijo: «La realidad la vemos a través de las formas de la imaginación, que son el tiempo y el espacio». Por lo tanto, de la realidad que nos circunda sólo conocemos el fenómeno, la apariencia. La realidad está detrás de lo que nosotros vemos; no llegamos a ella. Como explicó Schopenhauer: «Nosotros no conocemos la realidad sino la representación que nos hacemos de ella a través de los deseos de nuestra voluntad. El fondo del mundo es voluntad, que nosotros no podremos conocer jamás». «El fundamento del mundo son dos mitades: la dionisíaca y la apolínea. La realidad última del mundo es lo monstruoso» (Nietzsche).
El nihilismo es el descubrimiento de la mentira y del carácter de juego de fuerzas que tienen los presentes valores y las pretendidas estructuras metafísicas. Implica la aparición de la voluntad de poder que disloca y subleva las relaciones jerárquicas vigentes. El hombre sale de su casa para encontrarse en un mundo vacío y desnudo donde no cabe protección. El nihilismo se hace esta pregunta: ¿Se puede decir algo? Y la imposibilidad no está en lo mucho que se calla sino en lo mucho que se habla, en la automática forma de enunciar en la que los tiempos están fijados y que eliminan el tiempo del seno de la lengua al convertir, en el fondo, todos los tiempos en presentes.
El término nihilismo, cuyo reflejo literario se resume en le frase Dios ha muerto, no entraña un significado religioso, sino que es la expresión filosófica del reconocimiento de que el mundo es suprasensible y su sentido -la concepción de un estado de la verdad- se ha devaluado; y, en consecuencia, deja de valer como tal: no es posible la referencia a un valor supremo que sirva de criterio, lo que significa que hablar de verdad, de belleza o de bien supremos resulta vacío. El nihilismo no constituye ese vacío sino que es contra lo que actúa; es el reconocimiento de que ese vacío no puede regir. Dios ha muerto tiene un sentido mucho más literal de lo que, en general, se cree.
Al no haber o no poder conocer un fundamento sólido como decía la metafísica clásica, la visión del mundo es puramente subjetiva. La libertad individual está por encima de todo puesto que, en último término, no hay ninguna ley natural y menos ninguna inspirada por ningún Ser Superior que se pueda tomar como norma universal.
No hay una respuesta única a las cuestiones humanas. No hay valores universales que alguien en nombre de Dios pueda imponer a todos, puesto que Dios ha muerto. No hay una escala de valores válida para todos; cada uno tiene la suya. La tradición que vehiculaba la escala de valores de la comunidad es hoy una antigualla propia de quien no tiene personalidad ni capacidad creativa. En el fondo, la única regla, la única escala de valores es la propia voluntad, el deseo personal. «No hay nada en el mundo sobre lo que podamos apoyarnos», viene a decir el existencialismo.
La modernidad asiste a la destrucción de las estructuras fuertes, de la supuesta perentoriedad del dato real exterior. Hace que la razón occidental regrese al diván oriental, a la conjunción goethiana de lo filosófico y lo artístico, lo religioso y lo poético, con lo lógico, empírico y funcional. Y de ahí el dicho tan moderno, aunque ya un poco caído en desuso: «La ética es estética».
Dentro de la sociedad líquida que asigna al mundo, a las personas y a todos sus demás fragmentos animados e inanimados el papel de objetos que pierden su utilidad -y por consiguiente su lustre, su atracción, su poder seductivo y su valor-, en el transcurso mismo del acto de ser usados el otro es el de la amenaza de verse relegado a los desechos. En un mundo repleto de consumidores y de objetos del consumo de éstos, la vida vacila incómoda entre las alegrías del consumo y los horrores del montón de basura.
Cuando el hecho de estarse haciendo y modificando constantemente, por ser histórico, sujeto a la temporalidad, se vive como un hecho natural, enriquece al hombre porque lo toma como la ocasión de tomar decisiones, pero cuando la persona vive los cambios como algo impuesto desde fuera contra su voluntad puede ser traumático. Dice S. Zizek: «Lo verdaderamente difícil de explicar no son los cambios sociales, sino, por el contrario, la estabilidad y la permanencia».
Hay una verdad, nada es relativo, pero esa verdad es la de la deformación de la perceptiva como tal, no la visión deformada por la visión parcial que ofrece una sola perspectiva. La diferencia primordial no se da entre las cosas en sí mismas ni tampoco entre las cosas y sus signos, sino entre la cosa y la nada de una pantalla invisible que deforma nuestra percepción de modo tal que no tomemos la cosa por la cosa misma.
El movimiento -desde las cosas a sus signos- no es un reemplazamiento de la cosa por su signo, sino el movimiento de la cosa misma que deviene en signo no de otra cosa sino de sí misma. La brecha puede ser también la que separa el sueño de la realidad. La cosa es la mejor máscara de sí misma. Si todo vale porque todo es igual y nada está sujeto a nada, entonces no hay ni se puede pedir una explicación. En el lenguaje de la Teogonía de Hesíodo estaríamos ante una situación de caos; es decir: un abismo que no precisa de ninguna localización ni de ninguna descripción de sus márgenes o de su profundidad. Un espacio opaco de donde surgen las formas.
Pero incluso para los creyentes la verdad ya no se piensa como adecuación del intelecto a la cosa sino como plausibilidad y capacidad de persuasión en el contexto de un sistema de premisas. Estamos ante un acontecimiento de debilitamiento del concepto de verdad y, en general, ante el debilitamiento de convicciones metafísicas. El ser estable, eterno, único y como orden objetivo no se da. El ser es sólo un horizonte, lo que cada vez acontece: un acontecimiento en el que estamos constantemente y siempre implicados como intérpretes y, de algún modo, en camino (el ser y nosotros). El hombre es el sujeto de los acontecimientos.
La Pasión y la resurrección de Cristo son un acontecimiento que cada creyente vive desde su situación personal, desde su interioridad y desde su creatividad. No digo que deba ser así ni que lo sea para todo el mundo, sino que es la consecuencia de la mentalidad posmoderna. La metafísica está en crisis pero el símbolo, tan en boga, remite al misterio que permanece siempre. El misterio reclama escucha, atención. Las diferentes religiones no son más que formas culturales e históricas de lo revelado del ser que se da palabra y obra en las manifestaciones religiosas. Muchos creyentes vacían su fe en otras estructuras o en la falta de estructuras.
Vivir el hecho cristiano sin estructuras aristotélicas no es lo mismo que vaciarlo de contenido. Por el contrario, quizá sea conveniente para el vaciamiento requerido para dejarse ganar por Cristo. A muchos esto les llevará a escoger del hecho cristiano aquello que más les llena prescindiendo de los dogmas. A esto algunos lo llamarán cristianismo a la carta. Para unos y para otros, viviéndolo cada uno a su manera, puede que el acontecimiento de la pasión y resurrección de Cristo sea el acontecimiento que llena y da sentido a sus vidas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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