Por Mario Vargas Llosa © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2010 (EL PAÍS, 04/04/10):
Emergió entre las ruinas del Palacio Legislativo de Puerto Príncipe como una aparición. Era un caballero de ébano, erecto e impecable, una presencia inverosímil en ese mediodía de calor torrencial, con su traje azul tan bien planchado, su chaleco, su corbata colorada, sus gruesos guantes negros de cuero y lana, su sombrero de fieltro, su bastón con un mapamundi en la empuñadura, su espada flamígera en el costado derecho y su daga sarracena en el izquierdo. En medio de la polvareda, sus zapatos relucían como espejos.
-Soy Jesús de Nazareth -nos dijo en perfecto francés, sin mezclarlo con una palabra de créole-. He resucitado tres veces. La primera, ya saben cuándo. La segunda, para la independencia de Haití. Ésta es la tercera. Estaba sentado a la diestra del Padre y Él me mandó volver, con una misión.
No tengo la menor simpatía por los santones, locos místicos ni aparecidos. Pero después de haber pasado unas cinco horas entre las catástrofes y devastaciones de la capital haitiana, aquella figura ceremoniosa y profunda me inspiró respeto y gratitud, pues parecía dar sentido, dignidad y trascendencia al cataclismo, el caos y la absurdidad que nos rodeaba.
Tenía cabellos y barba muy blancos y le faltaban los dientes delanteros. Explicó que, convertido en una bola de fuego, dio tres vueltas al globo terrestre antes de posarse “aquí”. Y, en el mapamundi de su bastón, señaló Haití. Estábamos en lo que había sido la Plaza Italia o Plaza de las Naciones y de las banderas de todos los países que antes flameaban allí quedaban muy pocas enteras, la mayoría habían sido arrancadas, robadas o convertidas en jirones por los elementos desencadenados contra este desgraciado país. A 500 metros a la redonda todo eran escombros. El Palacio Nacional se había doblado en dos y arrodillado, se habían desfondado los cinco ministerios vecinos -Relaciones Exteriores, Obras Públicas, Interior, Economía, Educación-, el Palacio de Justicia, los Registros Públicos, la Penitenciaría -el terremoto amnistió a 4.000 presos-, la Catedral y, en todo lo que fue el corazón de la ciudad, no quedaba una construcción indemne, sólo paredes, fachadas, cornisas y retazos de techos, y enormes bloques de piedras, escombros y basurales entre los que hormigueaba una multitud silenciosa desguazando lo que quedaba todavía por llevarse, varillas, marcos y vanos, calaminas, maderas, telas, vigas, pedazos de camas, mesas o escritorios, para armar con esos desechos los descuajeringados campamentos donde anidan por lo menos un millón y medio de sobrevivientes en carpas y refugios minúsculos y asfixiantes que, según todos los pronósticos, serán barridos y descuajados por las lluvias que, dentro de pocas semanas, se abatirán como una nueva calamidad bíblica sobre los haitianos.
En las improvisadas oficinas de las Naciones Unidas erigidas en un rincón del aeropuerto nos habían dicho que era riesgoso internarse en algunos de los “campamentos espontáneos”, donde, empujados por el hambre, la sed y la desesperación, algunos desplazados habían agredido a los voluntarios de las organizaciones humanitarias que distribuyen comida, agua, artículos de primera necesidad, vacunas y curan u operan a las víctimas. Pero nosotros -éramos dos funcionarios del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y yo- no encontramos la menor hostilidad en nuestro recorrido, sino algo todavía más angustiante: la pasividad de unos seres despojados de nervio y ánimo, sumidos en un sopor hipnótico, como bajo el efecto de una droga que estupidiza antes de matar. Frente a esa humanidad esterilizada por el dolor y la desolación, el Jesús de Nazareth haitiano era la encarnación de la vida, un monumento a la esperanza.
Tengo como una de las experiencias más tristes que he vivido el recorrido por el atestado y laberíntico campamento erigido por los sobrevivientes en lo que fueron los patios y campos deportivos del Colegio San Luis Gonzaga, de los jesuitas, derruido en gran parte. Las frágiles carpas se amontonan sobre un suelo de restos de cemento y tierra cruda, con petates o camastros donde las familias deben dormir entreveradas o alternándose porque no es posible que esas cuatro, cinco o seis personas que alberga cada una de ellas tengan espacio suficiente para estar todas tendidas al mismo tiempo. Ahí están, tumbadas o sentadas, algunas rociando chorritos de agua a los niños, pero, las más, quietas y con la mirada perdida, en medio de montoncitos de objetos domésticos rescatados a la loca, cuando huían de la tempestad de piedras que se les venía encima, la polvareda que los cegaba y -según muchos, lo peor- el ronquido volcánico que reventaba los tímpanos. Contestan a las preguntas con desgano y sin esperanzas. No piden nada aunque algunos chiquillos alargan la mano, de manera mecánica, ejecutando un rito en el que ya no creen. Lo más extraordinario es el silencio que reina. ¡Estamos en el Caribe y nadie habla, canta, grita, ríe o chilla! Hay una quietud y un silencio inconcebibles en ese espacio tan reducido donde se apiñan más de mil familias. En algunas esquinas hay largas colas, sobre todo de mujeres, con botellas, ollas y recipientes, esperando el camión cisterna que repartirá agua, el bien más preciado y escaso hoy en Haití.
La tristeza y anomia de Puerto Príncipe desaparecerán unos días más tarde cuando visite, en Santo Domingo, el Hogar Vida y Esperanza, que el padre Manuel Ruiz ha llenado de niñas y niños haitianos malheridos por el seísmo. (Dicho sea de paso, la República Dominicana ha brindado ayuda médica a miles de haitianos heridos en el terremoto). Aunque sin piernas, sin brazos, con los cráneos fracturados, enyesados y vendados, han recobrado la alegría de vivir. Corren, juegan, o escuchan las historias que les cuenta el director del albergue, que habla créole. Inolvidable la imagen de Cristina, niña de siete u ocho años que fue extraída de una montaña de derrumbes tras seis días del terremoto, con una pierna gangrenada que debieron cortarle. Apoyada en su muleta salta y brinca, muerta de risa, como si viviera en el mejor de los mundos. He aquí, además de Jesús de Nazareth, otra haitiana que no se deja derrotar.
En los dos días que estoy en Haití no veo un solo perro, ni en la ciudad ni en el campo. Unos me explican que, según la vieja creencia, los perros olfatean y oyen antes que nadie la descomposición subterránea que provocará el terremoto y, ladrando frenéticos, huyen lo más lejos posible del lugar del sacudón. Otros, que los sobrevivientes azuzados por el hambre se los han comido, igual que a los gatos y demás animales domésticos. En todo caso, han desaparecido y acaso sea mejor así. Porque a todos los espectáculos de horror que se ven en las calles de Puerto Príncipe se añadiría, si no, el de canes hambrientos escarbando los escombros en busca de cadáveres para no morir de inanición. (Unos 200.000 han sido enterrados en fosas comunes, pero se calcula que al menos otros 100.000 yacen aún sepultados bajo los bloques de cemento, piedras y ladrillos).
Visité sólo Puerto Príncipe y algunas localidades vecinas a la frontera dominicana como Ganthier y Fond Parisien, donde el seísmo no provocó mayores daños. Pero me aseguran que en otras dos ciudades próximas al centro neurálgico del terremoto, Leogane y Jacmel, los estragos fueron equivalentes a los que han aniquilado la capital de Haití.
¿Qué ocurrirá ahora? Jesús de Nazareth piensa que uno de los efectos beneficiosos de esta tragedia será la desaparición del sida y, con un brillo pícaro en los ojos, nos asegura que él tiene en sus manos el secreto de su cura. Pero acaso esté más cerca de la verdad el pronóstico pesimista de un italiano, que, como mi hijo Gonzalo, recorre el planeta hace 20 años tratando de aliviar las atrocidades que padece: guerras, genocidios, tifones, plagas, terremotos. “Pronto comenzarán a irse los 10.000 marines que ahora nos ayudan a mantener el orden y a distribuir alimentos y medicinas. Haití dejará de ser noticia en los medios del mundo. Los donativos y envíos caritativos caerán en picada. Como, a diferencia de los individuos, las sociedades siempre pueden estar peor, los niveles de vida de los haitianos se degradarán todavía más y habrá más pobreza, desocupación, migraciones y desesperación. Pero Haití no desaparecerá. Porque, a diferencia de las personas, los países, sabe Dios cómo, siempre sobreviven”.
Le pregunto a Jesús de Nazareth por qué el Padre ha elegido, entre los innumerables lugares del globo terráqueo, mandarlo precisamente a Haití. Me responde con una rotunda afirmación: “Porque mi padre quiere mucho a Haití”. Mientras lo veo alejarse en una nube de polvo amarillo me pregunto cómo sería si, en vez de quererlo, el Padre Eterno odiara a este país.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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