Por William R. Polk, miembro del consejo de planificación política del Departamento de Estado durante la presidencia de John F. Kennedy. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 22/04/10):
Más de mil soldados españoles están destacados en Afganistán y aproximadamente un centenar han muerto. De estos, 62 murieron en un accidente de camino a casa en el 2003 y 26 resultaron muertos en Afganistán. Por tanto, aunque el Parlamento español ha dispuesto que las tropas no participen en operaciones ofensivas, las víctimas se elevan a casi un 10% de las fuerzas. Así pues, los españoles poseen un sincero interés en dar con la forma de abreviar y finalizar la guerra de forma satisfactoria.
Desde mi primera visita a Afganistán en 1962, cuando redacté un documento sobre la política estadounidense en este país, lo he visitado en reiteradas ocasiones y he recorrido en avión, jeep y a caballo casi todos sus rincones. Recientemente, analicé la evolución actual de los acontecimientos, incluyendo los planes para intensificar la guerra. Considero que esta guerra se está perdiendo. Y esto está sucediendo en parte por un fracaso a la hora de comprender a los afganos y porque (si es que queremos cumplir la misión que nos hemos impuesto) debemos comprenderles en lugar de intentar imponerles nuestro propio sistema. En este primer artículo y en otros dos posteriores me propongo afrontar la esencia del conflicto. Lo primero es entender qué es Afganistán.
Se trata de un país árido, sin salida al mar, abrupto y de escasos recursos. Aun en sus mejores épocas, en sus escasos periodos de paz, la población del país ha sido pobre. Y ahora, tras sufrir más de 30 años de guerra de forma esporádica aunque devastadora, buena parte de la población está al borde de la inanición. Las estadísticas son horrorosas: más de uno de cada tres habitantes subsiste con el equivalente a unos 0,30 euros al día. El hambre retrasa el crecimiento de la mitad de los párvulos y uno de cada cinco muere antes de los cinco años. Las enfermedades infecciosas transmitidas por bacterias, virus y parásitos a través del agua minan las energías de casi toda la población.
Pese a estas calamidades, los afganos constituyen un pueblo orgulloso y resuelto que cuenta con una reputación histórica de valentía. Desde antes de Alejandro Magno, gentes de conquista han invadido el país a la carrera en busca de horizontes más cálidos, ricos y propicios a una acogida más cordial, aunque quienes intentaron permanecer en el país sufrieron duras derrotas. Los británicos sufrieron su mayor afrenta en el siglo XIX en estas tierras, donde perdieron a todos sus soldados, y las tropas rusas tuvieron 15.000 bajas en los años 80. De hecho, la derrota en Afganistán fue una de las causas principales de la caída de la Unión Soviética.
El factor que venció a los rusos fue la circunstancia de que en ningún momento lograron hallar una vía para negociar una paz. Y la razón estriba en que Afganistán es un país dividido, salvo un puñado de localidades importantes, en más de 20.000 pueblos o aldeas más o menos autónomos. Los rusos intentaron ganarse a sus residentes mediante lo que ahora llamamos programas “de acción cívica”, pero cuando esto no funcionó mataron a casi medio millón de personas y expulsaron al menos a otros cinco millones de habitantes al exilio. Ganaron casi todas las batallas y en un momento u otro ocuparon casi cada centímetro del país, pero cuando partieron sus tropas desapareció, asimismo, su autoridad. Nunca lograrían que los mismos afganos se unieran para poder negociar con ellos. Ningún tipo de autoridad podría ya someter a la población ni podría rendirla. Por tanto, cuando los rusos se marcharon en 1989, los afganos que quedaban o regresaban reanudaron su tradicional estilo de vida.
Este estilo de vida se halla incrustado literalmente en un código social, conocido como el Pashtunwali, que conforma las formas específicas del islam que los afganos han practicado durante mucho tiempo. A ojos de elementos foráneos – cristianos o musulmanes-,la forma afgana del islam resulta “medieval”. Sin embargo, el papel del estamento religioso, la situación de la mujer y su estricto sistema judicial no habrían causado excesiva extrañeza a los españoles, rusos y alemanes de hace dos o tres siglos. Ocurre, sin embargo, que los europeos han evolucionado y los afganos, no.
Tal vez el rasgo más atractivo del código social de Afganistán es una forma de democracia participativa. Cada pueblo o aldea es gobernada por un consejo elegido entre sus habitantes. Sus miembros no son elegidos, como es de rigor en Occidente, sino que reciben su estatus y rango mediante consenso. Además, tales consejos no son, en el sentido que lo son entre nosotros, instituciones, sino verdaderas ceremonias o actos solemnes que se aplican cuando se suscita un problema apremiante que no puede solucionarse de modo informal por parte del mulá (guía y maestro religioso) o el emir (jefe o representantes de la autoridad) de la localidad. Cuando se convoca el consejo, todos los residentes de sexo masculino se congregan para debatir la cuestión, hacer uso de la palabra, desprenderse de la ira y el enfado y alcanzar un consenso. Una vez alcanzado, el consenso vincula a la comunidad.
Cuando surge una cuestión que sobrepasa los límites de la localidad, el sistema se amplía al ámbito de las distintas tribus y provincias. En último término, la pirámide de los consejos de las distintas localidades o jirgas alcanza un vértice en forma de asamblea nacional que, según la Constitución, es “la máxima manifestación de la voluntad del pueblo de Afganistán”. Es tal organización, y no las elecciones o el Parlamento, la única instancia que puede dar lugar a un gobierno dotado de legitimidad a ojos del pueblo afgano.
Pero es precisamente esta asamblea nacional la instancia cuyo pleno funcionamiento no sólo los rusos, sino también la administración Bush, han entorpecido. Cuando fue convocada en el 2002, casi dos tercios de sus miembros presionaron a favor de un gobierno provisional dirigido por el antiguo rey, que habría autorizado el proceso conducente al consenso. Pero el procónsul Zalmay Khalilzad obligó al rey a retirarse en interés de un gobierno de elección estadounidense. El gobierno resultante de Hamid Karzai se ha visto aquejado por la corrupción y la falta de legitimidad. Hemos pagado un elevado precio en vidas y haciendas.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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