Por Xavier Sala i Martín, Columbia University, Fundació Umbele y UPF (LA VANGUARDIA, 01/04/10):
En 1784, el entonces embajador de Estados Unidos en París, Benjamin Franklin, observó que durante el verano, los franceses dormían por la mañana cuando el sol ya había salido y que, por la tarde, tenían que encender velas y lámparas para iluminar sus casas. Eso comportaba un absurdo gasto que podían evitar si cambiaban los relojes una hora. Como todavía no existía la “hora oficial”, el inventor americano propuso que, al cantar el gallo, se dispararan salvas de cañones para despertar a los dormilones.
También recomendó un impuesto a las ventas de persianas para desincentivar su uso y evitar que la gente siguiera durmiendo una vez salido el sol. Así nació la idea del “horario de verano”. Los franceses no implementaron las recomendaciones de Franklin y el despilfarro de velas y cera prosiguió durante ciento cincuenta años.
Un siglo después, el constructor inglés y aficionado al golf William Willet observó que la tarde veraniega se acababa a medio partido, por lo que propuso retrasar la hora para poder disfrutar de más horas de luz al atardecer. De nuevo, la idea fue ignorada por las autoridades.
No fue hasta la Primera Guerra Mundial que los alemanes implementaron el primer “horario de verano” con el argumento benjaminfrankliniano de ahorrar energía. Y es que eran tiempos de guerra y se hacía necesario canalizar el carbón hacia actividades bélicas. Unos 30 países imitaron al gigante alemán…, pero todos abandonaron la idea una vez finalizado el conflicto, en 1918. El experimento fue repetido por 52 naciones durante la Segunda Guerra Mundial, pero, de nuevo, los horarios volvieron a la normalidad una vez acabada la contienda.
El horario de verano en tiempo de paz no surgió hasta los años setenta con la crisis del petróleo y la consiguiente concienciación energética. Desde entonces, la mayoría de los países del mundo lo ha adoptado con el viejo argumento de Franklin: si la gente duerme cuando hay sol y sigue despierta cuando ya se ha puesto, se gasta energía lumínica innecesariamente.
Les confieso que, aunque cada vez que cambiamos la hora me pregunto si realmente vale la pena, la verdad es que la curiosidad se desvanece al cabo de unos días. El cambio de esta primavera ha sido distinto y he decidido leer sobre el tema y he descubierto tres cosas interesantes. La primera es que, sorprendentemente, hay muy pocos estudios serios que estimen los efectos económicos del cambio de hora. Resulta extraño que una decisión que afecta a tanta gente y que adoptan tantos países del mundo esté tan poco estudiada.
La segunda es que los pocos estudios que hay demuestran que los efectos son contradictorios y minúsculos. Unos demuestran que el ahorro energético existe y otros demuestran que no. Pero en cualquier caso los efectos son siempre pequeños y difíciles de cuantificar.
La tercera conclusión es que, una vez más, los políticos que toman decisiones no se dan cuenta de que el mundo cambia y ellos no. Me explico. El estudio más serio que he encontrado (recomendado por Joan Oliver, una de las mentes más prodigiosas que conozco) es el que hicieron en el 2008 los investigadores Matthew Kotchen y Laura Grant, de la Universidad de California en Santa Bárbara. Digo que es el más serio porque, para estudiar el impacto del horario de verano, se tiene que comparar el consumo energético cuando se aplica el horario con el consumo que hubiese habido si el cambio no se hubiera aplicado. El problema es que es muy difícil saber cuánta energía se hubiera gastado sin el cambio porque el cambio ha existido. La belleza del estudio de Kotchen y Grant es que aprovechan el hecho de que en el 2006 el estado de Indiana dejó libertad a cada uno de sus condados para aplicar el cambio de horario. Dado que los condados son pequeños (del tamaño de las comarcas catalanas), son muy parecidos climáticamente y están muy cerca unos de otros, se pudieron comparar las facturas eléctricas de los ciudadanos que vivían en los condados que cambiaron la hora con las de los que vivían en condados que no lo habían hecho, y los resultados fueron sorprendentes: ¡el cambio de hora no sólo no conlleva un ahorro, sino que comporta un mayor (repito, ¡mayor!) uso de energía!
¿Cómo? ¿El gran Benjamin Franklin estaba equivocado y el horario de verano no ahorra energía? Pues no y sí. El tío Ben no estaba equivocado, ya que el horario de verano hubiera ahorrado energía en forma de velas… en 1784. Lo que pasa es que en el 2010 eso ya no es verdad. Yes que en la actualidad la mayor parte del gasto energético de las familias no proviene de la iluminación, sino de la calefacción y refrigeración. En particular, durante el verano la gente utiliza más el aire acondicionado por las tardes que por las mañanas, por lo que el horario de verano comporta un mayor uso de energía de refrigeración. Da la casualidad de que el mayor uso energético de aire acondicionado es superior al ahorro lumínico del que hablaba Franklin, por lo que el efecto total es un mayor dispendio energético.
Tenemos, pues, que la mayoría de los países sigue practicando una idea anticuada para ahorrar energía sin darse cuenta de que el mundo ha evolucionado y eso nos puede estar costando mucho dinero. Ahora bien, si bien es cierto que el horario de verano carece de sentido desde el punto de vista económico, sigue siendo cierto que, como dijo William Willet, es útil para jugar a golf. Tengo curiosidad por saber si el conseller Saura y los demás cambio climatólogos defenderían la teoría del golf para justificar que sigan llevando a cabo la locura de cada verano.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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