Por Antonio Mª Rouco Varela, Cardenal-Arzobispo de Madrid (ABC, 18/04/10):
En la tarde del 19 de abril del año 2005, segundo día del Cónclave, era elegido Papa el Cardenal Joseph Ratzinger. Hacía poco más de dos semanas que había fallecido el Siervo de Dios, Juan Pablo II. La multitud reunida en la Plaza de San Pedro recibía la noticia con expresiones de un sentido júbilo nada artificial. «Pedro» volvía a hacerse presente en la Iglesia, a través de un nuevo Sucesor, como Cabeza del Colegio Episcopal y Pastor Universal: como «el Vicario de Cristo en la Tierra». El pueblo cristiano venía aplicando al Papa este bellísimo título desde una antiquísima y venerable tradición teológica y espiritual, cultivada con conmovedor afecto y devoción, especialmente en los dos típicos siglos de la modernidad -el XIX y el XX-. Siglos estos de «Calvario» para esa pléyade de figuras insignes que ocuparon la Sede de Pedro desde los tiempos de las vejaciones revolucionarias de comienzos del siglo XIX hasta hoy mismo. Siglos también de tiempos eclesiales de comunión y unión con el Romano Pontífice, de una intensidad espiritual y pastoral desconocida. Pastores y fieles pudieron comprobar y experimentar en carne viva, en una época marcada por tantos, tan graves y tan dramáticos acontecimientos, cómo la Iglesia necesitaba de ese servicio de la unidad y la verdad en la caridad de Cristo, que el Señor había confiado a Pedro y a sus sucesores, si quería vivir en la libertad de los hijos de Dios y ser fiel al testimonio íntegro del Evangelio. «El Dulce Cristo en la Tierra» es la forma como Santa Catalina de Siena llamó al Papa en el momento quizá más dramático de la historia del Papado, el Cisma de Occidente, en el quicio del siglo XIV al XV de nuestra Era. La expresión podía -y puede, de hecho- parecer a muchos, teólogos y no teólogos, melosa; pero lo cierto es que el Concilio Vaticano II no le retiró a su significado, profundizado por el Concilio Vaticano I, ni un ápice de su valor teológico y pastoral. Sí, el Obispo de Roma, el Papa, es Vicario de Cristo para la Iglesia de modo eminente. (LG 18).
Joseph, Cardenal Ratzinger, aceptaba la elección del Colegio Cardenalicio «en espíritu de obediencia» y se daba el nombre de Benedicto XVI; no sin sorpresa para muchos de los observadores intra y extraeclesiales del acontecer de la Iglesia. El nuevo Papa explicaba su decisión con su habitual claridad intelectual y lucidez pedagógica. El nombre de Benedicto le evocaba el «no anteponer nada a Cristo»: quintaesencia de la espiritualidad benedictina; máxima que había conformado no sólo el monacato latino siglos y siglos, sino también lo más íntimo y profundo de la experiencia cristiana de la vida, sobre todo en Occidente. El nombre le vinculaba, además, al gran «leit-motiv» de la paz, que había caracterizado la trayectoria pastoral del último Papa «Benedicto», Benedicto XV: el Papa testigo indomable del valor de la verdadera paz fundada en la aceptación común de la ley moral, que Dios graba en las conciencias de cada persona y de la propia familia humana. Testigo en medio de la tragedia de la I Guerra Mundial, que había sumido primero a Europa y finalmente al mundo en una contienda crudelísima y en una ruina material y espiritual sin precedentes. ¿No era la catástrofe el precio de haber preterido las normas más substanciales de una elemental humanidad? El ya Papa Benedicto XVI vivió y vio en su niñez y adolescencia cómo el menosprecio de los principios de la ley natural conducía de nuevo al mundo a una versión todavía más devastadora de cuerpos y de almas de lo que había sido la tragedia sufrida entre los años 1914 y 1918, a la de la II Guerra Mundial, en la que habían jugado un papel decisivo los totalitarismos ateos: el comunismo soviético, el fascismo y el nacionalsocialismo. ¿Cómo se podían sembrar paz, justicia, solidaridad, progreso humano, sin ley moral, sin una consideración trascendente de la dignidad de cada persona? ¿Y cómo se podía conocerla, valorarla y respetarla, en toda su profunda y plena verdad, sin Cristo? En su primera aparición en la «logia» de «San Pedro», el Papa se presentaría al mundo como «un sencillo y humilde trabajador en la viña del Señor». A cuantos era familiar la figura modesta y casi imperceptible del cardenal Ratzinger, cruzando la Plaza de San Pedro desde el Borgo Pío hasta el viejo «Palazzo» del Santo Oficio, con su dulleta y boina negra, la cartera de documentos en la mano, no podría resultarles extraña la presentación del Papa. Siempre había sido «un sencillo y humilde trabajador en la viña del Señor» -de sacerdote y profesor, de arzobispo de Múnich y de cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, al lado de Juan Pablo II-, y lo continuaría siendo como vicario de Cristo y pastor de la Iglesia universal.
El nuevo Papa había centrado desde el principio la línea de su pontificado y de su servicio pastoral a la Iglesia y al mundo inequívocamente en el anuncio y proclamación de Cristo, Salvador del hombre. Se constituiría como la médula misma de un Magisterio desplegado con una profundidad, transparencia y abundancia teológica y catequética admirables. Ninguno de los ámbitos en los que se sitúan la existencia y la vida personal y social de la persona se escapa a la iluminación penetrante del pensamiento y de la palabra del Papa. Conoce la coyuntura cultural y espiritual del hombre contemporáneo: sus dudas y depresiones, su angustia existencial, su desorientación moral, su escepticismo religioso, sus miedos ante un futuro histórico después de la soterrada -o abierta- decepción sobrevenida por las crisis de los modelos de desarrollo, acusadamente materialistas y agnósticos, propuestos para «el después» de la caída del Muro de Berlín. Se había quedado de nuevo sin horizontes positivos y ciertos para sus proyectos de una vida personal con esperanza y de una configuración social y cultural de la Humanidad, asentada ética y jurídicamente sobre los derechos fundamentales y el bien común universal, capaz de asegurar y de garantizar la paz. No es extraño que su gran Magisterio -las tres Encíclicas y su Exhortación Postsinodal del Sínodo del año 2005 sobre la Eucaristía- se hubiese situado en la perspectiva espiritual y pastoral de las virtudes teologales de la caridad y la esperanza. Perspectiva, en la que se encuentran los más hondos y cruciales interrogantes del hombre con la respuesta luminosa y gozosa de la Palabra de Dios, que es Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros, para que tengamos vida, y esta, abundante, eterna y feliz.
Incluso, cuando Benedicto XVI aborda el complejo y gravísimo problema de la crisis financiera y económica, que azota hoy al mundo, elige como punto de mirada intelectual para comprenderla, analizarla en sus raíces más profundas y sugerir caminos morales, sociales y culturales de verdaderas soluciones, «la verdad en la caridad». Sólo el amor, vivido de verdad y en la verdad, comprende y garantiza la realización de la justicia y la aspiración de una solidaridad generosa. Tanto el método adoptado en sus enseñanzas como el estilo de su acción de gobierno pastoral responden a ese modelo supremo de la caridad de Cristo. Lo demuestran tanto el diálogo fe-razón practicado sin desviación alguna intelectual o vital, antes y después del inicio de su pontificado, como la mansedumbre, la bondad y la serena y paciente firmeza al señalar la recta dirección para el camino de la Iglesia en el siglo XXI. La continuidad creativa con la obra de Juan Pablo II es evidente. Su fidelidad a la aplicación del Concilio Vaticano II con el sentido innovador de la permanente y viva tradición de la Iglesia, sin ruptura dogmática y espiritual alguna.
Celebramos el quinto aniversario de la elección de Benedicto XVI en un momento histórico en que los ataques mediáticos a su persona y ministerio han adquirido las formas de una virulencia dialéctica insultante y difamatoria. Son «hora de Cruz» para aquel que representa heroicamente al Crucificado. La Iglesia se siente más unida a Él que nunca en la oración y en la veneración y el afecto filiales. Se repite una vez más la historia: «Pedro» es perseguido; la comunidad universal de los fieles permanece perseverante y fiel en la oración a su Señor por él, sintiéndose cobijada por un amor maternal de exquisito valor: el amor de su Madre y nuestra Madre, María.
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