Con ocasión de su viaje a Ankara el 29 y 30 de marzo pasados, Angela Merkel dijo abiertamente, y en presencia del presidente Erdogan, que prefería una “asociación privilegiada” con Turquía a una integración total.
Hermann Gröhe, secretario general de la CDU, el partido de la canciller Merkel, precisa asimismo en unas declaraciones al periódico Kölnische Rundschau, que “Turquía no está preparada para ser admitida en un tiempo predecible”.
Estas declaraciones contrastan con la postura a favor de la integración de Turquía del Partido Socialdemócrata (SPD), los liberales y los Verdes alemanes, pero son reveladoras de una radicalización de Alemania hacia todo tipo de ampliación en el sur de Europa.
Para comprenderlas del todo, debemos ponerlas en perspectiva con otra declaración de Angela Merkel, el pasado 25 de marzo, en previsión de la cumbre europea de jefes de Estado y de Gobierno, en la que destaca, una vez más, la importancia del pacto de estabilidad y de crecimiento europeo, pero recuerda con claridad y franqueza que el pueblo alemán abandonó el marco sólo a cambio de la confianza en un euro estable. Y recalca que “esta confianza no puede ser de ningún modo defraudada”.
El trasfondo de estas palabras está evidentemente constituido por los estragos de la crisis mundial, la incapacidad de los europeos de afrontarla solidariamente y unidos a falta de una dirección política del euro y los problemas causados por las diferencias de desarrollo con el llamado grupo de los PIGS (Portugal, Italia, España y Grecia).
Podemos, por tanto, hacernos la siguiente pregunta: ¿ha llevado también la crisis a cerrar definitivamente las puertas de la Unión Europea a Turquía? En el contexto de la Europa actual, la integración de Turquía es, en realidad, cada vez más incierta no sólo por los típicos perjuicios (fuertes diferencias de desarrollo económico, problema religioso, derechos humanos, el papel del ejército, Chipre, etcétera), sino también porque está en juego la propia construcción europea. El presidente de Baviera, Hans Seehofer, de la CSU, quien defiende la postura de la canciller sobre Turquía, lo dice con toda franqueza: “Vemos las dificultades en las que, con el caso griego, se ha visto inmersa la UE. Eso significa que toda ampliación apresurada está prohibida” (Handelsblatt, 22 de marzo de 2010).
Lo que ha ocurrido es que la Unión Europea ha sido superada por la historia. Aunque pudo soportar la ampliación a las economías de Grecia, España y Portugal en los años ochenta, la crisis acaba de demostrar que está lejos de haberlas digerido. La heterogeneidad entre estos países y los del norte de Europa sigue siendo muy fuerte, lo que supone una amenaza para la unidad del conjunto. Y la ampliación a los países del Este europeo precisará de aún más tiempo para ser asimilada. Estamos, por tanto, lejos de una verdadera convergencia de los fundamentales europeos y de la creación de una zona monetaria óptima. En la Europa actual las divergencias estructurales superan a la anhelada convergencia.
Con estas condiciones, 76 millones de habitantes y un nivel de diferencias de desarrollo aún mayor, la llegada de Turquía a la UE hará imposible toda gestión coherente de la zona euro.
Así que la crisis mundial acaba de poner los péndulos a la hora. El pacto de estabilidad, tan preciado por Bruselas y Alemania, se ha roto; el euro rebaja (afortunadamente para el comercio exterior europeo) sus pretensiones, pero los PIGS están en números rojos (más allá del caso griego, España es la que está en el punto de mira de los mercados financieros). Sin hablar evidentemente de la incapacidad de gestionar con responsabilidad los flujos migratorios dentro de Europa, lo que, dicho sea de paso, es una obsesión de los adversarios de la integración turca (algunos, como Jacques Schuster, hablan de la llegada de tres millones de trabajadores turcos -Die Welt, Welt Online Politik, 30 de marzo de 2010, “Turquía sería el país más pobre y grande de la UE”).
Ante esta situación, Alemania ha preferido que el FMI entrara en el juego de las garantías para los préstamos a Grecia (y mañana “a otros”, dicen eufemísticamente en Bruselas), en lugar de ir hacia la formación de un gobierno del euro, lo que significa que la zona euro renuncia de entrada a gobernarse a sí misma. Turquía, que no ceja en sus reclamaciones para entrar en la UE, debería reflexionar sobre ello.
La nueva situación está clara; es difícilmente concebible entrar en la UE tal como es en la actualidad. El modelo germano-europeo que ha prevalecido hasta nuestros días se ha convertido en demasiado exigente para todo el mundo, incluso demasiado rígido para la propia Alemania y difícil de sobrellevar para los PIGS. Será francamente destructivo para todo recién llegado, menos para Suiza, que no quiere adherirse.
La crisis nos obliga a revisar por completo la idea de la construcción europea.
Pueden explorarse dos vías. La primera es la creación de una gran zona de libre intercambio sin restricción presupuestaria común, lo que, en un contexto de fracaso del euro significa dejar entre paréntesis el modelo de Maastricht. Sería posible en este caso llevar a cabo nuevas ampliaciones sin incorporar el acervo comunitario. Pero esto sería la victoria del modelo europeo soñado por Reino Unido. Esta solución está lejos de ser descabellada, porque concuerda con la dinámica actual de la mundialización liberal y porque puede ponerse en práctica al no haber ninguna idea política concreta de la unidad europea (¿Confederación de naciones? ¿Federación sui géneris?). En este caso, tanto Turquía como otros países pueden convertirse en socios fiables dentro de la zona de libre intercambio.
La segunda es la creación de una Europa de distintas velocidades para salvar a la moneda única. Esta estaría formada por los actuales países del euro, provistos de políticas de solidaridad fomentadas por un gobierno del euro; los países de la ampliación incapaces de aguantar la disciplina del euro pero ya integrados en la UE, estos podrían entonces integrarse a una zona monetaria común, a semejanza del antiguo ECU; por último, los países de “asociación privilegiada” (Turquía y los países del perímetro mediterráneo), que, según unas geometrías variables, estarían asociados a la UE a título de cooperaciones reforzadas.
Este segundo escenario es el más realista de todos y sin duda el menos costoso en términos políticos y simbólicos para la Europa actual.
En lo que afecta a Turquía y a los países del Mediterráneo, la idea de institucionalizar las relaciones con Europa dentro del concepto de Unión por el Mediterráneo, podría además desarrollarse plenamente dentro de este marco.
Sabemos que tanto Turquía como Marruecos han recibido esta nueva propuesta sin mucho entusiasmo, porque acota con bastante rigor el espacio de su integración en el conjunto europeo; en pocas palabras, los mantiene fuera de Europa. Pero la realidad histórica se está tal vez resolviendo por su cuenta; la Europa del euro ha colocado demasiado alto el listón de la pertenencia común, y ésta es la que está actualmente en crisis. Abrir el debate sobre esas dos vías sería en cualquier caso la mejor manera de dejar de alimentar las ilusiones y la humillación reiterada de quienes quieren unirse a Europa pero son desairados cada vez que llaman a su puerta.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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