Por Gabriel Jackson, historiador estadounidense. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 08/04/10):
Nadie que haya seguido los meses de enconado debate que han culminado con la estrecha victoria del presidente Obama y de la mayoría de los legisladores del Partido Demócrata podrá dejar de preguntarse cuál es la razón de que todo el Partido Republicano y un porcentaje considerable de votantes independientes se hayan opuesto de forma tan virulenta a la iniciativa de dar a la cobertura sanitaria un carácter realmente universal en Estados Unidos.
Permítanme comenzar con las dudas comprensibles, para a continuación pasar a los elementos más emocionales de esa oposición. Sin duda es comprensible que quienes se preocupan del creciente déficit del Gobierno federal y de los estatales y municipales en todo Estados Unidos sigan recelando, a pesar de que la Oficina de Presupuestos del Congreso avala los argumentos de los partidarios de la reforma, en el sentido de que durante la próxima década los actuales déficits que generan los gastos médicos se reducirán enormemente gracias, precisamente, a la Ley para la Protección del Paciente y para una Asistencia Asequible. Hay demasiadas pruebas de laboratorio caras que no contribuyen necesariamente a un diagnóstico más preciso o a un tratamiento más eficaz, demasiadas recetas de los medicamentos más costosos carentes de pruebas fidedignas de que sean más eficaces que otros productos más antiguos o que cambios drásticos de forma de vida. Como la opinión pública apenas sabe de qué manera se toman las decisiones y como, en su conjunto, la calidad de la asistencia sanitaria en EE UU es más gravosa y cualitativamente menos eficaz que la de otras sociedades avanzadas, existen muchas dudas justificadas en lo tocante a que en unos pocos años los déficits experimenten una reducción considerable.
Con todo, la melodramática oposición registrada, que ha incluido numerosos insultos personales, en ocasiones actos de violencia y un cien por cien de votos negativos de los republicanos, tanto en el Congreso como en el Senado, no puede atribuirse al razonable recelo mencionado en el párrafo anterior, el relacionado con procedimientos y medicamentos. Lo más impresionante del unánime voto negativo republicano es que muchas disposiciones de la ley federal se basan en el sistema sanitario estatal de Massachusetts que, creado en tiempos del gobernador republicano Mitt Romney, recibió los votos de la mayoría de los legisladores republicanos de ese Estado.
En consecuencia, creo que las principales razones que explican la oposición a la ley del Partido Republicano y del Tea Party tienen mucho más que ver con miedos intensos, mayormente intuitivos y con frecuencia incoherentes sobre el futuro general de Estados Unidos.
Por mencionar uno de esoselementos evidentemente contradictorios, podríamos decir que todos los miembros del Congreso y del Senado, así como el propio presidente del país y numerosos directivos y funcionarios judiciales de Estados Unidos, disfrutan de una cobertura sanitaria total sufragada por el pueblo estadounidense y gestionada por el Gobierno federal. Dios nos libre de que autores progresistas como el abajo firmante califiquen ese excelente sistema de “medicina socializada”.
Entre los estadounidenses, la idea de que la iniciativa privada siempre produce mejores resultados cualitativos que la pública constituye una especie de reflejo automático.
Es bastante cierto en el caso de las compras voluntarias que, como la ropa, los coches, el mobiliario doméstico, la alimentación, el entretenimiento, los deportes o las actividades recreativas de toda índole, realizan personas de rentas moderadas o más que moderadas (mi recuerdo de las diferencias existentes entre los escaparates de Europa Occidental y Norteamérica, y los de los países de cuño soviético de Europa Oriental durante la segunda mitad del pasado siglo bastan para convencerme de que en ese tipo de cuestiones la iniciativa privada supera a la planificación gubernamental).
Sin embargo, los que consideran, entre otras cosas similares, que los gobiernos suponen más un problema que una solución, se olvidan completamente de la importancia de actividades estatales como el servicio postal, la educación, el transporte y los parques públicos, la normativa sobre salubridad en materia de distribución del agua o de entornos laborales privados y públicos, etcétera.
La verdadera diferencia entre conservadores y progresistas no radica en que unos prefieran intuitivamente que el control de la actividad económica sea privado y los otros público, sino en que los primeros prefieren una sociedad completamente competitiva y los segundos un ordenamiento que trate de proteger la satisfacción de las necesidades fundamentales de todas las personas, sean o no individuos de éxito.
Todas las preferencias intuitivas que afectan a esta oposición entre el control privado o el público de grandes áreas de la economía (más del 20% en el caso de la asistencia médica) están presentes en los debates sobre la reforma de la cobertura sanitaria.
Igual de importantes que las preferencias por la iniciativa y el control privados o públicos son ciertos miedos intuitivos que, en mi opinión, están claramente incrementándose, y por razones justificadas, en Estados Unidos.
Más o menos en el periodo comprendido entre 1914 y 1990 EE UU fue el país más exitoso que había sobre la faz de la tierra: por el incremento de oportunidades que proporcionaba a sus ciudadanos (autóctonos o inmigrantes) y por ser la nación más determinante, tanto para la derrota del imperialismo alemán durante la Primera Guerra Mundial como para la de los imperialismos nazi y japonés durante la Segunda. En las décadas de 1930 y 1940 el New Deal de Franklin Roosevelt garantizó derechos de organización laboral a los sindicatos, mientras que las medidas contra la segregación racial impulsadas por el presidente Truman en las fuerzas armadas dieron comienzo a la liberación de facto de los negros, en teoría iniciada con la victoria del Norte en la Guerra de Secesión (1861-1865).
El Plan Marshall de 1947 facilitó enormemente la recuperación institucional de Europa Occidental tras la devastación causada por la guerra reciente y la influencia estadounidense incrementó de forma considerable, aunque en menor medida que en el caso europeo, la prosperidad económica y el desarrollo de la democracia en los países de la cuenca del Pacífico. Dentro de Estados Unidos, hasta la década de 1970, se produjo un lento pero constante incremento en el nivel de vida y las oportunidades educativas de los estadounidenses con menos medios, y las leyes relativas a los derechos civiles de la década de 1960 reconocieron totalmente la igualdad de derechos de la población no blanca.
Sin embargo, en el periodo iniciado durante la década de 1970 muchos factores han reducido el progreso material y el optimismo de Estados Unidos. Se trata, en el ámbito exterior, de la derrota en la guerra de Vietnam, la consolidación de un régimen comunista viable en China, el miedo al cambio climático o la seguridad de que en el futuro faltarán recursos económicos para mantener a una población mundial que crece rápidamente, y, en el interior del país, de que las retribuciones anuales de la clase obrera y los trabajadores no manuales constituyen en la actualidad un porcentaje menguante, no creciente, del producto interior bruto. Más de dos décadas antes del 11 de septiembre de 2001, esos factores o ahora el vergonzoso desastre financiero de 2008-2010 han comenzado, aunque sea ligeramente, a socavar la fe estadounidense en un nivel de vida siempre en aumento.
En realidad, en los debates públicos suscitados por la ley de reforma sanitaria, poca información se ha proporcionado sobre su contenido y sus costes. Los medios y portavoces republicanos no han dejado de insistir machaconamente en su oposición a la “toma de la asistencia sanitaria por parte del Gobierno”, a la “pérdida de libertad” y a una vulneración de los derechos individuales y estatales que es preciso impedir. El recientemente constituido Tea Party, compuesto casi totalmente por ciudadanos blancos conservadores, proclama a gritos que debemos “recuperar nuestro país”. ¿Pero quién nos lo ha quitado?
Si nos fijamos en los partidarios de la “sanidad de Obama” que más graves insultos han recibido, comprobaremos que se trata de blancos progresistas, negros, hispanos, políticos y profesionales abiertamente homosexuales que en las últimas décadas se han convertido en importantes movilizadores de la sociedad estadounidense. En un futuro próximo, cualquier iniciativa que pretenda favorecer la justicia sin tener en cuenta consideraciones raciales chocará con una oposición como la que acaba de sufrir, y probablemente siga sufriendo, la Ley para la Protección del Paciente y para una Asistencia Asequible.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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