Por Jesús A. Núñez Villaverde, codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (EL PAÍS, 19/04/10):
Por ser el primer tratado de reducción de armamento entre Washington y Moscú desde 1991, y referirse además al arma nuclear, parece obligado considerar su firma como histórica. Lo que acaban de acordar en Praga los presidentes Obama y Medvédev -limitando sus respectivos arsenales a un máximo de 1.550 cabezas y a no más de 800 vectores de lanzamiento en un plazo de siete años- es, sin duda, un paso positivo en el largo proceso que idealmente debe conducir a la completa desnuclearización del planeta. Pero conviene no dejarse llevar por ese primer impulso, cuando son todavía numerosas las incertidumbres que rodean su aplicación y cuando quedan aún por resolver muchas otras incógnitas de la ecuación nuclear.
Ambos países -que acumulan más del 95% de toda la capacidad nuclear mundial- han llegado a este punto desde caminos distintos y cuando no existe entre ellos ninguna luna de miel. Por contra, son muchos más los elementos de divergencia entre ellos. Rusia vuelve por sus fueros, tratando de liberarse de lo que percibe como un largo asedio liderado por Washington y de ser reconocido como un actor relevante, como mínimo en lo que considera su espacio natural de influencia (valgan Georgia y Ucrania como ejemplos). Estados Unidos, por su parte, sigue mirando con recelo e indisimulado desprecio a una Rusia que sólo ve como fuente de problemas y como un segundón reacio a colaborar plenamente con Washington (véase Irán o Afganistán). Fruto de esa percepción, Washington no tuvo reparos en denunciar en 2001 el tratado ABM (misiles antibalísticos) e iniciar el despliegue de su escudo de defensa antimisiles, mientras empujaba a la OTAN hasta la frontera rusa. Mientras tanto, Moscú se ha empeñado en estos últimos cinco años en una carrera armamentística, con la puesta en servicio de nuevos sistemas de armas en todos los ámbitos (como el misil intercontinental SS-NX-30 [Bulava], de dotación en los flamantes submarinos Borei).
Si ambos han llegado a Praga no es porque hayan abandonado ese comportamiento, sino básicamente por tres motivos. Rechazar la firma no sólo hubiera generado una profunda y generalizada inquietud -dado que desde el 5 de diciembre pasado no existía ninguna base de acuerdo efectivo en materia nuclear, una vez extinguido el tratado de reducción de armas estratégicas (START 1)- sino que, automáticamente, hubiera retratado al díscolo como un proliferador. Además, los dos necesitan aminorar momentáneamente su creciente desencuentro, aunque solo sea para rearmarse éticamente contra otros visibles proliferadores (Corea del Norte e Irán) y contra el terrorismo nuclear (como se ha visto en la Conferencia de Seguridad Nuclear [CSN] que acaba de reunir a 47 países en Washington). Por último, en mitad de una seria crisis económica como la actual, el gasto en mantenimiento y modernización de los arsenales ya acumulados -estimado en unos 70.000 millones de euros anuales para los nueve países nucleares- resulta una carga difícilmente soportable, sobre todo cuando desde la perspectiva militar no es necesario un arsenal de esas dimensiones para garantizar la capacidad de disuasión que les da razón de ser.
A partir de ahí, un somero repaso al nuevo START confirma la impresión de que conviene no lanzar todavía las campanas al vuelo. La duda principal deriva de la considerable dificultad para lograr su ratificación.
La Duma rusa ha dejado saber que no lo hará si el tratado impone medidas de verificación que considere demasiado intrusivas y si no establece un claro vínculo con el escudo estadounidense (percibido por Rusia como una amenaza). No existe tal vínculo y aunque Obama renunció al despliegue en territorio polaco y checo, inmediatamente lo ha compensado con la propuesta de hacerlo en Bulgaria y Rumania (sin que sea previsible que el guiño a Moscú para que colabore en el desarrollo de un sistema conjunto vaya a apaciguar los ánimos).
El Senado estadounidense presiona en dos direcciones, sosteniendo que no lo ratificará si se aceptan las condiciones de la Duma y, sobre todo, si no se aprueba un notable incremento presupuestario en modernización del arsenal nuclear remanente. Sensible a la posición de los 41 senadores que así se han manifestado y sabiendo que necesita el voto de, al menos, 67 (del total de 100), Obama ha prometido ya 8.500 millones de euros para 2011 en esta materia. Aun así, será altamente improbable lograr la ratificación antes de que el país entre en campaña para las elecciones del próximo noviembre y, por tanto, todo queda al albur de los resultados de dichos comicios (con el riesgo de que se repita lo ocurrido con el START 2, firmado en 1993 pero nunca ratificado).
A esa incertidumbre se añade el problema que plantea la conversión de los arsenales (cabezas) y vectores nucleares eliminados (misiles, submarinos y bombarderos) en sistemas convencionales, teniendo en cuenta que Rusia se encuentra ya prácticamente por debajo del umbral máximo acordado, mientras que EE UU tendrá que destruir varios centenares. Queda por concretar, asimismo, el mecanismo para financiar la retirada y destrucción de los ingenios fijados en el tratado, considerando que Moscú espera, como hasta ahora, ayuda económica para llevarlo a cabo. En paralelo, cabe imaginar que la reducción del arsenal nuclear irá acompañada de una renovada apuesta por sistemas convencionales que, al menos, mantengan la paridad global entre ambos y eleven el umbral nuclear para hacer más improbable su uso.
Con la vista puesta en la llamada “opción cero” -un mundo desnuclearizado-, que sus propios promotores sitúan después de 2030, este tratado será, si finalmente entra en vigor, un paso en la dirección adecuada. Pero para acelerar ese proceso habrá que ir mucho más allá de lo que hasta ahora ha dejado ver un Obama sobradamente consciente de los límites políticos en su propia casa (que pueden empantanar su agenda interior y exterior si los republicanos cantan victoria en noviembre) y, más aún, de que el desarme nuclear no puede ser unilateral. Con su nueva Postura Nuclear (6 de abril), EE UU parece elevar el listón para decidir su uso -renunciando a hacerlo incluso ante un ataque con armas químicas o biológicas por parte de países firmantes del Tratado de No Proliferación (TNP)-, pero eso no afecta a los que poseen armas nucleares (Irán y Corea del Norte incluidos). Publicitada como una nueva visión, en realidad esta Postura mantiene todas las constantes de sus antecesoras.
En ese mismo tono hay que entender la CSN contra el terrorismo nuclear: El comunicado final apenas es un texto voluntarista y no vinculante y si la reunión ha resultado interesante es, más bien, por el esfuerzo bilateral de Obama con China, Brasil y Turquía (miembros del Consejo de Seguridad de la ONU), buscando su apoyo a una cuarta ronda de sanciones contra Irán.
Queda también por ver si la inminente Conferencia de Revisión del TNP concede a la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA) poderes suplementarios para mejorar su nivel de vigilancia ante una proliferación que todos dicen temer. Pero la tarea pendiente no se acaba ahí. Recordemos que las armas nucleares tácticas se cuentan todavía por millares, sin que exista hoy ningún proceso en marcha para su eliminación (de ellas hay varios centenares de propiedad estadounidense en suelo europeo). Y no olvidemos tampoco que Francia, Gran Bretaña y China siguen mirando desde lejos esta dinámica de reducción, mientras Israel, Pakistán e India simplemente viven al margen del TNP.
Obama, caracterizado por un realismo innegable, quiere ser coherente con su sueño de desnuclearización sin dinamitar las bases de un juego estratégico que viene desarrollándose desde hace décadas. A Rusia le basta hoy con sentirse tratada como un igual, sabiendo que su colaboración es necesaria para desactivar buena parte de las amenazas que percibe EE UU. La partida está lejos de su conclusión.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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