Por Antonio Franco, periodista (EL PERIÓDICO, 17/04/10):
Los políticos del Vaticano se equivocan de medio a medio cuando atribuyen a una campaña desestabilizadora externa la oleada de críticas a su comportamiento en los abusos a menores cometidos por sacerdotes delincuentes. Esta táctica defensiva está demasiado gastada; ha sido utilizada por muchos acusados manifiestamente culpables, y resulta intrascendente cuando lo que llueve sobre sus cabezas son tantos, tan precisos y tan variados datos objetivos sobre lo sucedido.
Aunque se pueda aceptar como probable que haya gente trabajando de forma sistemática en contra suyo, ese no es el problema de fondo de esta crisis. Porque si sumamos el efecto máximo que podrían conseguir todas las hipotéticas campañas organizadas adversas, su resultado siempre sería sensiblemente inferior a la magnitud, casi universal, de la decepción y el enfado que experimenta el conjunto de personas de buena voluntad que hay en todo el mundo ante lo que ha hecho la jerarquía eclesiástica católica.
Tampoco hay que considerar sospechoso el goteo continuo de noticias culpabilizadoras. Eso responde a la propia naturaleza de las agresiones sexuales a menores. En ellas es muy difícil la denuncia puntual y aislada de las víctimas, y la posibilidad de hacerlas se multiplica cuando otros dan previamente el paso.
Tanto el poder fáctico –que puede ser intimidatorio– que tienen los sacerdotes respecto de sus fieles (entre ellos, las víctimas y sus familias), como el poder político explícito de los obispos y de Roma, han evitado que la opinión pública conociese lo sucedido cuando se producía cada caso, de modo que se carecía de una visión con perspectiva de todo lo que sucedía globalmente y se ocultaba. Resulta deshonesto efectuar primero una tarea sistemática de ocultamiento, para quejarse luego, al destaparse la botella, de lo sospechoso que resulta que aparezcan de golpe tantos casos.
Las pruebas son tozudas y se refieren a dos cuestiones distintas. La primera, que, junto a una mayoría de religiosos con buena conducta, una minoría ha cometido de forma regular y persistente delitos personales de agresión sexual a menores que estaban bajo su custodia. Es un tema de delincuentes concretos.
La segunda cuestión es que la jerarquía eclesiástica, desde las esferas locales hasta el Vaticano, ha desplegado una política sistemática de ocultamiento y obstrucción a la justicia de estos hechos. Ha intimidado o sobornado a las víctimas para que no trascendiesen los hechos, y ha creado un muro de secreto y disimulo que en la práctica ha favorecido la reincidencia de los delincuentes, exponiendo a situaciones de peligro a muchísimos otros menores, una parte de los cuales acabaron convirtiéndose en nuevas víctimas. Sabemos que ha sucedido miles de veces, y tenemos derecho a temer que haya sido en miles de sitios.
Este segundo aspecto tiene vertientes individuales, de encubrimiento criminal por parte de personas de la jerarquía eclesiástica, y un cariz institucional, pues existen directrices para hacerlo emanadas desde el Vaticano.
La fina sensibilidad intelectual de Joseph Ratzinger debe advertirle ya del alcance real del problema. Acaba de romper su silencio sobre el tema y ha quebrado la estrategia de sus acólitos, que atacan frontalmente a quienes critican el encubrimiento y argumentan que era por «el bien de la Iglesia». Con una frase un tanto críptica, la de que ahora «es necesario hacer penitencia y reconocer las equivocaciones de nuestra vida», Ratzinger entona sin duda una especie de mea culpa.
Eso sería válido y suficiente si nos encontrásemos ante un pecado de alcance particular, como, por ejemplo, unos malos pensamientos. Por el contrario, lo que tenemos son delitos, violaciones, agresiones a menores, y en eso, además de contar uno mismo y Dios, también tienen derecho y obligación de intervenir los tribunales civiles de justicia.
No hay más remedio que pensar que, con sus antecedentes personales en esta materia como prefecto del antiguo Santo Oficio, Ratzinger tiene una implicación tan directa en los encubrimientos que se equivocó al aceptar la elección como Papa. Era en ese momento cuando tenía que haber tenido la lucidez de saber que le correspondía hacer la penitencia y reconocer las equivocaciones, porque su ascenso podía comprometer en el futuro –como sucede ahora– la llamada silla de San Pedro. Aquel era el momento, aquel fue el error.
Visto desde una óptica creyente, es posible que el Espíritu Santo le pusiese a prueba y él se equivocó aceptando. Ahora la situación y el descrédito son irreversibles, aunque queda la opción de la retirada vía dimisión. De lo contrario, vivirá de ahora en adelante con el riesgo del escándalo de que algún tribunal le declare justamente culpable por complicidad. O de que en alguno de sus viajes pase por un país donde un juez le cree una situación tan embarazosa como la que protagonizó Pinochet en Londres.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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