Por Norman Birnbaum, catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © 2008 The Nation (EL PAÍS, 26/08/08):
La crisis provocada por la imprudencia de Georgia quizá podría haberse evitado. Los gobiernos de Estados Unidos y Rusia podrían haberse comprometido a contener el problema, en un mundo en el que hay otros muchos mayores. Sin embargo, en la era del espectáculo mundial instantáneo, Bush y Putin han preferido ocupar el primer plano. El acuerdo al que llegaron cuando se vieron en Pekín, fuera el que fuera, pudo menos que las fuerzas que les empujaban al enfrentamiento.
Cuando la Alemania comunista, en 1961, convirtió su frontera en un muro, Kennedy mantuvo la serenidad. Ahora, dijo, Jruschov no intentará apoderarse de Berlín Oeste, y el bloque soviético tendrá que pagar el coste moral de tener aprisionados a sus ciudadanos.
Bush, a pesar de sus opiniones sobre las transgresiones de China en materia de derechos humanos, es incapaz de tener ese tipo de reacción. La geopolítica del alineamiento militar, la necesidad de asegurarse el petróleo de Asia central y las locuras de nuestros ideólogos imperiales hacen que la paciencia (que no es una virtud muy estadounidense) sea imposible. Tanto Bush como Clinton rompieron las promesas que había hecho Bush padre a Rusia. La OTAN ha seguido ampliándose hacia el Este y Estados Unidos se ha introducido a gran escala en Asia central.
Esa situación, permitida por la complicidad de Europa occidental, es la que Rusia está intentando transformar ahora. El país, enriquecido gracias a sus ventas de gas, petróleo y minerales, y revitalizado por el renacimiento del nacionalismo, tiene una visión ecuménica de su pasado y se apoya en el zarismo y el bolchevismo dentro y fuera de sus fronteras.
Saakashvili, el presidente de Georgia, estudió y trabajó en Estados Unidos y su Gobierno ha utilizado los servicios del asesor de política exterior del senador McCain. Pese a ello, al exagerar de forma absurda la capacidad de Georgia y la disposición de Estados Unidos a tener una guerra inmediata, Saakashvili ha hecho a los rusos un favor de valor incalculable.
Si la retórica fuera una fuerza política, una Rusia humillada estaría hoy pidiendo su ingreso en la OTAN. En cambio, los dirigentes rusos se enfrentan a una OTAN más dividida que nunca. Los dos grandes partidos alemanes han reafirmado su compromiso de mantener el diálogo político con Rusia, por difícil que sea.
Como consecuencia, en vez de felicitarse por la alianza militar de Polonia con Estados Unidos, el inteligente ministro polaco de Asuntos Exteriores ha destacado, con pesar, el hecho de que Polonia siempre acaba quedándose sola. El ansia de Sarkozy por ejercer de mediador quizá le ha hecho descuidarse sobre las condiciones del alto el fuego, y ha permitido que Rusia estableciera una “zona de seguridad” que, en la práctica, convierte a Georgia en una réplica en el Cáucaso de lo que es Cuba para los estadounidenses: una fuente de irritación, no una amenaza mortal.
Las declaraciones del ministro británico de Exteriores en Tbilisi no impresionaron a nadie. Es imposible pensar que los Estados bálticos y Polonia, por sí solos, puedan inducir a Europa occidental a desenterrar a Napoleón en los Inválidos, y mucho menos a Hitler en Potsdamer Platz.
La expansión de la OTAN hacia el Este ha sido enormemente beneficiosa a corto plazo para Estados Unidos, al intensificar las divisiones entre Europa occidental y oriental, y anular el posible fortalecimiento de la autonomía europea que habría podido derivarse de la expansión en el mismo sentido de la UE. También ha eliminado, por ahora, la posibilidad de que Rusia entre a formar parte de un orden europeo. Sólo quienes niegan la evidencia y siguen creyendo en la hegemonía estadounidense en el mundo pueden pensar que las posibilidades de caos y conflicto asociadas a la crisis pueden beneficiar a la larga a Estados Unidos o a cualquier otro país.
Mientras tanto, en Estados Unidos, una gran parte de la clase política se ha inspirado en los Juegos Olímpicos y ha llevado a cabo unos ejercicios de hipocresía merecedores de medallas de oro, al denunciar a Rusia por tratar de modificar el gobierno de otro país.
Los medios de comunicación han proporcionado toda una serie de débiles simplificaciones y claras desinformaciones. Hasta hace dos semanas, la mayoría de los ciudadanos estadounidenses no era capaz de situar Georgia en un mapa, y muchos siguen sin poder hacerlo hoy. Todavía está por ver qué efectos tendrá la crisis en la elección presidencial. El senador McCain, con su declaración de que “ahora todos somos georgianos”, manifestó una belicosidad que, al principio, hizo que el presidente pareciera razonable. Después, tanto él como la secretaria de Estado Rice han alcanzado la misma estridencia que su candidato.
Desde luego, Putin no les tiene miedo, pero los demócratas sí se han aterrado de tal forma que han caído en una imitación obsequiosa. Los asesores de política exterior de Obama le han convencido de que no hay alternativas a la estrategia adoptada por la Casa Blanca. O bien le han convencido de que sería políticamente perjudicial dar la impresión de estar pensando en alguna solución que no sea la capitulación rusa. Un gobierno de Obama, nos dicen, intentaría meter a Georgia y Ucrania en la OTAN. El senador Biden, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado y candidato de Obama a la vicepresidencia, ha ido a Tbilisi, no a investigar qué miembro del Gobierno estadounidense empujó a Saakashvili a provocar a los rusos, sino a mostrar su solidaridad con él.
Hay algunas voces que aconsejan reflexión y contención (entre ellas, la del ex director de la CIA John McLaughlin), pero el senador Obama, tras unos pasos muy tentativos en ese sentido, ha cambiado de dirección. Su lema (”Un cambio en el que podemos creer”), en este caso, significa ningún cambio en absoluto.
No estamos en 1914, sino en agosto de 2008. Pero tampoco estamos en octubre de 1962, cuando Kennedy y Jruschov se unieron para impedir que sus asesores y generales pusieran en marcha una catástrofe.
Quizá Bush y Putin habrían escuchado a una Europa independiente y dispuesta a unir a ambos países para evitar traspasar el umbral de la confrontación. Los europeos que creen que ése va a ser su futuro pueden contar con que van a tener que superar pruebas muy duras. Si McCain es presidente, tal vez militarice nuestra política exterior casi por completo.
Si es Obama el que entra en la Casa Blanca, quizá tenga que afrontar una presión implacable para llevar adelante el proyecto imperialista. La crisis en Georgia demuestra que existe una relación política inextricable entre Estados Unidos y Europa. Será todavía más notable a partir del 20 de enero de 2009.
La crisis provocada por la imprudencia de Georgia quizá podría haberse evitado. Los gobiernos de Estados Unidos y Rusia podrían haberse comprometido a contener el problema, en un mundo en el que hay otros muchos mayores. Sin embargo, en la era del espectáculo mundial instantáneo, Bush y Putin han preferido ocupar el primer plano. El acuerdo al que llegaron cuando se vieron en Pekín, fuera el que fuera, pudo menos que las fuerzas que les empujaban al enfrentamiento.
Cuando la Alemania comunista, en 1961, convirtió su frontera en un muro, Kennedy mantuvo la serenidad. Ahora, dijo, Jruschov no intentará apoderarse de Berlín Oeste, y el bloque soviético tendrá que pagar el coste moral de tener aprisionados a sus ciudadanos.
Bush, a pesar de sus opiniones sobre las transgresiones de China en materia de derechos humanos, es incapaz de tener ese tipo de reacción. La geopolítica del alineamiento militar, la necesidad de asegurarse el petróleo de Asia central y las locuras de nuestros ideólogos imperiales hacen que la paciencia (que no es una virtud muy estadounidense) sea imposible. Tanto Bush como Clinton rompieron las promesas que había hecho Bush padre a Rusia. La OTAN ha seguido ampliándose hacia el Este y Estados Unidos se ha introducido a gran escala en Asia central.
Esa situación, permitida por la complicidad de Europa occidental, es la que Rusia está intentando transformar ahora. El país, enriquecido gracias a sus ventas de gas, petróleo y minerales, y revitalizado por el renacimiento del nacionalismo, tiene una visión ecuménica de su pasado y se apoya en el zarismo y el bolchevismo dentro y fuera de sus fronteras.
Saakashvili, el presidente de Georgia, estudió y trabajó en Estados Unidos y su Gobierno ha utilizado los servicios del asesor de política exterior del senador McCain. Pese a ello, al exagerar de forma absurda la capacidad de Georgia y la disposición de Estados Unidos a tener una guerra inmediata, Saakashvili ha hecho a los rusos un favor de valor incalculable.
Si la retórica fuera una fuerza política, una Rusia humillada estaría hoy pidiendo su ingreso en la OTAN. En cambio, los dirigentes rusos se enfrentan a una OTAN más dividida que nunca. Los dos grandes partidos alemanes han reafirmado su compromiso de mantener el diálogo político con Rusia, por difícil que sea.
Como consecuencia, en vez de felicitarse por la alianza militar de Polonia con Estados Unidos, el inteligente ministro polaco de Asuntos Exteriores ha destacado, con pesar, el hecho de que Polonia siempre acaba quedándose sola. El ansia de Sarkozy por ejercer de mediador quizá le ha hecho descuidarse sobre las condiciones del alto el fuego, y ha permitido que Rusia estableciera una “zona de seguridad” que, en la práctica, convierte a Georgia en una réplica en el Cáucaso de lo que es Cuba para los estadounidenses: una fuente de irritación, no una amenaza mortal.
Las declaraciones del ministro británico de Exteriores en Tbilisi no impresionaron a nadie. Es imposible pensar que los Estados bálticos y Polonia, por sí solos, puedan inducir a Europa occidental a desenterrar a Napoleón en los Inválidos, y mucho menos a Hitler en Potsdamer Platz.
La expansión de la OTAN hacia el Este ha sido enormemente beneficiosa a corto plazo para Estados Unidos, al intensificar las divisiones entre Europa occidental y oriental, y anular el posible fortalecimiento de la autonomía europea que habría podido derivarse de la expansión en el mismo sentido de la UE. También ha eliminado, por ahora, la posibilidad de que Rusia entre a formar parte de un orden europeo. Sólo quienes niegan la evidencia y siguen creyendo en la hegemonía estadounidense en el mundo pueden pensar que las posibilidades de caos y conflicto asociadas a la crisis pueden beneficiar a la larga a Estados Unidos o a cualquier otro país.
Mientras tanto, en Estados Unidos, una gran parte de la clase política se ha inspirado en los Juegos Olímpicos y ha llevado a cabo unos ejercicios de hipocresía merecedores de medallas de oro, al denunciar a Rusia por tratar de modificar el gobierno de otro país.
Los medios de comunicación han proporcionado toda una serie de débiles simplificaciones y claras desinformaciones. Hasta hace dos semanas, la mayoría de los ciudadanos estadounidenses no era capaz de situar Georgia en un mapa, y muchos siguen sin poder hacerlo hoy. Todavía está por ver qué efectos tendrá la crisis en la elección presidencial. El senador McCain, con su declaración de que “ahora todos somos georgianos”, manifestó una belicosidad que, al principio, hizo que el presidente pareciera razonable. Después, tanto él como la secretaria de Estado Rice han alcanzado la misma estridencia que su candidato.
Desde luego, Putin no les tiene miedo, pero los demócratas sí se han aterrado de tal forma que han caído en una imitación obsequiosa. Los asesores de política exterior de Obama le han convencido de que no hay alternativas a la estrategia adoptada por la Casa Blanca. O bien le han convencido de que sería políticamente perjudicial dar la impresión de estar pensando en alguna solución que no sea la capitulación rusa. Un gobierno de Obama, nos dicen, intentaría meter a Georgia y Ucrania en la OTAN. El senador Biden, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado y candidato de Obama a la vicepresidencia, ha ido a Tbilisi, no a investigar qué miembro del Gobierno estadounidense empujó a Saakashvili a provocar a los rusos, sino a mostrar su solidaridad con él.
Hay algunas voces que aconsejan reflexión y contención (entre ellas, la del ex director de la CIA John McLaughlin), pero el senador Obama, tras unos pasos muy tentativos en ese sentido, ha cambiado de dirección. Su lema (”Un cambio en el que podemos creer”), en este caso, significa ningún cambio en absoluto.
No estamos en 1914, sino en agosto de 2008. Pero tampoco estamos en octubre de 1962, cuando Kennedy y Jruschov se unieron para impedir que sus asesores y generales pusieran en marcha una catástrofe.
Quizá Bush y Putin habrían escuchado a una Europa independiente y dispuesta a unir a ambos países para evitar traspasar el umbral de la confrontación. Los europeos que creen que ése va a ser su futuro pueden contar con que van a tener que superar pruebas muy duras. Si McCain es presidente, tal vez militarice nuestra política exterior casi por completo.
Si es Obama el que entra en la Casa Blanca, quizá tenga que afrontar una presión implacable para llevar adelante el proyecto imperialista. La crisis en Georgia demuestra que existe una relación política inextricable entre Estados Unidos y Europa. Será todavía más notable a partir del 20 de enero de 2009.
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