Por Ignacio Sánchez-Cuenca, profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid (EL PAÍS, 26/08/08):
Según una de las creencias más arraigadas en nuestras sociedades, el terrorismo es fruto de la pobreza y la opresión. Quienes han estudiado estos asuntos saben, sin embargo, que no es así, pues hay multitud de grupos terroristas que han surgido en democracias desarrolladas. De hecho, para algunos autores, la democracia es un tipo de régimen político que da ciertas facilidades para la formación de grupos violentos clandestinos. En efecto, quienes piensan en la posibilidad de coger las armas son muy conscientes de la ventaja que para ellos supone el hecho de que en una democracia haya libertades y el Estado esté sometido a fuertes limitaciones a la hora de ejercer la represión.
En cuanto a la pobreza, las cosas son más complejas de lo que parecen a primera vista. Sabemos que, en general, hay mayor violencia en países pobres que en países ricos. Así ocurre especialmente con las guerras civiles y las guerrillas. En los países pobres, el Estado es débil y tiene pocos recursos para imponer el orden. En consecuencia, los rebeldes o insurgentes pueden organizarse y lograr sin demasiadas dificultades liberar territorio del control del Estado, normalmente en la jungla o en las montañas, donde permanecen a veces por largo tiempo.
En los países desarrollados, en cambio, el Estado cuenta con más medios para frenar a los potenciales rebeldes. De ahí que tienda a haber menos violencia y que, cuando ésta surge, sus autores no tengan posibilidad de robarle territorio al Estado. En esas condiciones, su única opción es formar una organización secreta o clandestina, es decir, una organización terrorista. Parece bastante atinado, en este sentido, el dicho de que el terrorismo es la guerrilla de los países ricos.
Pensemos en los maoístas de los años setenta del pasado siglo. En un país desarrollado como España, se constituyeron en los GRAPO, una organización terrorista pequeña que a lo largo de sus más de 25 años de actividad mató a más de 80 personas. Una tragedia, sin duda, pero incomparable con la de un país menos desarrollado como Perú: allí, los maoístas de Sendero Luminoso consiguieron imponerse en zonas rurales y montañosas, formando una especie de Estado paralelo que desencadenó una terrible guerra civil en la que perdieron la vida más de 70.000 peruanos.
Parece, por tanto, que la riqueza de los países produce menos violencia, aunque la violencia que llega a darse en los países ricos adopta la forma de terrorismo. No habría contradicción entonces entre afirmar que la pobreza genera violencia y que el terrorismo no es consecuencia de la miseria.
En cualquier caso, estas grandes “causas”, como la pobreza o la opresión, no consiguen explicar por qué en unos países ricos surge el terrorismo y en otros no, o por qué unas democracias lo sufren y otras no. Ni tampoco arrojan mucha luz sobre los factores políticos que hacen que algunas personas consideren aceptable empuñar las armas y matar personas.
Es fácil darse cuenta, sin embargo, de que hay una característica recurrente, casi universal, en el terrorismo. Éste surge como consecuencia de un fracaso previo. La violencia terrorista es la respuesta al fracaso de otras estrategias. Hay, pues, un elemento de frustración o de desesperación que es prácticamente consustancial al desafío del terrorismo.
Los inventores del terrorismo moderno, los anarquistas de finales del siglo XIX, eligieron la vía de la “propaganda por el hecho” tras comprobar que las masas no tenían la conciencia revolucionaria que ellos esperaban encontrar. Trataron de organizar insurrecciones en España y en Italia, pero sin éxito alguno. Su sensación de aislamiento con respecto a la clase trabajadora, entonces el sujeto revolucionario, les llevó a adoptar la estrategia terrorista. La soledad y el delirio de los anarquistas quedaron muy bien reflejados en El agente secreto, la novela de Joseph Conrad.
Algo similar ocurrió con los nihilistas rusos de la época. Se trataba de pequeños grupos compuestos por la inteligencia local de las ciudades, que organizaron peregrinajes al campo para implicar a los campesinos en su proyecto de revolución. Sus consignas, no obstante, apenas tuvieron eco. Después de comprobar que el campesinado no estaba por la labor, decidieron actuar por su cuenta, iniciando una campaña terrorista que culminó con el asesinato del zar Alejandro II en 1881.
La oleada de terrorismo revolucionario de izquierdas durante la década de 1970 puede en parte entenderse como la respuesta de los más radicales ante el debilitamiento del gran ciclo de protesta colectiva en torno a mayo de 1968. Cuando se hizo patente que las movilizaciones decaían, los radicales no renunciaron a las aspiraciones de un cambio profundo en las formas de vida y de producción, sino que intentaron realizar esas aspiraciones mediante tiros y bombas. Quisieron compensar con las armas la falta de apoyo social a sus tesis.
Podría parecer, por las ilustraciones anteriores, que esta frustración a la que me estoy refiriendo sólo se da en grupos izquierdistas que quieren llevar a cabo una revolución social. Pero es fácil detectarla también en muchas otras organizaciones terroristas. Incluso en el caso de Al Qaeda, un grupo cuyas características no encajan bien en las categorías existentes, cabe encontrar el mismo patrón. En efecto, Al Qaeda nace como consecuencia del fracaso a la hora de establecer regímenes islamistas. Como ha explicado Stephen Holmes, su éxito se debe a la capacidad que ha tenido para formar una coalición de insurgencias islamistas nacionales que no consiguieron, salvo en Sudán y Afganistán, imponer un orden político teocrático.
De hecho, la experiencia de Al Qaeda no es, en el fondo, tan diferente de la de otros grupos revolucionarios, ya que lo que esta organización pretende en última instancia es la movilización masiva de los musulmanes partidarios del califato, un proyecto no tan alejado del comunista en cuanto a ambición y utopismo. Es la falta de respuesta de la gran mayoría de los musulmanes lo que les lleva a la práctica de un terrorismo especialmente brutal.
El caso de ETA no es muy distinto de los anteriores. En los años sesenta, ETA consideró que en el País Vasco se daban las condiciones para reproducir la lucha popular de liberación nacional de los nuevos Estados que se libraban del yugo colonial. Pronto descubrió, para su pesar, que los vascos no iban a embarcarse en esa aventura liberadora. La llegada de la democracia fue la última oportunidad. Al menos hasta la primavera de 1977, había cierta unidad entre todas las fuerzas nacionalistas y era concebible, por tanto, que las movilizaciones sociales produjeran la ruptura con el franquismo y con España. Por eso hubo pocos atentados mortales entre la muerte de Franco y 1978.
La verdadera ofensiva terrorista se inició a finales de 1977, tras la ruptura del nacionalismo en dos bloques, el encabezado por el PNV y el encabezado por la izquierda abertzale, y cuando cesaron las movilizaciones masivas que se habían producido en el País Vasco en petición de la liberación de los presos debido a la aprobación en el Parlamento de la Ley de Amnistía del Gobierno de Adolfo Suárez en octubre de ese año. ETA sabía que su base social no era suficiente, ni estaba suficientemente movilizada, para lograr los objetivos perseguidos, y por eso decidió embarcarse en una estrategia de guerra de desgaste durísima contra el Estado.
En suma, los terroristas recurren a la violencia porque han comprobado antes que sus reivindicaciones no encuentra el apoyo popular que ellos esperaban. La violencia terrorista, de este modo, es casi siempre el reconocimiento tácito de un fracaso anterior. Partiendo de un fracaso, siendo una salida desesperada, se explica fácilmente que en tantos casos la estrategia terrorista no sirva para conseguir los objetivos que los terroristas persiguen. Los grupos terroristas rara vez tienen éxito en su desafío al Estado porque su violencia suele ser una señal inequívoca de su debilidad, es decir, de su aislamiento con respecto a la sociedad en cuyo nombre mata.
Esta frustración original también debe tener algo que ver con el odio, el resentimiento y el fanatismo que son perceptibles entre quienes practican el terrorismo.
Según una de las creencias más arraigadas en nuestras sociedades, el terrorismo es fruto de la pobreza y la opresión. Quienes han estudiado estos asuntos saben, sin embargo, que no es así, pues hay multitud de grupos terroristas que han surgido en democracias desarrolladas. De hecho, para algunos autores, la democracia es un tipo de régimen político que da ciertas facilidades para la formación de grupos violentos clandestinos. En efecto, quienes piensan en la posibilidad de coger las armas son muy conscientes de la ventaja que para ellos supone el hecho de que en una democracia haya libertades y el Estado esté sometido a fuertes limitaciones a la hora de ejercer la represión.
En cuanto a la pobreza, las cosas son más complejas de lo que parecen a primera vista. Sabemos que, en general, hay mayor violencia en países pobres que en países ricos. Así ocurre especialmente con las guerras civiles y las guerrillas. En los países pobres, el Estado es débil y tiene pocos recursos para imponer el orden. En consecuencia, los rebeldes o insurgentes pueden organizarse y lograr sin demasiadas dificultades liberar territorio del control del Estado, normalmente en la jungla o en las montañas, donde permanecen a veces por largo tiempo.
En los países desarrollados, en cambio, el Estado cuenta con más medios para frenar a los potenciales rebeldes. De ahí que tienda a haber menos violencia y que, cuando ésta surge, sus autores no tengan posibilidad de robarle territorio al Estado. En esas condiciones, su única opción es formar una organización secreta o clandestina, es decir, una organización terrorista. Parece bastante atinado, en este sentido, el dicho de que el terrorismo es la guerrilla de los países ricos.
Pensemos en los maoístas de los años setenta del pasado siglo. En un país desarrollado como España, se constituyeron en los GRAPO, una organización terrorista pequeña que a lo largo de sus más de 25 años de actividad mató a más de 80 personas. Una tragedia, sin duda, pero incomparable con la de un país menos desarrollado como Perú: allí, los maoístas de Sendero Luminoso consiguieron imponerse en zonas rurales y montañosas, formando una especie de Estado paralelo que desencadenó una terrible guerra civil en la que perdieron la vida más de 70.000 peruanos.
Parece, por tanto, que la riqueza de los países produce menos violencia, aunque la violencia que llega a darse en los países ricos adopta la forma de terrorismo. No habría contradicción entonces entre afirmar que la pobreza genera violencia y que el terrorismo no es consecuencia de la miseria.
En cualquier caso, estas grandes “causas”, como la pobreza o la opresión, no consiguen explicar por qué en unos países ricos surge el terrorismo y en otros no, o por qué unas democracias lo sufren y otras no. Ni tampoco arrojan mucha luz sobre los factores políticos que hacen que algunas personas consideren aceptable empuñar las armas y matar personas.
Es fácil darse cuenta, sin embargo, de que hay una característica recurrente, casi universal, en el terrorismo. Éste surge como consecuencia de un fracaso previo. La violencia terrorista es la respuesta al fracaso de otras estrategias. Hay, pues, un elemento de frustración o de desesperación que es prácticamente consustancial al desafío del terrorismo.
Los inventores del terrorismo moderno, los anarquistas de finales del siglo XIX, eligieron la vía de la “propaganda por el hecho” tras comprobar que las masas no tenían la conciencia revolucionaria que ellos esperaban encontrar. Trataron de organizar insurrecciones en España y en Italia, pero sin éxito alguno. Su sensación de aislamiento con respecto a la clase trabajadora, entonces el sujeto revolucionario, les llevó a adoptar la estrategia terrorista. La soledad y el delirio de los anarquistas quedaron muy bien reflejados en El agente secreto, la novela de Joseph Conrad.
Algo similar ocurrió con los nihilistas rusos de la época. Se trataba de pequeños grupos compuestos por la inteligencia local de las ciudades, que organizaron peregrinajes al campo para implicar a los campesinos en su proyecto de revolución. Sus consignas, no obstante, apenas tuvieron eco. Después de comprobar que el campesinado no estaba por la labor, decidieron actuar por su cuenta, iniciando una campaña terrorista que culminó con el asesinato del zar Alejandro II en 1881.
La oleada de terrorismo revolucionario de izquierdas durante la década de 1970 puede en parte entenderse como la respuesta de los más radicales ante el debilitamiento del gran ciclo de protesta colectiva en torno a mayo de 1968. Cuando se hizo patente que las movilizaciones decaían, los radicales no renunciaron a las aspiraciones de un cambio profundo en las formas de vida y de producción, sino que intentaron realizar esas aspiraciones mediante tiros y bombas. Quisieron compensar con las armas la falta de apoyo social a sus tesis.
Podría parecer, por las ilustraciones anteriores, que esta frustración a la que me estoy refiriendo sólo se da en grupos izquierdistas que quieren llevar a cabo una revolución social. Pero es fácil detectarla también en muchas otras organizaciones terroristas. Incluso en el caso de Al Qaeda, un grupo cuyas características no encajan bien en las categorías existentes, cabe encontrar el mismo patrón. En efecto, Al Qaeda nace como consecuencia del fracaso a la hora de establecer regímenes islamistas. Como ha explicado Stephen Holmes, su éxito se debe a la capacidad que ha tenido para formar una coalición de insurgencias islamistas nacionales que no consiguieron, salvo en Sudán y Afganistán, imponer un orden político teocrático.
De hecho, la experiencia de Al Qaeda no es, en el fondo, tan diferente de la de otros grupos revolucionarios, ya que lo que esta organización pretende en última instancia es la movilización masiva de los musulmanes partidarios del califato, un proyecto no tan alejado del comunista en cuanto a ambición y utopismo. Es la falta de respuesta de la gran mayoría de los musulmanes lo que les lleva a la práctica de un terrorismo especialmente brutal.
El caso de ETA no es muy distinto de los anteriores. En los años sesenta, ETA consideró que en el País Vasco se daban las condiciones para reproducir la lucha popular de liberación nacional de los nuevos Estados que se libraban del yugo colonial. Pronto descubrió, para su pesar, que los vascos no iban a embarcarse en esa aventura liberadora. La llegada de la democracia fue la última oportunidad. Al menos hasta la primavera de 1977, había cierta unidad entre todas las fuerzas nacionalistas y era concebible, por tanto, que las movilizaciones sociales produjeran la ruptura con el franquismo y con España. Por eso hubo pocos atentados mortales entre la muerte de Franco y 1978.
La verdadera ofensiva terrorista se inició a finales de 1977, tras la ruptura del nacionalismo en dos bloques, el encabezado por el PNV y el encabezado por la izquierda abertzale, y cuando cesaron las movilizaciones masivas que se habían producido en el País Vasco en petición de la liberación de los presos debido a la aprobación en el Parlamento de la Ley de Amnistía del Gobierno de Adolfo Suárez en octubre de ese año. ETA sabía que su base social no era suficiente, ni estaba suficientemente movilizada, para lograr los objetivos perseguidos, y por eso decidió embarcarse en una estrategia de guerra de desgaste durísima contra el Estado.
En suma, los terroristas recurren a la violencia porque han comprobado antes que sus reivindicaciones no encuentra el apoyo popular que ellos esperaban. La violencia terrorista, de este modo, es casi siempre el reconocimiento tácito de un fracaso anterior. Partiendo de un fracaso, siendo una salida desesperada, se explica fácilmente que en tantos casos la estrategia terrorista no sirva para conseguir los objetivos que los terroristas persiguen. Los grupos terroristas rara vez tienen éxito en su desafío al Estado porque su violencia suele ser una señal inequívoca de su debilidad, es decir, de su aislamiento con respecto a la sociedad en cuyo nombre mata.
Esta frustración original también debe tener algo que ver con el odio, el resentimiento y el fanatismo que son perceptibles entre quienes practican el terrorismo.
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