jueves, septiembre 04, 2008

La gran semana demócrata

Por Rafael Navarro-Valls, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro sobre la Casa Blanca Del poder y de la gloria (EL MUNDO, 26/08/08):

La carrera hacia la Casa Blanca es un camino tortuoso flanqueado de momentos intensos. Dos de esos momentos fuertes se han producido en muy poco tiempo: la designación del número dos de Obama (pronto lo hará McCain) y el inicio de las convenciones de los partidos. Entre Biden (vicepresidente con Obama ) y Denver (sede de la convención) corre la gran semana demócrata.

El nombramiento de Joe Biden como vicepresidente en el ticket demócrata ha sido acogido con expectación. Es una expectación que no mira preferentemente a sus cualidades como posible presidente en caso de renuncia o muerte de Obama. Más bien se especula con la mayor o menor ayuda electoral que pueda prestarle. Baste pensar en las características que, según los analistas, ha de tener el vicepresidente: 1) Que no eclipse la figura del presidente, 2) Que conecte con otro tipo de votantes diversos de los del candidato a la Presidencia, 3) Que esté dispuesto a hacer el trabajo sucio, apareciendo como el malo de la película. Attack dog (perro de ataque), es como se le conoce en el argot electoral. Alguien con escasas capacidades para ser presidente, pero que cumpla estas condiciones, puede llegar a la Casa Blanca.

En una primera aproximación, no parece que sea éste el caso de Biden, de 65 años, católico, senador por Delaware, y un experto en política exterior. Sin embargo, su designación remueve una cuestión que viene inquietando a importantes constitucionalistas americanos. Me refiero a si la figura del vicepresidente, tal como la han configurado la Constitución estadounidense y, sobre todo, su enmienda 25 (10 de febrero de 1967), obedece en realidad a las reglas de juego que deben imperar en una democracia avanzada. La alarma cundió cuando Nixon renunció a la Presidencia y automáticamente el vicepresidente Gerald Ford se convirtió en el 38º presidente de Estados Unidos. Ford, a su vez, designó como vicepresidente a Nelson Rockefeller. De este modo, se produjo la anómala situación de que ni el presidente ni el vicepresidente habían sido elegidos por el pueblo estadounidense.

En todo caso, la Historia demuestra -el actual vicepresidente Cheney es quizá la excepción que confirma la regla- que el número dos suele quedar al margen de las grandes decisiones presidenciales. Durante casi un cuarto de siglo, EEUU ha sido gobernado por vicepresidentes que sucedieron automáticamente a un presidente muerto o dimitido. La gran mayoría, cuando accedieron a la Casa Blanca, ni habían sido preparados por el presidente para el cargo, ni habían tenido un papel activo en las tareas presidenciales ni inicialmente su designación se debió a la posesión de especiales cualidades para el cargo, distintas de sus potencialidades electorales. La pregunta que se hacía Arthur M. Schlesinger, distinguido historiador y consejero especial con Kennedy y Johnson, era: ¿no sería más razonable que desapareciera la figura del vicepresidente y, como en Francia, la renuncia o muerte del presidente diera paso a nuevas elecciones anticipadas que elijan democráticamente al nuevo inquilino de la Casa Blanca?

En mi opinión, la eliminación de la figura del vicepresidente sería una solución demasiado radical que, hoy por hoy, no parece viable sin un complicado cambio en la Constitución. Pero esa corriente de opinión apunta a una cuestión importante que el futuro presidente deberá no olvidar. Me refiero a la necesidad de que su vicepresidente participe en las decisiones importantes. Lo que no es de recibo es que pueda repetirse con Joe Biden -o con el que nombre McCain- lo que contestó Eisenhower a un redactor de The New York Times, después de ocho años en la Casa Blanca con Nixon de vicepresidente: «¿Cuáles han sido la principales cuestiones de importancia de vuestra Administración», fue la pregunta, «en las que ha participado su vicepresidente?». La demoledora respuesta fue: «Deme usted una semana y tal vez pueda encontrar alguna».

La designación del vicepresidente ha de ser confirmada por la Convención de cada partido. Antes, ha de serlo el candidato a la Presidencia. Por eso mismo, ambas convenciones en año electoral son, junto a la Superbowl (final de la liga de fútbol americano) un auténtico espectáculo nacional. Ya lo está siendo Denver, donde acaba de comenzar la Convención demócrata. El día de inauguración -junto a Michelle Obama- dos históricos del Partido Demócrata han compartido protagonismo, aunque haya sido a través de mensajes en vídeo. A la intervención del ex presidente Jimmy Carter siguió el homenaje al senador Ted Kennedy, que se recupera de la operación de un tumor cerebral. Es curioso cómo el tiempo altera los condicionamientos. En la Convención demócrata de 1980 los grandes enemigos fueron precisamente los que ahora actúan juntos en Denver. Carter y Ted Kennedy desencadenaron una guerra cainita para hacerse con la nominación presidencial. Finalmente Kennedy fue derrotado por el presidente Carter, pero en la campaña electoral que siguió a la convención el candidato republicano (Reagan) en buena parte reprodujo los ataques de Kennedy contra Carter. Lo resumía con ironía uno de los asesores de Carter: «Kennedy y Jomeini [en alusión a los rehenes estadounidenses] fueron los responsables de que Ronald Reagan alcanzara la Presidencia».

Los demócratas llevan meses tratando de evitar un escenario parecido, que recuerde demasiado la dura y larga campaña electoral de las primarias. Tanto Hillary como Bill Clinton intervendrán en la Convención en momentos destacados y, tras muchas negociaciones, su nombre será presentado a la nominación y simbólicamente votado. Obama ha torcido el gesto ante esta nueva muestra de poder de la senadora por Nueva York. No olvida que, al comenzar las primarias demócratas, (Iowa, enero de 2008), Hillary iba delante de él nada menos que por 20 puntos. Un milagro de organización permitió a Obama ganar por los pelos a la maquinaria electoral mejor engrasada de la Historia: la de Billary Clinton.

Desde 1984, en el paseo triunfal en el que se convirtió la campaña de Reagan frente a Walter Mondale, ningún candidato demócrata ha llegado a la Convención de su partido con unas encuestas tan apretadas. No conviene olvidar la volatilidad del voto del elector estadounidense. Michael Dukakis, Al Gore y John Kerry aventajaban en verano a sus adversarios republicanos en más de 10 puntos, y los tres terminaron perdiendo. Obama ha visto con sorpresa cómo su distancia ha ido disminuyendo semana tras semana. Su popularidad parece que está empezando a declinar y se han empezado a extender las dudas sobre su capacidad para liderar al país en tiempos de crisis.

En esta situación, las convenciones pueden ser decisivas. En Denver todo se ha cuidado al detalle. Los temas responden al guión de la campaña: capacidad de liderazgo, economía y política exterior. Las intervenciones incluyen al matrimonio Clinton, a muchos de los que han jugado un papel importante en la política estadounidense de los últimos años -desde Howard Dean a John Kerry, pasando por Nancy Pelosi-, y los que sonaron como candidatos a la vicepresidencia: Bill Richardson, Kathleen Sebelius, Evan Bayh. Los ataques a John McCain, al que se presenta como Bush III, también tendrán su lugar destacado.

El evento que más atención ha despertado es el discurso de aceptación de la nominación del candidato a la Presidencia ante más de 76.000 personas en el Invesco Field. Cuando el 29 de agosto Obama pronuncie su discurso de investidura, que coincide con el 45 aniversario del célebre I have a dream, de Martin Luther King, Denver entrará en los libros de Historia. Su discurso será el momento estelar de la Convención. En el estadio de los Denver Broncos, Obama tiene una gran oportunidad para llenar de contenido su atractiva propuesta de cambio. Pero no olvidará que otros candidatos demócratas, abanderados del cambio, fracasaron en el intento: Dukakis, Mondale, McGovern… Tal vez por eso, las expectativas son muy altas. Será el momento de apelar a la clase trabajadora estadounidense, como hizo Roosevelt en su aceptación de 1932, y reivindicar las reformas y la necesidad de mirar hacia el futuro, como hizo Kennedy en 1960. El gran desafío de Obama en Denver será presentarse a los estadounidenses como alguien de carne y hueso, no de papel cuché.

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