Por Ramón Pérez-Maura (ABC, 24/08/08):
Las grandes democracias son seres vivos llenos de fuerzas internas que derriban toda barrera que intente frenarlas. En los últimos siete días los Estados Unidos nos han dado las innecesarias pruebas de la vigencia de este axioma. Pruebas rematadas en la madrugada de ayer, sábado, con la designación del senador Joe Biden como candidato a la Vicepresidencia de la república norteamericana en el ticket del Partido Demócrata que dirigirá Barack Obama.
La matraca de tantos medios de comunicación europeos ha mantenido ajena a la realidad a una gran mayoría de nuestros conciudadanos que hasta hace tres días creían que la elección de Obama como el próximo presidente de los Estados Unidos era una verdad incontestable como lo son todas las de origen divino. Y de repente, el pasado jueves, como pidiendo perdón por ello, la agencia Reuters distribuía el sondeo que le hace periódicamente la muy prestigiosa agencia de John Zogby, en el que en un mes, la ventaja de siete puntos porcentuales del candidato demócrata se había convertido en cinco puntos de distancia a favor del republicano John McCain. En las horas siguientes, todas las encuestas relevantes daban notables avances al republicano. ¿Será -como sostiene Peggy Noonan, la hacedora de algunos de los grandes discursos de Ronald Reagan- que hasta ahora los norteamericanos no estaban prestando verdadera atención a la campaña?
Lo que parece claro es que en las últimas dos semanas Barack Obama había acumulado una serie de errores que la elección de Joe Biden como compañero de candidatura tiene el encargo de solventar. Obama se tomó a broma la agresión de Rusia contra Georgia y a su equipó sólo se le ocurrió reaccionar atacando a McCain -no a Vladimir Putin, a John McCain. Y lo hizo denunciándolo por tener en su equipo de política exterior a un antiguo jefe del lobby de Georgia en Washington. Algo ética, moral y estéticamente no criticable en el sistema norteamericano. Y lo que es peor. Minusvalorando el valor que tiene Georgia como incipiente democracia y sólida aliada de los Estados Unidos en el Cáucaso frente a Rusia, país que cualquier norteamericano medio sigue teniendo catalogado en la categoría de sospechoso de enemigo. Después, en la madrugada del domingo pasado, hora española, ambos candidatos comparecieron en el programa del telepredicador Rick Warren. (Acotación marginal: sigamos aguardando con ansia incontenible la opinión del vicesecretario general del PSOE, José Blanco, sobre tan nefandas compañías de su candidato favorito: ¡Aparece en pantalla de la mano de un telepredicador…!). Al pastor Warren no se le ocurrió mejor cosa que preguntar a ambos que a cuál o cuáles de los miembros del Tribunal Supremo no hubiera propuesto para el cargo. McCain respondió que «con todo el debido respeto» a los cuatro jueces más izquierdistas (liberals en la terminología anglosajona) por tener él una filosofía judicial diferente. Obama en cambio se lanzó en plancha a la piscina: «Yo no hubiera propuesto a [el juez negro] Clarence Thomas. Yo creo que no era un jurista con suficiente solidez ni un jurisconsulto cuando fue elevado al cargo. Eso al margen de que yo discrepe profundamente con su interpretación de buena parte de la Constitución.» Dicho eso, también descalificó a otros jueces conservadores (blancos) como Antonin Scalia o John Roberts, aunque admitió que ellos sí eran lo suficientemente brillantes como para estar en el Tribunal. Obama se había pegado un tiro en cada pie.
Entre otras cosas, Clarence Thomas, en el momento de ser elevado al Tribunal Supremo, había trabajado en la oficina del fiscal general de Missouri, había servido como secretario adjunto de Educación, había dirigido la Comisión federal de Igualdad de Oportunidades en el Empleo (como Bibiana Aido, pero en serio), y era Juez del Tribunal de Apelaciones del Distrito de Columbia -el segundo tribunal más relevante de los Estados Unidos. Por el contrario, quien aspiraba a descalificarlo y convertirse en presidente de los Estados Unidos no aporta para pretender el cargo un historial militar, ni un currículo como hombre de negocios, ni ha sido nunca gobernador de un Estado de la Unión. No. Barack Obama tiene por toda experiencia vital -según confiesa- ser un «organizador comunal» (?), un abogado -sin casos relevantes en su haber-, un senador estatal -como miles de norteamericanos vivos-, y un senador en el Congreso de los Estados Unidos desde todavía no hace cuatro años. Apenas ha completado poco más de la mitad de su primer mandato. No parece una exageración decir que para descalificar hace falta cierta auctoritas. Y si a ello añadimos su descalificación del único juez negro -y conservador- del Supremo al tiempo que afirmaba que los blancos -y también conservadores- sí estaban a la altura de lo que cabe esperar de ellos, Obama se había infligido dos heridas que podían paralizarlo.
Es por esto que Obama ha apostado por un senador que contradice aquello en lo que él ha basado su campaña hasta ahora. Frente a su lema «Cambio en el que puedes creer», Biden representa casi todo menos en el cambio. No alcanza el grado de veteranía en el Senado de Ted Kennedy, que con casi medio siglo en la cámara ya forma parte del mobiliario, pero sí que lleva 36 años, lo que hace de él el sexto senador más veterano de los que allí concurren. Es decir, con el nuevo papel que Dick Cheney ha otorgado a la Vicepresidencia norteamericana -mal que pese a tantos- Biden está legitimado para ser visto como un presidente en la sombra que compense la grave inexperiencia de Obama. Y ello será muy necesario en carencias como las que Barack Obama viene de demostrar en política exterior. Ahí el cargo que Joe Biden está llamado a ostentar hasta el próximo 4 de noviembre como presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado es el mejor aval que puede pedirse. Por lo demás, la virginidad de iniciativas de Obama en el Senado, donde casi nada ha hecho en estos cuatro años en los que no quería fijar posición en ningún asunto que pudiera ser argüido en su contra cuando encarara el único reto que le importaba, el de la Casa Blanca, se equilibra con el larguísimo historial de Joe Biden, que no ha dejado de fijar posición en nada relevante a lo largo de más de siete lustros.
Ésta ha sido una gran semana para la democracia norteamericana. Es decir, para todo Occidente, mal que pese a algunos la extrapolación. La viveza, vigencia y versatilidad de su sistema ha quedado probada. Mañana arranca la convención del Partido Demócrata en Denver con elementos para intentar reparar el agrietamiento de la candidatura señalada como segura vencedora por algunos dioses mediáticos. Mas en una semana estaremos valorando los discursos -tan bellos, tan vacuos- del candidato demócrata y el nombre del que acompañará al republicano en su propio ticket. Hay quien cree que gana fuerza el nombre de otro Joe: Joe Liebermann. ¿Le recuerdan? Ya fue candidato a vicepresidente hace ocho años con el «niño bonito» de toda la progresía occidental: Al Gore. Ello sería la prueba suprema de la vitalidad de la democracia norteamericana. Pero aún si no ocurriese, si no fuera él el señalado por McCain, algunos seguiremos creyendo que el de los Estados Unidos es un sistema político imbatible. Mas también tememos que si el resultado que produzca el sufragio del 4 de noviembre no es el que muchos han dictaminado ya que tiene que ser, el Océano Atlántico agigante su tamaño.
Las grandes democracias son seres vivos llenos de fuerzas internas que derriban toda barrera que intente frenarlas. En los últimos siete días los Estados Unidos nos han dado las innecesarias pruebas de la vigencia de este axioma. Pruebas rematadas en la madrugada de ayer, sábado, con la designación del senador Joe Biden como candidato a la Vicepresidencia de la república norteamericana en el ticket del Partido Demócrata que dirigirá Barack Obama.
La matraca de tantos medios de comunicación europeos ha mantenido ajena a la realidad a una gran mayoría de nuestros conciudadanos que hasta hace tres días creían que la elección de Obama como el próximo presidente de los Estados Unidos era una verdad incontestable como lo son todas las de origen divino. Y de repente, el pasado jueves, como pidiendo perdón por ello, la agencia Reuters distribuía el sondeo que le hace periódicamente la muy prestigiosa agencia de John Zogby, en el que en un mes, la ventaja de siete puntos porcentuales del candidato demócrata se había convertido en cinco puntos de distancia a favor del republicano John McCain. En las horas siguientes, todas las encuestas relevantes daban notables avances al republicano. ¿Será -como sostiene Peggy Noonan, la hacedora de algunos de los grandes discursos de Ronald Reagan- que hasta ahora los norteamericanos no estaban prestando verdadera atención a la campaña?
Lo que parece claro es que en las últimas dos semanas Barack Obama había acumulado una serie de errores que la elección de Joe Biden como compañero de candidatura tiene el encargo de solventar. Obama se tomó a broma la agresión de Rusia contra Georgia y a su equipó sólo se le ocurrió reaccionar atacando a McCain -no a Vladimir Putin, a John McCain. Y lo hizo denunciándolo por tener en su equipo de política exterior a un antiguo jefe del lobby de Georgia en Washington. Algo ética, moral y estéticamente no criticable en el sistema norteamericano. Y lo que es peor. Minusvalorando el valor que tiene Georgia como incipiente democracia y sólida aliada de los Estados Unidos en el Cáucaso frente a Rusia, país que cualquier norteamericano medio sigue teniendo catalogado en la categoría de sospechoso de enemigo. Después, en la madrugada del domingo pasado, hora española, ambos candidatos comparecieron en el programa del telepredicador Rick Warren. (Acotación marginal: sigamos aguardando con ansia incontenible la opinión del vicesecretario general del PSOE, José Blanco, sobre tan nefandas compañías de su candidato favorito: ¡Aparece en pantalla de la mano de un telepredicador…!). Al pastor Warren no se le ocurrió mejor cosa que preguntar a ambos que a cuál o cuáles de los miembros del Tribunal Supremo no hubiera propuesto para el cargo. McCain respondió que «con todo el debido respeto» a los cuatro jueces más izquierdistas (liberals en la terminología anglosajona) por tener él una filosofía judicial diferente. Obama en cambio se lanzó en plancha a la piscina: «Yo no hubiera propuesto a [el juez negro] Clarence Thomas. Yo creo que no era un jurista con suficiente solidez ni un jurisconsulto cuando fue elevado al cargo. Eso al margen de que yo discrepe profundamente con su interpretación de buena parte de la Constitución.» Dicho eso, también descalificó a otros jueces conservadores (blancos) como Antonin Scalia o John Roberts, aunque admitió que ellos sí eran lo suficientemente brillantes como para estar en el Tribunal. Obama se había pegado un tiro en cada pie.
Entre otras cosas, Clarence Thomas, en el momento de ser elevado al Tribunal Supremo, había trabajado en la oficina del fiscal general de Missouri, había servido como secretario adjunto de Educación, había dirigido la Comisión federal de Igualdad de Oportunidades en el Empleo (como Bibiana Aido, pero en serio), y era Juez del Tribunal de Apelaciones del Distrito de Columbia -el segundo tribunal más relevante de los Estados Unidos. Por el contrario, quien aspiraba a descalificarlo y convertirse en presidente de los Estados Unidos no aporta para pretender el cargo un historial militar, ni un currículo como hombre de negocios, ni ha sido nunca gobernador de un Estado de la Unión. No. Barack Obama tiene por toda experiencia vital -según confiesa- ser un «organizador comunal» (?), un abogado -sin casos relevantes en su haber-, un senador estatal -como miles de norteamericanos vivos-, y un senador en el Congreso de los Estados Unidos desde todavía no hace cuatro años. Apenas ha completado poco más de la mitad de su primer mandato. No parece una exageración decir que para descalificar hace falta cierta auctoritas. Y si a ello añadimos su descalificación del único juez negro -y conservador- del Supremo al tiempo que afirmaba que los blancos -y también conservadores- sí estaban a la altura de lo que cabe esperar de ellos, Obama se había infligido dos heridas que podían paralizarlo.
Es por esto que Obama ha apostado por un senador que contradice aquello en lo que él ha basado su campaña hasta ahora. Frente a su lema «Cambio en el que puedes creer», Biden representa casi todo menos en el cambio. No alcanza el grado de veteranía en el Senado de Ted Kennedy, que con casi medio siglo en la cámara ya forma parte del mobiliario, pero sí que lleva 36 años, lo que hace de él el sexto senador más veterano de los que allí concurren. Es decir, con el nuevo papel que Dick Cheney ha otorgado a la Vicepresidencia norteamericana -mal que pese a tantos- Biden está legitimado para ser visto como un presidente en la sombra que compense la grave inexperiencia de Obama. Y ello será muy necesario en carencias como las que Barack Obama viene de demostrar en política exterior. Ahí el cargo que Joe Biden está llamado a ostentar hasta el próximo 4 de noviembre como presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado es el mejor aval que puede pedirse. Por lo demás, la virginidad de iniciativas de Obama en el Senado, donde casi nada ha hecho en estos cuatro años en los que no quería fijar posición en ningún asunto que pudiera ser argüido en su contra cuando encarara el único reto que le importaba, el de la Casa Blanca, se equilibra con el larguísimo historial de Joe Biden, que no ha dejado de fijar posición en nada relevante a lo largo de más de siete lustros.
Ésta ha sido una gran semana para la democracia norteamericana. Es decir, para todo Occidente, mal que pese a algunos la extrapolación. La viveza, vigencia y versatilidad de su sistema ha quedado probada. Mañana arranca la convención del Partido Demócrata en Denver con elementos para intentar reparar el agrietamiento de la candidatura señalada como segura vencedora por algunos dioses mediáticos. Mas en una semana estaremos valorando los discursos -tan bellos, tan vacuos- del candidato demócrata y el nombre del que acompañará al republicano en su propio ticket. Hay quien cree que gana fuerza el nombre de otro Joe: Joe Liebermann. ¿Le recuerdan? Ya fue candidato a vicepresidente hace ocho años con el «niño bonito» de toda la progresía occidental: Al Gore. Ello sería la prueba suprema de la vitalidad de la democracia norteamericana. Pero aún si no ocurriese, si no fuera él el señalado por McCain, algunos seguiremos creyendo que el de los Estados Unidos es un sistema político imbatible. Mas también tememos que si el resultado que produzca el sufragio del 4 de noviembre no es el que muchos han dictaminado ya que tiene que ser, el Océano Atlántico agigante su tamaño.
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