Por Daniel Reboredo (EL CORREO DIGITAL, 01/03/09):
Los nuevos Estados miembros de la UE de Europa Central y del Este han influido con rapidez en la política exterior europea, apoyando activamente la promoción de la democracia. Casi todos ellos comparten una vivencia histórica sobre la cual basan su percepción y promoción de la misma. La experiencia soviética les permitió comparar la vida bajo los sistemas autoritarios y democráticos y de ahí que la represión padecida les haga promocionar la democracia para evitar la repetición de la historia, creando un escudo protector frente a Rusia, y para anclar y fortalecer su identidad europea. Pues bien, a la zona de influencia de los ‘Cuatro Vysegrad’ (Eslovaquia, Hungría, República Checa y Polonia), del grupo de los Estados bálticos (Estonia, Letonia y Lituania), del que configuran Bulgaria y Rumania y, finalmente, del que representa individualmente Eslovenia, ha llegado también la crisis financiera y económica mundial que nos ha sumido en la oscuridad una vez más. Europa sufre la crisis y no sólo la periferia de la Unión se rebela contra ella. En las últimas semanas se han encadenado sucesivas protestas ciudadanas desde Islandia hasta Rusia, pasando por Bulgaria, Francia, Gran Bretaña, Grecia, Hungría, los Países Bálticos y la República Checa. Múltiples motivos entremezclados las han generado, pero las consecuencias del aumento del desempleo y de la disminución del nivel de vida están presentes en todas ellas. La fragilidad de los últimos Estados miembros dará lugar a reacciones más virulentas y tempranas, como ya estamos viendo, respecto a las de los Estados más veteranos.
Islandia puso en movimiento la rueda de las protestas que han culminado, por ahora, con los recientes acontecimientos en los países de la antigua órbita soviética. En octubre del pasado año, los tres principales bancos islandeses se declararon en bancarrota y fueron nacionalizados, la Bolsa suspendió su actividad al hundirse sus valores más del 70%, la corona islandesa perdió más de la mitad de su valor y su deuda pública ha llegado a ser nueve veces su PIB. La economía ha sufrido un infarto de tales dimensiones que Islandia se ha convertido en el primer país occidental que ha recibido un préstamo del FMI desde 1976. Protestas ciudadanas, caída del gobierno, empobrecimiento general y deseos de integrarse en la UE son las consecuencias más evidentes del deterioro económico.
Poco después, en diciembre, Grecia vivió su peor crisis desde hace décadas. La muerte del estudiante Alexis Grigoropulos desencadenó una oleada de manifestaciones en numerosas ciudades griegas que coincidieron con una huelga general. Pero las protestas se originaron por la confluencia de varios factores más (desempleo, problemas fiscales, escaso desarrollo tecnológico), vinculados a la crisis económica, que incidieron en la lamentable situación de la Grecia comunitaria. La economía griega, lastrada por una deuda superior al 90% de su PIB, es una de las más inestables de la UE y la imagen negativa de un país cuyos bancos realizaron grandes inversiones en los Balcanes, se endeudaron peligrosamente y fueron, finalmente, rescatados por su Gobierno con fondos destinados a los programas de asistencia social es una triste realidad. Si a ello sumamos una profunda crisis política generada por la falta de transparencia de partidos y dirigentes políticos, podemos entender la falta de confianza en las instituciones estatales griegas.
Islandia y Grecia no han sido casos aislados y las reivindicaciones han aflorado en otros países del continente tan lejanos de los anteriores como Ucrania, Rusia, los Países Bálticos y recientemente Bulgaria. La economía ucraniana, orientada hacia la exportación, combinada con su inestable sistema político, ha convertido al país en uno de los mercados de la Europa oriental más afectados por la crisis. El colapso económico total se ha evitado gracias a un préstamo del FMI de 16.500 millones de dólares (octubre 2008), aunque Ucrania se sigue hundiendo gracias a una clase política constantemente enfrentada. Rusia, por su parte, era uno de los mercados con mayor previsión de crecimiento en Europa. Pero la crisis ha llegado también allí. La facilidad para la concesión de créditos y el ahorro general de las familias ha bajado de manera importante en las últimas semanas y la situación empeora progresivamente.
De los países Bálticos, Letonia es el Estado más parecido a Islandia, ya que las altas cifras de crecimiento de los últimos años se nutrieron de grandes inversiones procedentes del resto de Europa, de un gran endeudamiento externo, de un enorme consumo, de un raquítico nivel de ahorro, de una inflación galopante y de una burbuja especulativa inmobiliaria demencial. Durante semanas, su capital se ha visto sacudida por protestas y disturbios permanentes y, al igual que en Islandia, los letones exigen a sus dirigentes que asuman su responsabilidad en la catástrofe, a la par que se rebelan contra las medidas gubernamentales de austeridad que implican despidos masivos, recorte de servicios sociales, disminución de los salarios en el sector público, subida de impuestos y marginalidad de miles de ciudadanos, mientras se aprueba un préstamo de 5.500 millones de euros para hacer frente a las quiebras bancarias. En la capital lituana, Vilnius, se produjeron protestas, a finales de enero, por los recortes salariales del sector público, el aumento del desempleo, la galopante inflación, la reducción de las pensiones de la seguridad social, el aumento del IVA y la eliminación de las exenciones fiscales para medicinas y calefacción doméstica. Los lituanos rechazaban un programa de austeridad de su gobierno que recortaba las prestaciones y subía los impuestos. El último Estado báltico, Estonia, resiste mejor la crisis porque acumuló grandes reservas monetarias durante los años de crecimiento. A pesar de ello, las previsiones señalan que no tardará en entrar en la misma dinámica negativa.
En Centroeuropa la situación es muy parecida y Bulgaria es el paradigma inicial del proceso que se extiende como la lava de un volcán por todo el continente. En Sofía se unieron diferentes grupos sociales para protestar contra un gobierno que consideran putrefacto y mafioso, para exigir el fin de la corrupción y de la inestabilidad política y, finalmente, para que se trabaje por mejorar la economía. Las tensiones y la exasperación llegaron a límites críticos debido a la crisis del gas, en la que los búlgaros padecieron restricciones de calefacción y electricidad por la disputa entre Rusia y Ucrania. Hungría, cuya producción industrial es la más baja de los últimos tres lustros y en la que su gobierno ha anunciado reducción de gastos sociales, y la débil Rumania, están a un paso de levantamientos similares. La República Checa, también gravemente afectada por la crisis, tiene el dudoso honor de encabezar otra de las manifestaciones de la misma, la xenofobia y los ataques contra las minorías étnicas. Manifestación que igualmente se ha generado en la civilizada y occidental Gran Bretaña recientemente y en la que se produjeron numerosas protestas contra la contratación de trabajadores de otros países de la Unión.
La crisis recorre Europa, pero su incidencia en las antiguas repúblicas de la URSS y en la Europa del Este será mucho mayor al tener economías más frágiles, estructuras políticas muy quebradizas, partidos políticos gaseosos e instituciones débiles. La ‘terapia de choque económico’, elaborada por Jeffrey Sachs y aplicada después de la ‘caída del comunismo’, se caracterizó por el desmantelamiento del sector público, por la reducción de salarios, por el desempleo masivo, por las desregulaciones de precios y los créditos fáciles, por los recortes en los gastos educativos y sanitarios, por las inversiones dudosas y los sórdidos negocios inmobiliarios y, finalmente, por los recortes de las prestaciones sociales, todo ello aplicado ya cien años antes en los países del Tercer Mundo. Pero la omnipresente crisis financiera no sólo amenaza el nivel de vida de estos países, sino que pone en peligro su embrionario sistema democrático, amenazado por la desestabilización política, los conflictos sociales y el aumento de la xenofobia y las tensiones raciales, consecuencias malignas de la devastadora pobreza y de la precariedad que ya comienzan a manifestarse. Ni estamos en la fase final del capitalismo, ni lo que ahora se está haciendo por gobiernos y entidades económicas diversas tiene nada que ver con un control democrático del capital financiero. La única realidad de esta coyuntura es la de la pobreza y la precariedad que ya están entre nosotros y que amagan con acompañarnos largo tiempo.
Los nuevos Estados miembros de la UE de Europa Central y del Este han influido con rapidez en la política exterior europea, apoyando activamente la promoción de la democracia. Casi todos ellos comparten una vivencia histórica sobre la cual basan su percepción y promoción de la misma. La experiencia soviética les permitió comparar la vida bajo los sistemas autoritarios y democráticos y de ahí que la represión padecida les haga promocionar la democracia para evitar la repetición de la historia, creando un escudo protector frente a Rusia, y para anclar y fortalecer su identidad europea. Pues bien, a la zona de influencia de los ‘Cuatro Vysegrad’ (Eslovaquia, Hungría, República Checa y Polonia), del grupo de los Estados bálticos (Estonia, Letonia y Lituania), del que configuran Bulgaria y Rumania y, finalmente, del que representa individualmente Eslovenia, ha llegado también la crisis financiera y económica mundial que nos ha sumido en la oscuridad una vez más. Europa sufre la crisis y no sólo la periferia de la Unión se rebela contra ella. En las últimas semanas se han encadenado sucesivas protestas ciudadanas desde Islandia hasta Rusia, pasando por Bulgaria, Francia, Gran Bretaña, Grecia, Hungría, los Países Bálticos y la República Checa. Múltiples motivos entremezclados las han generado, pero las consecuencias del aumento del desempleo y de la disminución del nivel de vida están presentes en todas ellas. La fragilidad de los últimos Estados miembros dará lugar a reacciones más virulentas y tempranas, como ya estamos viendo, respecto a las de los Estados más veteranos.
Islandia puso en movimiento la rueda de las protestas que han culminado, por ahora, con los recientes acontecimientos en los países de la antigua órbita soviética. En octubre del pasado año, los tres principales bancos islandeses se declararon en bancarrota y fueron nacionalizados, la Bolsa suspendió su actividad al hundirse sus valores más del 70%, la corona islandesa perdió más de la mitad de su valor y su deuda pública ha llegado a ser nueve veces su PIB. La economía ha sufrido un infarto de tales dimensiones que Islandia se ha convertido en el primer país occidental que ha recibido un préstamo del FMI desde 1976. Protestas ciudadanas, caída del gobierno, empobrecimiento general y deseos de integrarse en la UE son las consecuencias más evidentes del deterioro económico.
Poco después, en diciembre, Grecia vivió su peor crisis desde hace décadas. La muerte del estudiante Alexis Grigoropulos desencadenó una oleada de manifestaciones en numerosas ciudades griegas que coincidieron con una huelga general. Pero las protestas se originaron por la confluencia de varios factores más (desempleo, problemas fiscales, escaso desarrollo tecnológico), vinculados a la crisis económica, que incidieron en la lamentable situación de la Grecia comunitaria. La economía griega, lastrada por una deuda superior al 90% de su PIB, es una de las más inestables de la UE y la imagen negativa de un país cuyos bancos realizaron grandes inversiones en los Balcanes, se endeudaron peligrosamente y fueron, finalmente, rescatados por su Gobierno con fondos destinados a los programas de asistencia social es una triste realidad. Si a ello sumamos una profunda crisis política generada por la falta de transparencia de partidos y dirigentes políticos, podemos entender la falta de confianza en las instituciones estatales griegas.
Islandia y Grecia no han sido casos aislados y las reivindicaciones han aflorado en otros países del continente tan lejanos de los anteriores como Ucrania, Rusia, los Países Bálticos y recientemente Bulgaria. La economía ucraniana, orientada hacia la exportación, combinada con su inestable sistema político, ha convertido al país en uno de los mercados de la Europa oriental más afectados por la crisis. El colapso económico total se ha evitado gracias a un préstamo del FMI de 16.500 millones de dólares (octubre 2008), aunque Ucrania se sigue hundiendo gracias a una clase política constantemente enfrentada. Rusia, por su parte, era uno de los mercados con mayor previsión de crecimiento en Europa. Pero la crisis ha llegado también allí. La facilidad para la concesión de créditos y el ahorro general de las familias ha bajado de manera importante en las últimas semanas y la situación empeora progresivamente.
De los países Bálticos, Letonia es el Estado más parecido a Islandia, ya que las altas cifras de crecimiento de los últimos años se nutrieron de grandes inversiones procedentes del resto de Europa, de un gran endeudamiento externo, de un enorme consumo, de un raquítico nivel de ahorro, de una inflación galopante y de una burbuja especulativa inmobiliaria demencial. Durante semanas, su capital se ha visto sacudida por protestas y disturbios permanentes y, al igual que en Islandia, los letones exigen a sus dirigentes que asuman su responsabilidad en la catástrofe, a la par que se rebelan contra las medidas gubernamentales de austeridad que implican despidos masivos, recorte de servicios sociales, disminución de los salarios en el sector público, subida de impuestos y marginalidad de miles de ciudadanos, mientras se aprueba un préstamo de 5.500 millones de euros para hacer frente a las quiebras bancarias. En la capital lituana, Vilnius, se produjeron protestas, a finales de enero, por los recortes salariales del sector público, el aumento del desempleo, la galopante inflación, la reducción de las pensiones de la seguridad social, el aumento del IVA y la eliminación de las exenciones fiscales para medicinas y calefacción doméstica. Los lituanos rechazaban un programa de austeridad de su gobierno que recortaba las prestaciones y subía los impuestos. El último Estado báltico, Estonia, resiste mejor la crisis porque acumuló grandes reservas monetarias durante los años de crecimiento. A pesar de ello, las previsiones señalan que no tardará en entrar en la misma dinámica negativa.
En Centroeuropa la situación es muy parecida y Bulgaria es el paradigma inicial del proceso que se extiende como la lava de un volcán por todo el continente. En Sofía se unieron diferentes grupos sociales para protestar contra un gobierno que consideran putrefacto y mafioso, para exigir el fin de la corrupción y de la inestabilidad política y, finalmente, para que se trabaje por mejorar la economía. Las tensiones y la exasperación llegaron a límites críticos debido a la crisis del gas, en la que los búlgaros padecieron restricciones de calefacción y electricidad por la disputa entre Rusia y Ucrania. Hungría, cuya producción industrial es la más baja de los últimos tres lustros y en la que su gobierno ha anunciado reducción de gastos sociales, y la débil Rumania, están a un paso de levantamientos similares. La República Checa, también gravemente afectada por la crisis, tiene el dudoso honor de encabezar otra de las manifestaciones de la misma, la xenofobia y los ataques contra las minorías étnicas. Manifestación que igualmente se ha generado en la civilizada y occidental Gran Bretaña recientemente y en la que se produjeron numerosas protestas contra la contratación de trabajadores de otros países de la Unión.
La crisis recorre Europa, pero su incidencia en las antiguas repúblicas de la URSS y en la Europa del Este será mucho mayor al tener economías más frágiles, estructuras políticas muy quebradizas, partidos políticos gaseosos e instituciones débiles. La ‘terapia de choque económico’, elaborada por Jeffrey Sachs y aplicada después de la ‘caída del comunismo’, se caracterizó por el desmantelamiento del sector público, por la reducción de salarios, por el desempleo masivo, por las desregulaciones de precios y los créditos fáciles, por los recortes en los gastos educativos y sanitarios, por las inversiones dudosas y los sórdidos negocios inmobiliarios y, finalmente, por los recortes de las prestaciones sociales, todo ello aplicado ya cien años antes en los países del Tercer Mundo. Pero la omnipresente crisis financiera no sólo amenaza el nivel de vida de estos países, sino que pone en peligro su embrionario sistema democrático, amenazado por la desestabilización política, los conflictos sociales y el aumento de la xenofobia y las tensiones raciales, consecuencias malignas de la devastadora pobreza y de la precariedad que ya comienzan a manifestarse. Ni estamos en la fase final del capitalismo, ni lo que ahora se está haciendo por gobiernos y entidades económicas diversas tiene nada que ver con un control democrático del capital financiero. La única realidad de esta coyuntura es la de la pobreza y la precariedad que ya están entre nosotros y que amagan con acompañarnos largo tiempo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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