Por Carlos D. Mesa Gisbert, ex presidente de Bolivia (EL PAÍS, 14/08/08):
¿Cómo explicar Bolivia hoy, en medio de este mare mágnum y con vistas a un lector europeo? La gran coreografía del referéndum revocatorio realizado el pasado 10 de agosto, cara en sus costes y llena de malos presagios en su preparación, ha confirmado un par de cosas: primero, la vocación cívica y democrática de la inmensa mayoría de los bolivianos que no han regateado su concurso a la hora de expresarse con su voto. Esto nos permite distinguir entre la mayoría real y las minorías eficientes que han secuestrado a Bolivia en la locura de bloqueos, manifestaciones, huelgas, ultimatos y confrontaciones aisladas pero violentas, que siguen amenazando con desquiciar a la sociedad.
En segundo lugar, el importante respaldo nacional que tiene el presidente Morales. El Gobierno esperaba entre un 55% y un 60% de voto ratificatorio y la oposición entre un 51% y un 53%. Evo mostró una fortaleza mayor, ganó con alrededor del 63%, con un promedio de entre 75% y 80% en los departamentos andinos y un promedio de casi el 40% de apoyo en los departamentos del oriente y sur de Bolivia.
Por su parte, las regiones que ganaron en 2006 la autonomía (sujeta a la aprobación de la nueva Constitución) y que demandan su aplicación, ratificaron dos cosas: que los prefectos sometidos al revocatorio fueron ratificados (Pando, Beni, Santa Cruz y Tarija) con promedios de entre el 51% y casi el 70% y que el presidente fue derrotado en gran parte de esas regiones.
En este absurdo juego de suma cero, el presidente obtuvo un gran triunfo y los prefectos opositores obtuvieron un triunfo: el acto electoral no se tiñó de violencia. Curiosamente -supongo que víctima de la euforia de su 63%-, el presidente no arremetió contra sus adversarios, sino que en su discurso de celebración les tendió la mano para comenzar un diálogo que “armonice” el texto constitucional con los estatutos autonómicos aprobados irregularmente por cuatro departamentos entre mayo y junio de este año, teniendo en cuenta que la Constitución vigente no reconoce la autonomía como entidad jurídico-política del país. La pregunta del millón es si el talante presidencial durará más que lo que tardan en quemarse en el cielo los fuegos de artificio.
Bolivia ha reafirmado algo fundamental, que cree en Evo como portador del cambio y que los políticos deben aceptar que el presidente no sólo es un factor clave del juego (obviedad que algunos parecen olvidar), sino que ha capturado a más del 80% del electorado indígena de todo el país que representa por lo menos el 45% de la población total de la nación. Tampoco es posible pensar en un escenario futuro sin su respuesta inteligente y positiva a las demandas de autonomía que llegaron para quedarse.
¿Secesión? ¿Un país dividido al estilo de los Balcanes? ¿Una guerra civil? Ninguna de esas hipótesis es válida. Hay que descartar estos escenarios del imaginario internacional. La razón es muy simple: el 95% de los bolivianos quiere un país unido y un futuro compartido; el 80% quiere diálogo, y, además, no hay ningún dato que permita presumir la existencia de sectores armados con capacidad de iniciar una conflagración nacional. Para no mencionar lo más evidente, la inviabilidad económica, política y social de cualquier proyecto divisionista de encarar el futuro con posibilidades y la voluntad expresa de América del Sur de que algo así no suceda. Bolivia es geográficamente el corazón de Suramérica, y una crisis de esa magnitud afectaría a la estabilidad continental.
¿Qué queda entonces? Aprovechar los categóricos resultados del referéndum para replantear la lógica de los contendientes. Recuperar la institucionalidad con el nombramiento del Tribunal Constitucional (descabezado por el presidente en 2007) y una Nueva Corte Electoral. Negociar el texto constitucional aprobado exclusivamente por el MAS (el partido del presidente) para recuperar su filosofía de inclusión y búsqueda de equidad, pero peligrosamente cargada de una visión étnico-cultural que desconoce la existencia de la República y la sustituye por un Estado de 37 naciones (más de 20 de ellas con menos de 500 miembros). Niega el pasado colonial y republicano como referente de nuestra identidad colectiva y no establece con claridad las características de la legítima inclusión de los usos y costumbres de la justicia denominada comunitaria y de las autonomías indígenas.
Es indispensable hacer comprender a los ideólogos del MAS que el plus indígena rompe la idea de “un ciudadano, un voto”, cuestiona la libertad y la conciencia individual como elementos constitutivos del pacto social y asume que los porcentajes de sangre indígena dan a unos más legitimidad que a otros. Repetir la historia de la discriminación no parece la mejor fórmula para resolver el racismo. De lo que se trata es de reconocer nuestro brazo indígena sin arrancarnos el brazo occidental. Para ello hay que revisar varios de los pilares de un texto, que al integrar la deseable idea de comunitarismo y de reciprocidad andina corta lazos con principios universales que siguen siendo centrales en una concepción justa de democracia.
Evo, reforzado otra vez por el voto, debe corregir su error principal, negar las autonomías. Aceptarlas implica su inclusión en la nueva Constitución, no de modo tramposo como están hoy contempladas, sino sin regateos y con sentido de cesión de competencias del poder central a los poderes locales, y, además, coordinar la existencia de las autonomías departamentales con las autonomías indígenas y municipales. Las regiones deben entender a su vez que la autonomía plena no puede quitarle al Gobierno central temas como relaciones exteriores, fuerzas armadas y policía, recursos naturales y manejo de la tierra, entre las cuestiones cruciales. Autonomía quiere decir también solidaridad y compensación de los departamentos más ricos a los departamentos más pobres y finalmente, competencias claras y racionales en el tema de recaudación y distribución de los recursos provenientes de los impuestos.
Evo es un símbolo y marca en la historia reciente de Bolivia un antes y un después, pero eso no debe llevarlo a confundir revolución con democracia y creer que el pacto del país se puede trabajar sobre la imposición de una hegemonía. Eso lo obliga de una vez a hacer una gestión de gobierno adecuada. Su gestión es mala por la falta de idoneidad de muchos de sus funcionarios, por una ilusión ingenua de que estatismo es sinónimo de mejor distribución de la riqueza y mayor equidad, y que decir no a los procesos “neoliberales” de tratados de libre comercio, sean bilaterales o de bloque, llevarán al “remate” del país. La errática política energética del Gobierno boliviano (en la que la “nacionalización” fue sólo retórica) es la prueba más contundente de que la consigna puede disfrazar por un tiempo los errores y el mal manejo de políticas económicas, pero la factura ya está comenzando a pasarse.
Mientras el “socialismo del siglo XXI” siga siendo una entelequia, Evo corre el riesgo de seguir dilapidando el extraordinario capital histórico y popular que tiene. Si el discurso es recuperar dignidad, el argumento vale para todos. A Bolivia no le interesan las dignidades parciales y de bandera, le interesa la recuperación de una capacidad de autodeterminación en el contexto de su mínimo peso internacional, lo que obliga a un mínimo de realismo, que vale para Washington y para Caracas.
El problema es que el presidente boliviano está preso de una dependencia psicológica muy fuerte de Fidel Castro y de Hugo Chávez, dependencia vinculada a una identidad de ideas (suponiendo que tengamos claro de qué ideas estamos hablando), y la inaceptable dependencia económica en el uso discrecional de gastos reservados y cheques de bolsillo a bolsillo de Chávez a Morales.
Lo que viene es aún complejo y entreverado. Los adversarios siguen atrincherados, pero el referéndum ha puesto en su lugar los tamaños y el horizonte de cada cual. El diálogo no sólo es el único camino posible, sino que quizás hoy sea más viable que ayer. De lo que se trata es de hacer posible una Constitución que sea el pacto social de todos, recuperar el Estado racionalmente y crear nueve autonomías departamentales. Con eso, que no es poco, los bolivianos nos damos por bien pagados.
¿Cómo explicar Bolivia hoy, en medio de este mare mágnum y con vistas a un lector europeo? La gran coreografía del referéndum revocatorio realizado el pasado 10 de agosto, cara en sus costes y llena de malos presagios en su preparación, ha confirmado un par de cosas: primero, la vocación cívica y democrática de la inmensa mayoría de los bolivianos que no han regateado su concurso a la hora de expresarse con su voto. Esto nos permite distinguir entre la mayoría real y las minorías eficientes que han secuestrado a Bolivia en la locura de bloqueos, manifestaciones, huelgas, ultimatos y confrontaciones aisladas pero violentas, que siguen amenazando con desquiciar a la sociedad.
En segundo lugar, el importante respaldo nacional que tiene el presidente Morales. El Gobierno esperaba entre un 55% y un 60% de voto ratificatorio y la oposición entre un 51% y un 53%. Evo mostró una fortaleza mayor, ganó con alrededor del 63%, con un promedio de entre 75% y 80% en los departamentos andinos y un promedio de casi el 40% de apoyo en los departamentos del oriente y sur de Bolivia.
Por su parte, las regiones que ganaron en 2006 la autonomía (sujeta a la aprobación de la nueva Constitución) y que demandan su aplicación, ratificaron dos cosas: que los prefectos sometidos al revocatorio fueron ratificados (Pando, Beni, Santa Cruz y Tarija) con promedios de entre el 51% y casi el 70% y que el presidente fue derrotado en gran parte de esas regiones.
En este absurdo juego de suma cero, el presidente obtuvo un gran triunfo y los prefectos opositores obtuvieron un triunfo: el acto electoral no se tiñó de violencia. Curiosamente -supongo que víctima de la euforia de su 63%-, el presidente no arremetió contra sus adversarios, sino que en su discurso de celebración les tendió la mano para comenzar un diálogo que “armonice” el texto constitucional con los estatutos autonómicos aprobados irregularmente por cuatro departamentos entre mayo y junio de este año, teniendo en cuenta que la Constitución vigente no reconoce la autonomía como entidad jurídico-política del país. La pregunta del millón es si el talante presidencial durará más que lo que tardan en quemarse en el cielo los fuegos de artificio.
Bolivia ha reafirmado algo fundamental, que cree en Evo como portador del cambio y que los políticos deben aceptar que el presidente no sólo es un factor clave del juego (obviedad que algunos parecen olvidar), sino que ha capturado a más del 80% del electorado indígena de todo el país que representa por lo menos el 45% de la población total de la nación. Tampoco es posible pensar en un escenario futuro sin su respuesta inteligente y positiva a las demandas de autonomía que llegaron para quedarse.
¿Secesión? ¿Un país dividido al estilo de los Balcanes? ¿Una guerra civil? Ninguna de esas hipótesis es válida. Hay que descartar estos escenarios del imaginario internacional. La razón es muy simple: el 95% de los bolivianos quiere un país unido y un futuro compartido; el 80% quiere diálogo, y, además, no hay ningún dato que permita presumir la existencia de sectores armados con capacidad de iniciar una conflagración nacional. Para no mencionar lo más evidente, la inviabilidad económica, política y social de cualquier proyecto divisionista de encarar el futuro con posibilidades y la voluntad expresa de América del Sur de que algo así no suceda. Bolivia es geográficamente el corazón de Suramérica, y una crisis de esa magnitud afectaría a la estabilidad continental.
¿Qué queda entonces? Aprovechar los categóricos resultados del referéndum para replantear la lógica de los contendientes. Recuperar la institucionalidad con el nombramiento del Tribunal Constitucional (descabezado por el presidente en 2007) y una Nueva Corte Electoral. Negociar el texto constitucional aprobado exclusivamente por el MAS (el partido del presidente) para recuperar su filosofía de inclusión y búsqueda de equidad, pero peligrosamente cargada de una visión étnico-cultural que desconoce la existencia de la República y la sustituye por un Estado de 37 naciones (más de 20 de ellas con menos de 500 miembros). Niega el pasado colonial y republicano como referente de nuestra identidad colectiva y no establece con claridad las características de la legítima inclusión de los usos y costumbres de la justicia denominada comunitaria y de las autonomías indígenas.
Es indispensable hacer comprender a los ideólogos del MAS que el plus indígena rompe la idea de “un ciudadano, un voto”, cuestiona la libertad y la conciencia individual como elementos constitutivos del pacto social y asume que los porcentajes de sangre indígena dan a unos más legitimidad que a otros. Repetir la historia de la discriminación no parece la mejor fórmula para resolver el racismo. De lo que se trata es de reconocer nuestro brazo indígena sin arrancarnos el brazo occidental. Para ello hay que revisar varios de los pilares de un texto, que al integrar la deseable idea de comunitarismo y de reciprocidad andina corta lazos con principios universales que siguen siendo centrales en una concepción justa de democracia.
Evo, reforzado otra vez por el voto, debe corregir su error principal, negar las autonomías. Aceptarlas implica su inclusión en la nueva Constitución, no de modo tramposo como están hoy contempladas, sino sin regateos y con sentido de cesión de competencias del poder central a los poderes locales, y, además, coordinar la existencia de las autonomías departamentales con las autonomías indígenas y municipales. Las regiones deben entender a su vez que la autonomía plena no puede quitarle al Gobierno central temas como relaciones exteriores, fuerzas armadas y policía, recursos naturales y manejo de la tierra, entre las cuestiones cruciales. Autonomía quiere decir también solidaridad y compensación de los departamentos más ricos a los departamentos más pobres y finalmente, competencias claras y racionales en el tema de recaudación y distribución de los recursos provenientes de los impuestos.
Evo es un símbolo y marca en la historia reciente de Bolivia un antes y un después, pero eso no debe llevarlo a confundir revolución con democracia y creer que el pacto del país se puede trabajar sobre la imposición de una hegemonía. Eso lo obliga de una vez a hacer una gestión de gobierno adecuada. Su gestión es mala por la falta de idoneidad de muchos de sus funcionarios, por una ilusión ingenua de que estatismo es sinónimo de mejor distribución de la riqueza y mayor equidad, y que decir no a los procesos “neoliberales” de tratados de libre comercio, sean bilaterales o de bloque, llevarán al “remate” del país. La errática política energética del Gobierno boliviano (en la que la “nacionalización” fue sólo retórica) es la prueba más contundente de que la consigna puede disfrazar por un tiempo los errores y el mal manejo de políticas económicas, pero la factura ya está comenzando a pasarse.
Mientras el “socialismo del siglo XXI” siga siendo una entelequia, Evo corre el riesgo de seguir dilapidando el extraordinario capital histórico y popular que tiene. Si el discurso es recuperar dignidad, el argumento vale para todos. A Bolivia no le interesan las dignidades parciales y de bandera, le interesa la recuperación de una capacidad de autodeterminación en el contexto de su mínimo peso internacional, lo que obliga a un mínimo de realismo, que vale para Washington y para Caracas.
El problema es que el presidente boliviano está preso de una dependencia psicológica muy fuerte de Fidel Castro y de Hugo Chávez, dependencia vinculada a una identidad de ideas (suponiendo que tengamos claro de qué ideas estamos hablando), y la inaceptable dependencia económica en el uso discrecional de gastos reservados y cheques de bolsillo a bolsillo de Chávez a Morales.
Lo que viene es aún complejo y entreverado. Los adversarios siguen atrincherados, pero el referéndum ha puesto en su lugar los tamaños y el horizonte de cada cual. El diálogo no sólo es el único camino posible, sino que quizás hoy sea más viable que ayer. De lo que se trata es de hacer posible una Constitución que sea el pacto social de todos, recuperar el Estado racionalmente y crear nueve autonomías departamentales. Con eso, que no es poco, los bolivianos nos damos por bien pagados.
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