Por André Glucksmann y Bernard-Henri Lévy, filósofos franceses (EL MUNDO, 13/08/08):
No crean que estamos ante un asunto puramente local. Se trata probablemente del momento más decisivo de la historia europea desde la caída del Muro de Berlín. Lo demuestran fehacientemente los gritos procedentes de Moscú. «Genocidio», acusa Putin, que no se dignó a pronunciar esa misma palabra durante la conmemoración del 50 aniversario de Auschwitz. «Múnich», evoca el tierno Medvedev, insinuando que Georgia, con sus 4,5 millones de habitantes, es la reencarnación del III Reich.
No seremos nosotros los que subestimemos las capacidades mentales de ambos dirigentes. Lo que adivinamos es que, simulando indignación y jugando a fondo esa carta, manifiestan su voluntad de asestar un gran golpe. Está realmente claro que los spin doctors del Kremlin han revisado los clásicos de la propaganda totalitaria: cuanto mayor es mi mentira, más efecto tiene.
¿Quién fue el primero en disparar esta mañana? La pregunta es obsoleta. Los georgianos se retiraron de Osetia del Sur, territorio que la legislación internacional -conviene recordar- coloca bajo su jurisdicción. También se retiraron de las ciudades vecinas. ¿Es necesario que se retiren igualmente de su capital? La verdad es que la intervención del Ejército ruso fuera de sus fronteras, contra un país independiente y miembro de la ONU, es una novedad desde hace varias décadas. Más en concreto, desde la invasión de Afganistán precisamente por parte de los rusos. En 1989, Gorbachov se negó a enviar los tanques soviéticos contra la Polonia de Solidarnosc. Cinco años después, Yeltsin se cuidó mucho de permitir a las divisiones rusas entrar en Yugoslavia para apoyar a Milosevic. El propio Putin no asumió el riesgo de enviar a sus tropas a sofocar la Revolución de las Rosas (Georgia, 2002) ni la Revolución Naranja (Ucrania, 2004). Pero hoy, toda esa praxis se está viniendo abajo. Y corremos el riesgo de que, ante nuestros ojos, aparezca un mundo nuevo, con nuevas reglas.
¿A qué espera la Unión Europea y Estados Unidos para detener la invasión de Georgia, su país amigo? ¿Veremos a Mijail Saakashvili, líder prooccidental, democráticamente elegido, expulsado del país, exiliado y reemplazado por un fantoche o ajusticiado con una cuerda al cuello? ¿Va a reinar el orden en Tiflis como reinó en Budapest en 1956 y en Praga en 1958? A estas sencillas preguntas sólo cabe contestar con una respuesta. Hay que salvar, aquí y ahora, a una democracia amenazada de muerte. Porque no se trata sólo de Georgia. El caso afecta también a Ucrania, a Azerbayán, a Asia Central, a Europa del Este y, por lo tanto, a Europa. Si dejamos que los tanques y los bombarderos arrasen Georgia, les estamos diciendo a todos los vecinos, más o menos cercanos a la Gran Rusia, que jamás los defenderemos, que nuestras promesas son papel mojado, que nuestros buenos sentimientos se los lleva el viento y que, por lo tanto, no pueden esperar nada de nosotros.
Nos queda poco tiempo. Comencemos, pues, por denunciar claramente al agresor: la Rusia de Vladimir Putin y de Dmitri Medvedev, ese «liberal» famoso y desconocido que se suponía que iba a suavizar el nacionalismo de Putin. A continuación, rompamos con el régimen de la tergiversación y de las mentiras vendidas como verdades: los 200.000 muertos de Chechenia; la suerte del Cáucaso Norte como un «asunto interno»; Anna Politkovskaya, una suicida; Litvinenko, un ovni… Y admitamos, por fin, que la autocracia putiana, nacida por obra y gracia de los oscuros atentados que ensangrentaron Moscú en 1999, no es un socio de fiar y, mucho menos, una potencia amiga.
¿Con qué derecho esta Rusia, agresiva, amenazadora y con mala fe, sigue siendo miembro del G8? ¿Por qué se sienta en el Consejo de Europa, institución dedicada a defender los valores de nuestro continente? ¿Para qué mantener las grandes inversiones, especialmente alemanas, del gasoducto bajo el Báltico para beneficiar sólo a Rusia, cuyo objetivo es cortocircuitar los que pasan por Ucrania y Polonia? Si el Kremlin persiste en su agresión caucásica, ¿no es conveniente que la Unión Europea reconsidere el conjunto de sus relaciones con su gran vecino? Porque Rusia necesita más vender su petróleo que nosotros comprárselo. A veces, es posible cazar al cazador. Si Europa encuentra audacia y lucidez, es fuerte. De lo contrario, es una Europa muerta.
Los dos firmantes de este artículo conminábamos públicamente, en una carta fechada el 29 de marzo de 2008, a Angela Merkel y a Nicolas Sarkozy a no bloquear el acercamiento de Georgia y de Ucrania a la OTAN. Una decisión positiva, escribíamos entonces, que «convertiría en un santuario a los dos países. Y el gas seguiría llegando. Y la lógica de la guerra, que tanto hace temblar a algunos, se encasquillaría de inmediato. De lo contrario, estamos convencidos de que nuestro rechazo enviaría un signo desastroso a los nuevos zares de la Rusia nacional-capitalista. Les demostraría que somos débiles y veletas, que Georgia y Ucrania son tierras a conquistar y que nosotros las inmolamos sin rechistar en el ara de sus ambiciones imperiales redivivas. No integrar, o más exactamente no pensar en integrar, a estos países en el espacio de la civilización europea desestabilizaría a toda la región. En definitiva, cediendo ante Vladimir Putin, sacrificando nuestros principios ante él, reforzaríamos, en Moscú, el nacionalismo más agresivo». Era imaginarnos lo peor, sin querer creerlo demasiado. Pero lo peor ha llegado. Para no disgustar a Moscú, Francia y Alemania pusieron su veto a esta perspectiva de integración. Y Putin recibió el recado y, como agradecimiento, desencadenó su ofensiva.
Es hora de cambiar de método. Los europeos asistieron, impotentes por estar divididos, al sitio de Sarajevo. Vieron cómo se destrozaba Grozni, impotentes por ciegos. ¿Va a obligarnos la cobardía, también esta vez, a contemplar, pasivos y timoratos, la capitulación de la democracia en Tiflis? El Estado Mayor del Kremlin jamás creyó en una «Unión europea». Pofesa, más bien, que, bajo las buenas palabras de las que Bruselas es sumamente pródiga, bullen las rivalidades seculares entre soberanías nacionales, manipulables a conveniencia y mutuamente paralizadoras. El test georgiano es la prueba de la existencia o no de Europa. La Europa que se construyó contra el telón de acero, contra los fascismos de antaño y de hoy, contra sus propias guerras coloniales, la Europa que festejó la caída del Muro y saludó la Revolución de Terciopelo, se encuentra hoy al borde del coma. ¿Veremos sellar el final de nuestra breve historia común en las olimpiadas del horror del Cáucaso?
No crean que estamos ante un asunto puramente local. Se trata probablemente del momento más decisivo de la historia europea desde la caída del Muro de Berlín. Lo demuestran fehacientemente los gritos procedentes de Moscú. «Genocidio», acusa Putin, que no se dignó a pronunciar esa misma palabra durante la conmemoración del 50 aniversario de Auschwitz. «Múnich», evoca el tierno Medvedev, insinuando que Georgia, con sus 4,5 millones de habitantes, es la reencarnación del III Reich.
No seremos nosotros los que subestimemos las capacidades mentales de ambos dirigentes. Lo que adivinamos es que, simulando indignación y jugando a fondo esa carta, manifiestan su voluntad de asestar un gran golpe. Está realmente claro que los spin doctors del Kremlin han revisado los clásicos de la propaganda totalitaria: cuanto mayor es mi mentira, más efecto tiene.
¿Quién fue el primero en disparar esta mañana? La pregunta es obsoleta. Los georgianos se retiraron de Osetia del Sur, territorio que la legislación internacional -conviene recordar- coloca bajo su jurisdicción. También se retiraron de las ciudades vecinas. ¿Es necesario que se retiren igualmente de su capital? La verdad es que la intervención del Ejército ruso fuera de sus fronteras, contra un país independiente y miembro de la ONU, es una novedad desde hace varias décadas. Más en concreto, desde la invasión de Afganistán precisamente por parte de los rusos. En 1989, Gorbachov se negó a enviar los tanques soviéticos contra la Polonia de Solidarnosc. Cinco años después, Yeltsin se cuidó mucho de permitir a las divisiones rusas entrar en Yugoslavia para apoyar a Milosevic. El propio Putin no asumió el riesgo de enviar a sus tropas a sofocar la Revolución de las Rosas (Georgia, 2002) ni la Revolución Naranja (Ucrania, 2004). Pero hoy, toda esa praxis se está viniendo abajo. Y corremos el riesgo de que, ante nuestros ojos, aparezca un mundo nuevo, con nuevas reglas.
¿A qué espera la Unión Europea y Estados Unidos para detener la invasión de Georgia, su país amigo? ¿Veremos a Mijail Saakashvili, líder prooccidental, democráticamente elegido, expulsado del país, exiliado y reemplazado por un fantoche o ajusticiado con una cuerda al cuello? ¿Va a reinar el orden en Tiflis como reinó en Budapest en 1956 y en Praga en 1958? A estas sencillas preguntas sólo cabe contestar con una respuesta. Hay que salvar, aquí y ahora, a una democracia amenazada de muerte. Porque no se trata sólo de Georgia. El caso afecta también a Ucrania, a Azerbayán, a Asia Central, a Europa del Este y, por lo tanto, a Europa. Si dejamos que los tanques y los bombarderos arrasen Georgia, les estamos diciendo a todos los vecinos, más o menos cercanos a la Gran Rusia, que jamás los defenderemos, que nuestras promesas son papel mojado, que nuestros buenos sentimientos se los lleva el viento y que, por lo tanto, no pueden esperar nada de nosotros.
Nos queda poco tiempo. Comencemos, pues, por denunciar claramente al agresor: la Rusia de Vladimir Putin y de Dmitri Medvedev, ese «liberal» famoso y desconocido que se suponía que iba a suavizar el nacionalismo de Putin. A continuación, rompamos con el régimen de la tergiversación y de las mentiras vendidas como verdades: los 200.000 muertos de Chechenia; la suerte del Cáucaso Norte como un «asunto interno»; Anna Politkovskaya, una suicida; Litvinenko, un ovni… Y admitamos, por fin, que la autocracia putiana, nacida por obra y gracia de los oscuros atentados que ensangrentaron Moscú en 1999, no es un socio de fiar y, mucho menos, una potencia amiga.
¿Con qué derecho esta Rusia, agresiva, amenazadora y con mala fe, sigue siendo miembro del G8? ¿Por qué se sienta en el Consejo de Europa, institución dedicada a defender los valores de nuestro continente? ¿Para qué mantener las grandes inversiones, especialmente alemanas, del gasoducto bajo el Báltico para beneficiar sólo a Rusia, cuyo objetivo es cortocircuitar los que pasan por Ucrania y Polonia? Si el Kremlin persiste en su agresión caucásica, ¿no es conveniente que la Unión Europea reconsidere el conjunto de sus relaciones con su gran vecino? Porque Rusia necesita más vender su petróleo que nosotros comprárselo. A veces, es posible cazar al cazador. Si Europa encuentra audacia y lucidez, es fuerte. De lo contrario, es una Europa muerta.
Los dos firmantes de este artículo conminábamos públicamente, en una carta fechada el 29 de marzo de 2008, a Angela Merkel y a Nicolas Sarkozy a no bloquear el acercamiento de Georgia y de Ucrania a la OTAN. Una decisión positiva, escribíamos entonces, que «convertiría en un santuario a los dos países. Y el gas seguiría llegando. Y la lógica de la guerra, que tanto hace temblar a algunos, se encasquillaría de inmediato. De lo contrario, estamos convencidos de que nuestro rechazo enviaría un signo desastroso a los nuevos zares de la Rusia nacional-capitalista. Les demostraría que somos débiles y veletas, que Georgia y Ucrania son tierras a conquistar y que nosotros las inmolamos sin rechistar en el ara de sus ambiciones imperiales redivivas. No integrar, o más exactamente no pensar en integrar, a estos países en el espacio de la civilización europea desestabilizaría a toda la región. En definitiva, cediendo ante Vladimir Putin, sacrificando nuestros principios ante él, reforzaríamos, en Moscú, el nacionalismo más agresivo». Era imaginarnos lo peor, sin querer creerlo demasiado. Pero lo peor ha llegado. Para no disgustar a Moscú, Francia y Alemania pusieron su veto a esta perspectiva de integración. Y Putin recibió el recado y, como agradecimiento, desencadenó su ofensiva.
Es hora de cambiar de método. Los europeos asistieron, impotentes por estar divididos, al sitio de Sarajevo. Vieron cómo se destrozaba Grozni, impotentes por ciegos. ¿Va a obligarnos la cobardía, también esta vez, a contemplar, pasivos y timoratos, la capitulación de la democracia en Tiflis? El Estado Mayor del Kremlin jamás creyó en una «Unión europea». Pofesa, más bien, que, bajo las buenas palabras de las que Bruselas es sumamente pródiga, bullen las rivalidades seculares entre soberanías nacionales, manipulables a conveniencia y mutuamente paralizadoras. El test georgiano es la prueba de la existencia o no de Europa. La Europa que se construyó contra el telón de acero, contra los fascismos de antaño y de hoy, contra sus propias guerras coloniales, la Europa que festejó la caída del Muro y saludó la Revolución de Terciopelo, se encuentra hoy al borde del coma. ¿Veremos sellar el final de nuestra breve historia común en las olimpiadas del horror del Cáucaso?
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