Por Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China (LA VANGUARDIA, 09/08/08):
Después de tanto esfuerzo, el largo proceso que ha conducido a los Juegos de Pekín ha dejado en todo el mundo una doble sensación. En primer lugar, casi de repente, la convicción parcial de que China será uno de los poderes clave del nuevo siglo se ha convertido en una verdad prácticamente universal, pasando por alto las hipotecas y complejidades que aún penden sobre dicho proceso. Esa unanimidad, por otra parte, deja paso a un desacuerdo profundo: la incertidumbre pesa sobre la evolución de su sistema político, circunstancia que, en unos, suscita preocupación (especialmente por las reservas ante el ingrediente nacionalista y la falta de asunción efectiva de los valores globales), mientras que, para otros, esa preocupación es expresión de la desazón que experimentan los hipotéticos rivales, ante el temor de verse inevitablemente relegados, con un poder global notoriamente reducido ante una China que no se deja influenciar a la ligera.
Esta China quiere desarrollarse, acceder a mayores cotas de bienestar, y llega a los Juegos después de tres décadas de pujante crecimiento. Hoy puede llenar con sus productos (o de las multinacionales occidentales que tanto se benefician de las carencias de su mercado laboral) los anaqueles de los supermercados de todo el mundo, pero no está del todo claro que esa convicción de producir más y a mejor precio que nadie - lo que, a priori, sería de agradecer en el mundo occidental-, vaya acompañado de una mayor simpatía global. Y ello es así aun siendo verdad que el Gobierno chino no parece aspirar en modo alguno a llenar el mundo de bases militares y que, a lo sumo, sus soldados en el exterior multiplican su participación en las misiones de paz de la ONU, un cambio positivo que denota la progresiva asunción de responsabilidades globales, al igual que intensifica su apego a la diplomacia multilateral. Siendo esto cierto, más allá del régimen y sus usufructuarios, muchos ciudadanos chinos que aspiraban a convertir los Juegos en una alegre ceremonia de encuentro con el exterior, se han visto defraudados y molestos por algunas críticas y modos de actuación que juzgan extemporáneos y fuera de tono aun cuando admiten las carencias de un sistema para el cual ellos mismos reclaman mayor evolución, aunque sin admitir soberbias ni imposiciones que ignoren o desprecien su soberanía. Esa riqueza de matices es esencial para tender puentes con la sociedad china.
Con la fuerza de su economía a pleno pulmón, pero con algunos achaques importantes, China celebra los Juegos en un momento interno de cambios en su modelo de desarrollo, sentando las bases de un país no sólo más rico, sino también tecnológicamente más avanzado y poderoso. La inflación pudiera parecer el mayor problema actual, pero los desafíos estructurales y el impacto social de los desajustes constituyen los mayores retos para la estabilidad del proceso, junto a los males sempiternos que, como la corrupción, alientan el desasosiego cívico.
En cualquier caso, dos imperativos se imponen para capitalizar en positivo el enorme esfuerzo que el pueblo chino ha protagonizado en las últimas décadas. En primer lugar, perseverar en la eliminación de aquellas dudas que fundamentan las desconfianzas. Librarse de la pobreza, objetivo número uno, exige también librarse del autoritarismo, que no es más que otra forma de miseria. No valen coartadas al respecto, si bien cabe respetar el derecho a la originalidad de la vía elegida. En segundo lugar, fomentar un mayor conocimiento de su cultura en el exterior, circunstancia que ayudaría y mucho a comprender la naturaleza profunda de los cambios y a identificar los mejores mecanismos para acompañar y completar su evolución. La trivialización de su identidad, nutrida de manidos tópicos tan fáciles de popularizar, dificulta la credibilidad de su discurso en otros órdenes.
Los Juegos Olímpicos del 2008 permitirán al mundo tomar conciencia del regreso de China al centro de la escena internacional. Se sentará en primera fila. Sus mastodónticas dimensiones le impiden evitarlo. Pronto será el país más rico aunque muchos de sus ciudadanos sigan viviendo con niveles de renta propios de un país en vías de desarrollo. No es un problema de ambición, sino de magnitud, la misma que, observada en lo absoluto, provoca tantas distorsiones engañosas. Los Juegos Olímpicos le han permitido darse cuenta de lo complejo de algunos problemas y advertir que su emergencia, pese a tantas declaraciones de buenas intenciones, pudiera no ser tan armoniosa como cabría desear.
Después de tanto esfuerzo, el largo proceso que ha conducido a los Juegos de Pekín ha dejado en todo el mundo una doble sensación. En primer lugar, casi de repente, la convicción parcial de que China será uno de los poderes clave del nuevo siglo se ha convertido en una verdad prácticamente universal, pasando por alto las hipotecas y complejidades que aún penden sobre dicho proceso. Esa unanimidad, por otra parte, deja paso a un desacuerdo profundo: la incertidumbre pesa sobre la evolución de su sistema político, circunstancia que, en unos, suscita preocupación (especialmente por las reservas ante el ingrediente nacionalista y la falta de asunción efectiva de los valores globales), mientras que, para otros, esa preocupación es expresión de la desazón que experimentan los hipotéticos rivales, ante el temor de verse inevitablemente relegados, con un poder global notoriamente reducido ante una China que no se deja influenciar a la ligera.
Esta China quiere desarrollarse, acceder a mayores cotas de bienestar, y llega a los Juegos después de tres décadas de pujante crecimiento. Hoy puede llenar con sus productos (o de las multinacionales occidentales que tanto se benefician de las carencias de su mercado laboral) los anaqueles de los supermercados de todo el mundo, pero no está del todo claro que esa convicción de producir más y a mejor precio que nadie - lo que, a priori, sería de agradecer en el mundo occidental-, vaya acompañado de una mayor simpatía global. Y ello es así aun siendo verdad que el Gobierno chino no parece aspirar en modo alguno a llenar el mundo de bases militares y que, a lo sumo, sus soldados en el exterior multiplican su participación en las misiones de paz de la ONU, un cambio positivo que denota la progresiva asunción de responsabilidades globales, al igual que intensifica su apego a la diplomacia multilateral. Siendo esto cierto, más allá del régimen y sus usufructuarios, muchos ciudadanos chinos que aspiraban a convertir los Juegos en una alegre ceremonia de encuentro con el exterior, se han visto defraudados y molestos por algunas críticas y modos de actuación que juzgan extemporáneos y fuera de tono aun cuando admiten las carencias de un sistema para el cual ellos mismos reclaman mayor evolución, aunque sin admitir soberbias ni imposiciones que ignoren o desprecien su soberanía. Esa riqueza de matices es esencial para tender puentes con la sociedad china.
Con la fuerza de su economía a pleno pulmón, pero con algunos achaques importantes, China celebra los Juegos en un momento interno de cambios en su modelo de desarrollo, sentando las bases de un país no sólo más rico, sino también tecnológicamente más avanzado y poderoso. La inflación pudiera parecer el mayor problema actual, pero los desafíos estructurales y el impacto social de los desajustes constituyen los mayores retos para la estabilidad del proceso, junto a los males sempiternos que, como la corrupción, alientan el desasosiego cívico.
En cualquier caso, dos imperativos se imponen para capitalizar en positivo el enorme esfuerzo que el pueblo chino ha protagonizado en las últimas décadas. En primer lugar, perseverar en la eliminación de aquellas dudas que fundamentan las desconfianzas. Librarse de la pobreza, objetivo número uno, exige también librarse del autoritarismo, que no es más que otra forma de miseria. No valen coartadas al respecto, si bien cabe respetar el derecho a la originalidad de la vía elegida. En segundo lugar, fomentar un mayor conocimiento de su cultura en el exterior, circunstancia que ayudaría y mucho a comprender la naturaleza profunda de los cambios y a identificar los mejores mecanismos para acompañar y completar su evolución. La trivialización de su identidad, nutrida de manidos tópicos tan fáciles de popularizar, dificulta la credibilidad de su discurso en otros órdenes.
Los Juegos Olímpicos del 2008 permitirán al mundo tomar conciencia del regreso de China al centro de la escena internacional. Se sentará en primera fila. Sus mastodónticas dimensiones le impiden evitarlo. Pronto será el país más rico aunque muchos de sus ciudadanos sigan viviendo con niveles de renta propios de un país en vías de desarrollo. No es un problema de ambición, sino de magnitud, la misma que, observada en lo absoluto, provoca tantas distorsiones engañosas. Los Juegos Olímpicos le han permitido darse cuenta de lo complejo de algunos problemas y advertir que su emergencia, pese a tantas declaraciones de buenas intenciones, pudiera no ser tan armoniosa como cabría desear.
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