Por Javier Rupérez, embajador de España (ABC, 14/08/08):
Abogaba yo en estas mismas páginas hace pocos días -ABC, 21 de julio, 2008- por la entrada de Georgia y Ucrania en la OTAN, accediendo a los deseos de los dos países expresados en ese sentido. A la vista de los trágicos acontecimientos que en este momento están teniendo lugar en Osetia del Sur, parte del territorio de Georgia, lo menos que cabe argüir es que si la OTAN hubiera sido sensible a esas demandas, ni las tropas georgianas habrían intervenido contra el territorio secesionista ni las tropas rusas habrían invadido el espacio georgiano.
A primera vista, la decisión del presidente de Georgia de poner fin por las armas a la secesión oseta aparece como un grosero error de cálculo. La historia de tensiones entre Tiblisi y Moscú desde que la República del Cáucaso accedió a la independencia es larga y prolija, y suficientemente conocida la interferencia constante de las autoridades rusas en los asuntos georgianos. El mantenimiento de las rebeldías en Abjasia y Osetia del Sur ha contado abiertamente con el beneplácito y apoyo de Rusia y los líderes secesionistas de los dos territorios no han ocultado nunca sus simpatías por el Kremlin moscovita. Una acción militar de los georgianos contra los osetos habría de desembocar necesariamente en un enfrentamiento con los herederos de la URSS. Y no hace falta ser un experto en capacidades militares para saber dónde se encuentra la auténtica realidad del poder.
Si el ataque georgiano ha sido calculado para coincidir con el comienzo de las Olimpiadas en Pekín, esperando con ello que la inexistente tregua olímpica impidiera la reacción rusa, o desencadenado con la esperanza de encontrar ayuda en Occidente, la visión no puede haber sido más miope. Los rusos no están dispuestos a templar gaitas en el Cáucaso y el Occidente, más allá de las canónicas expresiones de solidaridad, no prevé la participación de sus efectivos militares en un conflicto que tenga por objetivo la reintegración territorial de Georgia. Es por otro lado patente la irritación con que las capitales europeas han recibido la noticia de los recientes enfrentamientos, no tanto por el recordatorio que contienen sino por la molestia que consigo traen.
Y en efecto Mijail Saakashvili, el presidente de Georgia, puede haberse equivocado en el desencadenamiento de las hostilidades, en la selección del momento escogido para las mismas, en los motivos que le han llevado a tomar la grave decisión o en el cálculo de las consecuencias. Y seguramente muchos estarán dispuestos a echárselo en cara. Todos aquellos que cerraron los ojos a los conflictos latentes en Georgia y en otras partes del Cáucaso, esperando que el tiempo, cuan ungüento mágico, ayudara a su pacífica resolución.
En donde el presidente georgiano no se ha equivocado es la reclamación de su integridad territorial. Las secesiones de Osetia del Sur y de Abjasia, sistemáticamente alentadas por los rusos, han contribuido a desestabilizar la existencia independiente de Georgia. Lo mismo puede decirse de Nagorno Karabaj, el enclave armenio en Azeirbajan y de Trasnistria, la banda oriental de Moldova, en su momento escogida por los militares rusos para su retiro y desde hace años conservada por Moscú como feudo particular. Las innumerables tareas mediadoras llevadas a cabo por la OSCE para acabar con esos focos de tensión han tropezado sistemáticamente con la intransigencia de Moscú. No es de extrañar ahora o en el futuro que los legítimos detentadores de las respectivas soberanías nacionales intenten imponer por la fuerza lo que les es negado por la razón y el derecho. Sin olvidar, y ello es muy patente en Georgia, las provocaciones manifiestas y continuas de Rusia en la prosecución de sus intereses y en la desestabilización del adversario. Hace todavía pocos días que Tiblisi denunciaba, y los observadores internacionales constataban, las continuas violaciones del espacio aéreo georgiano por aviones rusos. Saakashvili no parece ser un prodigio de contención diplomática, pero cabe preguntarse quién podría mantenerla con vecinos tan hoscos y agresivos.
Si la OTAN hubiera mostrado en su momento una disposición favorable a la entrada de Georgia en el club, la decisión georgiana de emplear las armas en Osetia del Sur no hubiera tenido lugar. Los mecanismos internos de consulta y decisión en el seno de la Alianza hubieran puesto sordina a las impaciencias del pro americano presidente de la República caucásica. Y, naturalmente, los rusos hubieran debido tener en cuenta los costes derivados de una agresión a un miembro de la Alianza. Todo ello queda ahora arrojado al pozo sin fondo de las oportunidades perdidas.
Y Osetia del Sur, con toda probabilidad, quedará anexionada «de facto», si no «de jure», a la soberanía rusa e integrada con el Norte de la misma República. La manifiesta y grosera violación por parte de Rusia de las fronteras y de la integridad territorial de un Estado soberano, miembro de la ONU y de la OSCE, servirá para muchas recriminaciones, no pocas sesiones baldías del Consejo de Seguridad, un significativo aumento de la tensión internacional en la zona, y nada más. ¿Está alguien en Occidente dispuesto a morir por la integridad territorial de Georgia? Y además, ¿quién creerá en las reclamaciones a favor del retorno a esa integridad territorial cuando hace pocas semanas los mismos que hoy la exigen no tuvieron empacho ni vergüenza en negársela a Serbia al reconocer la independencia de Kosovo?
Rusia no acaba de conformarse a la pérdida de la dimensión territorial de la URSS y los países occidentales no acaban de tomar la medida a las consecuencias del síndrome post imperial. Washington se empeña en tratar con Moscú como si Stalin -georgiano él, por cierto- siguiera mandando en el Kremlin y los europeos occidentales oscilan entre el temor al malhumorado oso y el halago ante el poderío energético. El resultado es una política equivocada -la independencia de Kosovo nunca debió ser reconocida- y vacilante -Georgia y Ucrania, como en su momento Letonia, Lituania y Estonia debieran haber sido aceptadas como miembros de la OTAN-. Hoy, cuando las tropas rusas están en Georgia, es ya demasiado tarde para otra cosa que no sea el intento de recomponer los graves descosidos. Y procurar que la tensión no alcance el punto de no retorno.
La política internacional no ha sido nunca un dechado de coherencia, y en ello no es demasiado diferente a la historia de cualquier humano. Pero los riesgos a que conducen los desaciertos de los que la controlan y practican suelen traer consigo calamidades de consideración. Todo suele empezar por pequeños errores de cálculo, improvisaciones nimias, vacilaciones e indecisiones. Un día es el error Kosovo. Otro, la negativa a incluir Georgia, Ucrania y Macedonia en la OTAN. Quizás más tarde el mostrenco rechazo a que Turquía sea miembro de la UE. Un poco antes, la creencia inmatizada de que los jefes de los servicios de inteligencia -qué ironía- saben todo, incluso el número de armas de destrucción masiva que el enemigo posee. Y así, paso a paso, nos encontramos con las tropas rusas a sesenta kilómetros de Tiblisi. Entre la cacofonía, nadie se encarga de recontar los muertos. Pero es que la vida, como bien decía Macbeth, «es una historia contada por un idiota, llena de ruido y de furia, que nada significa». A lo mejor convendría que en Bruselas, Washington y Moscú volvieran a leer a Shakespeare. Antes de que sea demasiado tarde.
Abogaba yo en estas mismas páginas hace pocos días -ABC, 21 de julio, 2008- por la entrada de Georgia y Ucrania en la OTAN, accediendo a los deseos de los dos países expresados en ese sentido. A la vista de los trágicos acontecimientos que en este momento están teniendo lugar en Osetia del Sur, parte del territorio de Georgia, lo menos que cabe argüir es que si la OTAN hubiera sido sensible a esas demandas, ni las tropas georgianas habrían intervenido contra el territorio secesionista ni las tropas rusas habrían invadido el espacio georgiano.
A primera vista, la decisión del presidente de Georgia de poner fin por las armas a la secesión oseta aparece como un grosero error de cálculo. La historia de tensiones entre Tiblisi y Moscú desde que la República del Cáucaso accedió a la independencia es larga y prolija, y suficientemente conocida la interferencia constante de las autoridades rusas en los asuntos georgianos. El mantenimiento de las rebeldías en Abjasia y Osetia del Sur ha contado abiertamente con el beneplácito y apoyo de Rusia y los líderes secesionistas de los dos territorios no han ocultado nunca sus simpatías por el Kremlin moscovita. Una acción militar de los georgianos contra los osetos habría de desembocar necesariamente en un enfrentamiento con los herederos de la URSS. Y no hace falta ser un experto en capacidades militares para saber dónde se encuentra la auténtica realidad del poder.
Si el ataque georgiano ha sido calculado para coincidir con el comienzo de las Olimpiadas en Pekín, esperando con ello que la inexistente tregua olímpica impidiera la reacción rusa, o desencadenado con la esperanza de encontrar ayuda en Occidente, la visión no puede haber sido más miope. Los rusos no están dispuestos a templar gaitas en el Cáucaso y el Occidente, más allá de las canónicas expresiones de solidaridad, no prevé la participación de sus efectivos militares en un conflicto que tenga por objetivo la reintegración territorial de Georgia. Es por otro lado patente la irritación con que las capitales europeas han recibido la noticia de los recientes enfrentamientos, no tanto por el recordatorio que contienen sino por la molestia que consigo traen.
Y en efecto Mijail Saakashvili, el presidente de Georgia, puede haberse equivocado en el desencadenamiento de las hostilidades, en la selección del momento escogido para las mismas, en los motivos que le han llevado a tomar la grave decisión o en el cálculo de las consecuencias. Y seguramente muchos estarán dispuestos a echárselo en cara. Todos aquellos que cerraron los ojos a los conflictos latentes en Georgia y en otras partes del Cáucaso, esperando que el tiempo, cuan ungüento mágico, ayudara a su pacífica resolución.
En donde el presidente georgiano no se ha equivocado es la reclamación de su integridad territorial. Las secesiones de Osetia del Sur y de Abjasia, sistemáticamente alentadas por los rusos, han contribuido a desestabilizar la existencia independiente de Georgia. Lo mismo puede decirse de Nagorno Karabaj, el enclave armenio en Azeirbajan y de Trasnistria, la banda oriental de Moldova, en su momento escogida por los militares rusos para su retiro y desde hace años conservada por Moscú como feudo particular. Las innumerables tareas mediadoras llevadas a cabo por la OSCE para acabar con esos focos de tensión han tropezado sistemáticamente con la intransigencia de Moscú. No es de extrañar ahora o en el futuro que los legítimos detentadores de las respectivas soberanías nacionales intenten imponer por la fuerza lo que les es negado por la razón y el derecho. Sin olvidar, y ello es muy patente en Georgia, las provocaciones manifiestas y continuas de Rusia en la prosecución de sus intereses y en la desestabilización del adversario. Hace todavía pocos días que Tiblisi denunciaba, y los observadores internacionales constataban, las continuas violaciones del espacio aéreo georgiano por aviones rusos. Saakashvili no parece ser un prodigio de contención diplomática, pero cabe preguntarse quién podría mantenerla con vecinos tan hoscos y agresivos.
Si la OTAN hubiera mostrado en su momento una disposición favorable a la entrada de Georgia en el club, la decisión georgiana de emplear las armas en Osetia del Sur no hubiera tenido lugar. Los mecanismos internos de consulta y decisión en el seno de la Alianza hubieran puesto sordina a las impaciencias del pro americano presidente de la República caucásica. Y, naturalmente, los rusos hubieran debido tener en cuenta los costes derivados de una agresión a un miembro de la Alianza. Todo ello queda ahora arrojado al pozo sin fondo de las oportunidades perdidas.
Y Osetia del Sur, con toda probabilidad, quedará anexionada «de facto», si no «de jure», a la soberanía rusa e integrada con el Norte de la misma República. La manifiesta y grosera violación por parte de Rusia de las fronteras y de la integridad territorial de un Estado soberano, miembro de la ONU y de la OSCE, servirá para muchas recriminaciones, no pocas sesiones baldías del Consejo de Seguridad, un significativo aumento de la tensión internacional en la zona, y nada más. ¿Está alguien en Occidente dispuesto a morir por la integridad territorial de Georgia? Y además, ¿quién creerá en las reclamaciones a favor del retorno a esa integridad territorial cuando hace pocas semanas los mismos que hoy la exigen no tuvieron empacho ni vergüenza en negársela a Serbia al reconocer la independencia de Kosovo?
Rusia no acaba de conformarse a la pérdida de la dimensión territorial de la URSS y los países occidentales no acaban de tomar la medida a las consecuencias del síndrome post imperial. Washington se empeña en tratar con Moscú como si Stalin -georgiano él, por cierto- siguiera mandando en el Kremlin y los europeos occidentales oscilan entre el temor al malhumorado oso y el halago ante el poderío energético. El resultado es una política equivocada -la independencia de Kosovo nunca debió ser reconocida- y vacilante -Georgia y Ucrania, como en su momento Letonia, Lituania y Estonia debieran haber sido aceptadas como miembros de la OTAN-. Hoy, cuando las tropas rusas están en Georgia, es ya demasiado tarde para otra cosa que no sea el intento de recomponer los graves descosidos. Y procurar que la tensión no alcance el punto de no retorno.
La política internacional no ha sido nunca un dechado de coherencia, y en ello no es demasiado diferente a la historia de cualquier humano. Pero los riesgos a que conducen los desaciertos de los que la controlan y practican suelen traer consigo calamidades de consideración. Todo suele empezar por pequeños errores de cálculo, improvisaciones nimias, vacilaciones e indecisiones. Un día es el error Kosovo. Otro, la negativa a incluir Georgia, Ucrania y Macedonia en la OTAN. Quizás más tarde el mostrenco rechazo a que Turquía sea miembro de la UE. Un poco antes, la creencia inmatizada de que los jefes de los servicios de inteligencia -qué ironía- saben todo, incluso el número de armas de destrucción masiva que el enemigo posee. Y así, paso a paso, nos encontramos con las tropas rusas a sesenta kilómetros de Tiblisi. Entre la cacofonía, nadie se encarga de recontar los muertos. Pero es que la vida, como bien decía Macbeth, «es una historia contada por un idiota, llena de ruido y de furia, que nada significa». A lo mejor convendría que en Bruselas, Washington y Moscú volvieran a leer a Shakespeare. Antes de que sea demasiado tarde.
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