Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 04/08/08):
La captura de Radovan Karadzic, presunto criminal de guerra en el que se reflejan todos los odios étnicos y todas las atrocidades de los Balcanes poscomunistas, concede un repentino crédito a una justicia internacional que se creía desfalleciente. También se espera en Europa que desencadene una nueva dinámica virtuosa en el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia (TPIY), que su controvertida fiscal Carla del Ponte había llegado a considerar en estado comatoso luego de que Slobodan Milosevic, expresidente de Serbia, fuera hallado muerto en su celda de la prisión de Scheveningen, en La Haya, sede de la jurisdicción, el 11 de marzo del 2006.
La verdad, empero, es que hay pocos motivos para la esperanza de reavivar la casi utópica aspiración de una justicia universal permanente y digna de tal nombre. Pocos días antes de la detención de Karadzic, la solicitud del fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) de una orden de busca y captura contra el presidente del Sudán, Omar al Bashir, considerado el principal responsable de la carnicería de Darfur, desató una tormenta diplomática y tropezó con el vehemente rechazo o la indiferencia glacial de la mayoría de estados africanos y asiáticos, además de las alarmistas advertencias del secretario general de la ONU, Ban Ki-moon.
¿ACASO LA justicia internacional es una cuestión europea que solo interesa a los europeos? Ya sabemos que la Unión Europea (UE), aunque pugna por dotarse de una fuerza militar de intervención rápida, de problemática autonomía junto a la OTAN, constituye el paradigma del llamado soft power (poder blando o de persuasión), que pretende hacer de las presiones diplomáticas y eco- nómicas la piedra angular de su actuación, heraldo de la paz perpetua. Acaba de apuntarse el tanto de la extradición de Karadzic, aunque con desesperante retraso, pero carece tanto de una doctrina coherente de injerencia humanitaria como de la convicción y los medios para ejecutarla.
Los otros grandes actores emiten en otra longitud de onda, más celosos de la soberanía irrestricta y la protección de sus centuriones sanguinarios que de la justicia que se incuba en La Haya. EEUU, Rusia, China, Irán e Israel, entre otros, no asumen las obligaciones del tratado de Roma (1998) que instituyó la CPI, primera jurisdicción permanente, trascendiendo la Carta de la ONU, y que entró en vigor el 11 de abril del 2002, tras ser ratificado por 60 estados. Las grandes potencias y los territorios más conflictivos, como Palestina, Chechenia, el Congo o el Líbano, escapan de su competencia, de manera que la justicia queda confinada entre los escombros de Yugoslavia.
Junto a la CPI, los tribunales ad hoc, creados por la ONU, como el TPIY y los de Ruanda, Sierra Leona, Camboya y el Líbano, no han podido superar la oposición feroz o sibilina de sus destinatarios y la ineficacia de sus patrocinadores. La justicia está muy alejada del veredicto definitivo que merecen los genocidios más espantosos y documentados (el del difunto Pol Pot y sus jemeres rojos o el de las hordas de hutus ruandeses), así como los asesinatos más repulsivos, como el del primer ministro libanés, Rafic Hariri, víctima de los esbirros del régimen de Siria, cuyo presidente fue acogido escandalosamente en París en los fastos de la Unión Mediterránea.
La justicia se supedita a la coyuntura geoestratégica y se presta a la ley del embudo o del doble rasero. Los verdugos andan sueltos y protegidos por los que deberían entregarlos, como Karadzic durante 13 años. Y si tenemos en cuenta que la cooperación internacional es imprescindible para asegurar la eficacia judicial, se comprenderá hasta qué punto las reticencias o la oposición de los actores en el conflicto, como en Sudán, el Líbano o el Congo, hasta hoy en Serbia, impiden el progreso de los sumarios, la recogida de pruebas, la protección de los testigos y la prisión de los culpables, en un sistema escrupulosamente garantista pero tributario de tortuosas transacciones.
DURANTE más de siete años, con una obstinación digna de mejor causa, George Bush ha tratado de impedir que la legislación de EEUU y el derecho internacional (convención de Ginebra sobre los prisioneros de guerra) se aplicaran a los “ilegales combatientes enemigos”, denominación utilizada para describir a los sospechosos de terrorismo, talibanes o miembros de Al Qaeda, capturados en Afganistán y presos en Guantánamo, base en Cuba convertida en símbolo de oprobio para la conciencia moral y jurídica de Occidente. Sigue la pugna entre el Ejecutivo estadounidense, el Congreso y el Tribunal Supremo tras haberse iniciado los juicios militares especiales, una controversia derivada de la concepción de los atentados del 11-S como un acto de guerra contra EEUU.
Si el siglo XX fue el de las guerras, pero, sobre todo, el de los genocidios y crímenes a gran escala contra las poblaciones civiles, queda por comprobar si la centuria en curso intentará al menos la hazaña de hacer de la justicia internacional un instrumento convincente para prevenir esas calamidades colectivas, proteger a las víctimas y testificar para la historia. El muy oneroso TPIY (120 millones de dólares anuales) deberá cerrar sus puertas en el 2010, y no sabemos si las otras instancias judiciales podrán ofrecer alguna satisfacción a las víctimas.
La captura de Radovan Karadzic, presunto criminal de guerra en el que se reflejan todos los odios étnicos y todas las atrocidades de los Balcanes poscomunistas, concede un repentino crédito a una justicia internacional que se creía desfalleciente. También se espera en Europa que desencadene una nueva dinámica virtuosa en el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia (TPIY), que su controvertida fiscal Carla del Ponte había llegado a considerar en estado comatoso luego de que Slobodan Milosevic, expresidente de Serbia, fuera hallado muerto en su celda de la prisión de Scheveningen, en La Haya, sede de la jurisdicción, el 11 de marzo del 2006.
La verdad, empero, es que hay pocos motivos para la esperanza de reavivar la casi utópica aspiración de una justicia universal permanente y digna de tal nombre. Pocos días antes de la detención de Karadzic, la solicitud del fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) de una orden de busca y captura contra el presidente del Sudán, Omar al Bashir, considerado el principal responsable de la carnicería de Darfur, desató una tormenta diplomática y tropezó con el vehemente rechazo o la indiferencia glacial de la mayoría de estados africanos y asiáticos, además de las alarmistas advertencias del secretario general de la ONU, Ban Ki-moon.
¿ACASO LA justicia internacional es una cuestión europea que solo interesa a los europeos? Ya sabemos que la Unión Europea (UE), aunque pugna por dotarse de una fuerza militar de intervención rápida, de problemática autonomía junto a la OTAN, constituye el paradigma del llamado soft power (poder blando o de persuasión), que pretende hacer de las presiones diplomáticas y eco- nómicas la piedra angular de su actuación, heraldo de la paz perpetua. Acaba de apuntarse el tanto de la extradición de Karadzic, aunque con desesperante retraso, pero carece tanto de una doctrina coherente de injerencia humanitaria como de la convicción y los medios para ejecutarla.
Los otros grandes actores emiten en otra longitud de onda, más celosos de la soberanía irrestricta y la protección de sus centuriones sanguinarios que de la justicia que se incuba en La Haya. EEUU, Rusia, China, Irán e Israel, entre otros, no asumen las obligaciones del tratado de Roma (1998) que instituyó la CPI, primera jurisdicción permanente, trascendiendo la Carta de la ONU, y que entró en vigor el 11 de abril del 2002, tras ser ratificado por 60 estados. Las grandes potencias y los territorios más conflictivos, como Palestina, Chechenia, el Congo o el Líbano, escapan de su competencia, de manera que la justicia queda confinada entre los escombros de Yugoslavia.
Junto a la CPI, los tribunales ad hoc, creados por la ONU, como el TPIY y los de Ruanda, Sierra Leona, Camboya y el Líbano, no han podido superar la oposición feroz o sibilina de sus destinatarios y la ineficacia de sus patrocinadores. La justicia está muy alejada del veredicto definitivo que merecen los genocidios más espantosos y documentados (el del difunto Pol Pot y sus jemeres rojos o el de las hordas de hutus ruandeses), así como los asesinatos más repulsivos, como el del primer ministro libanés, Rafic Hariri, víctima de los esbirros del régimen de Siria, cuyo presidente fue acogido escandalosamente en París en los fastos de la Unión Mediterránea.
La justicia se supedita a la coyuntura geoestratégica y se presta a la ley del embudo o del doble rasero. Los verdugos andan sueltos y protegidos por los que deberían entregarlos, como Karadzic durante 13 años. Y si tenemos en cuenta que la cooperación internacional es imprescindible para asegurar la eficacia judicial, se comprenderá hasta qué punto las reticencias o la oposición de los actores en el conflicto, como en Sudán, el Líbano o el Congo, hasta hoy en Serbia, impiden el progreso de los sumarios, la recogida de pruebas, la protección de los testigos y la prisión de los culpables, en un sistema escrupulosamente garantista pero tributario de tortuosas transacciones.
DURANTE más de siete años, con una obstinación digna de mejor causa, George Bush ha tratado de impedir que la legislación de EEUU y el derecho internacional (convención de Ginebra sobre los prisioneros de guerra) se aplicaran a los “ilegales combatientes enemigos”, denominación utilizada para describir a los sospechosos de terrorismo, talibanes o miembros de Al Qaeda, capturados en Afganistán y presos en Guantánamo, base en Cuba convertida en símbolo de oprobio para la conciencia moral y jurídica de Occidente. Sigue la pugna entre el Ejecutivo estadounidense, el Congreso y el Tribunal Supremo tras haberse iniciado los juicios militares especiales, una controversia derivada de la concepción de los atentados del 11-S como un acto de guerra contra EEUU.
Si el siglo XX fue el de las guerras, pero, sobre todo, el de los genocidios y crímenes a gran escala contra las poblaciones civiles, queda por comprobar si la centuria en curso intentará al menos la hazaña de hacer de la justicia internacional un instrumento convincente para prevenir esas calamidades colectivas, proteger a las víctimas y testificar para la historia. El muy oneroso TPIY (120 millones de dólares anuales) deberá cerrar sus puertas en el 2010, y no sabemos si las otras instancias judiciales podrán ofrecer alguna satisfacción a las víctimas.
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