Por Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China (EL PAÍS, 11/08/08):
Los vínculos entre China y Cuba han crecido de forma significativa en los últimos años. China es ya, después de Venezuela, el segundo socio comercial de la isla caribeña y el comercio bilateral aumenta a un ritmo superior al 15% anual.
Pero ¿cuánto hay de ideológico en ese aumento del intercambio? ¿Esa evolución refleja una hipotética apuesta cubana por el modelo chino de desarrollo?
Cerca del 1% de la población cubana es de ascendencia china. Dicha circunstancia ha servido para mantener una relación que, a pesar de sus altibajos, ha facilitado la presencia cultural y económica en la isla del gigante oriental.
En los años sesenta del siglo pasado, la visita del Che Guevara a Pekín abrió una nueva etapa. Los chinos recuerdan la generosidad de aquel ministro que les dejaba explorar prácticamente sin límites las capacidades tecnológicas de la Cuba post-Batista, haciéndose entonces, sin ser conscientes de ello los cubanos, con muchos avances técnicos que les resultaron de gran utilidad para superar los desafíos que encontraban, por ejemplo, para desarrollar el importante complejo petrolífero de Daqing, descubierto en 1956 en la norteña provincia de Heilongjiang con la ayuda de los soviéticos.
China no olvida esos aportes, como tampoco la visita del entonces presidente Osvaldo D. Torrado, el primer mandatario de América Latina que visitó la República de Mao.
Pero ni tan valiosas contribuciones, que tanto cuentan en el discurso oficial chino, ni el supuesto ideal común compartido pudieron con la rivalidad chino-soviética que se fue abriendo camino en los años sesenta y en la que Cuba se vio atrapada.
Resuelto ese diferendo, ¿sobre qué bases nuevas puede establecerse la recuperación de la normalidad en las relaciones bilaterales?
Es bien sabido que el pragmatismo es una de las claves del proceso chino, no sólo en el ámbito interno, sino también en la conducción de su política exterior y, muy esencialmente, en su diplomacia económica. Quiere ello decir que, por principio, la ideología, a diferencia de Cuba, ocupa una posición secundaria a la hora de condicionar sus relaciones internacionales.
China diferencia planos de colaboración y, aun coincidiendo en la defensa teórica de unos mismos ideales, procura diferenciar las áreas y sus contenidos. Pero posición secundaria no quiere decir nula influencia.
En lo político, cabe señalar que en los últimos años se han multiplicado las visitas de alto nivel de dirigentes chinos a la isla, lo que ha permitido reforzar las coincidencias y el apoyo mutuo en la escena internacional (Tíbet, Taiwan, los derechos humanos, el multilateralismo). El propio Fidel Castro, aún convaleciente, ha agasajado personalmente a cuantos ha podido.
Hoy, ambos países reconocen la pluralidad de las experiencias que desarrollan, respetan su autonomía, comparten incluso la necesidad de alejarse del modelo de socialismo real, y sus planteamientos insisten en la virtualidad de alcanzar modelos propios. En suma, aunque un tanto asimétricamente por el momento, se ha pasado del canto a la ortodoxia a las loas a la herejía.
En el campo económico es donde mejor puede apreciarse el tono de las relaciones bilaterales entre los dos países. El comercio bilateral ha pasado de 533,3 millones de dólares (335,6 millones de euros) en el año 2000 a 2.562 millones (1.612,5 millones de euros) en 2007.
Pese a la relativa contundencia de dichos datos, bueno es recordar su modesta significación en el conjunto latinoamericano, tanto en términos absolutos como porcentuales (el comercio de China con Brasil, por ejemplo, creció en 2007 un 46,4%). Tampoco pasemos por alto que dicha cifra supone la mitad del comercio sostenido con Panamá en el mismo ejercicio, país con el que China no mantiene relaciones diplomáticas.
A la escasa significación del intercambio comercial, que ha crecido pero desde bases muy modestas, se suma la escasa diversidad de los bienes objeto de intercambio por parte cubana (azúcar, medicinas y níquel, esencialmente) y la inexistencia de inversiones chinas significativas en la isla, ya que no encuentra, al menos por el momento, ámbitos de atracción específicos, a excepción del petróleo o del ya citado níquel, unos sectores en los que también se advierte la presencia de otros inversores internacionales de peso, como son Canadá, Noruega, India o España, sin ir más lejos.
He ahí un límite pragmático que evidencia con claridad la frontera de la identificación china con la política y el régimen cubano, a la espera de que los anunciados “ajustes” abran perspectivas para un nuevo enfoque de la cooperación bilateral, quizás reproduciendo las zonas económicas especiales que en China han servido para captar inversiones extranjeras, nuevas tecnologías y una experiencia empresarial de la que Cuba carece.
Pero ¿es sólo economía o hay algo más? China ha facilitado a Cuba numerosos créditos, siempre a muy bajo interés o sin intereses, y numerosas facilidades para la liquidación de la deuda acumulada, lo que ha permitido a La Habana desarrollar amplios programas de reanimación de la economía, así como proyectos sociales, especialmente en el ámbito educativo.
La formación de empresas mixtas (un total de nueve actualmente) apunta ámbitos de colaboración que pudieran ampliarse en los próximos años, especialmente en el orden tecnológico y sanitario. También han aumentado los intercambios militares.
Por otra parte, La Habana mima a Pekín con el propósito de asegurarse el apoyo de un socio importante en el campo internacional.
En China, que celebra las palabras del vicepresidente Machado Ventura cuando admite que “no hay que temer los salarios elevados” y califica de “alentadores” los cambios impulsados por Raúl Castro, con la boca pequeña se dice que la tozudez ideológica impide aprovechar y optimizar las oportunidades. De seguir ese camino, China podría gozar de una influencia privilegiada en la transformación del régimen de la isla, a poco que sus autoridades pasen de los gestos simbólicos a lo real.
Aun así, no obstante la admiración por el modelo chino en el frente económico, en Cuba no pocos consideran que la sacralización del mercado y la exacerbación de las desigualdades han alejado a China del ideal de justicia e igualitarismo del socialismo, si bien admiran la capacidad de las autoridades comunistas, tanto para restaurar la economía como para programar un cambio gradual en el marco del sistema.
En resumen, la China de hoy ni mucho menos ambiciona desempeñar en Cuba el rol de la Unión Soviética de antaño, pero el avance de las relaciones bilaterales y la proximidad política e ideológica les reservan un papel significativo que se sustenta en compartir una similar visión del mundo y la afirmación de un espacio económico común.
No es poco, pero señala los límites que, ni por una parte ni por otra, interesa rebasar a la espera de una mayor definición del cambio auspiciado en La Habana.
Por su parte, Washington, al que China no osa desafiar, al menos por el momento, debería aceptar esta aproximación como una contribución cualitativa y de gran valor que puede evitar una transición caótica en Cuba y no interpretarla como una mera reedición de su pérdida de influencia en la isla, a manos, esta vez, de su nuevo rival estratégico más importante.
Los vínculos entre China y Cuba han crecido de forma significativa en los últimos años. China es ya, después de Venezuela, el segundo socio comercial de la isla caribeña y el comercio bilateral aumenta a un ritmo superior al 15% anual.
Pero ¿cuánto hay de ideológico en ese aumento del intercambio? ¿Esa evolución refleja una hipotética apuesta cubana por el modelo chino de desarrollo?
Cerca del 1% de la población cubana es de ascendencia china. Dicha circunstancia ha servido para mantener una relación que, a pesar de sus altibajos, ha facilitado la presencia cultural y económica en la isla del gigante oriental.
En los años sesenta del siglo pasado, la visita del Che Guevara a Pekín abrió una nueva etapa. Los chinos recuerdan la generosidad de aquel ministro que les dejaba explorar prácticamente sin límites las capacidades tecnológicas de la Cuba post-Batista, haciéndose entonces, sin ser conscientes de ello los cubanos, con muchos avances técnicos que les resultaron de gran utilidad para superar los desafíos que encontraban, por ejemplo, para desarrollar el importante complejo petrolífero de Daqing, descubierto en 1956 en la norteña provincia de Heilongjiang con la ayuda de los soviéticos.
China no olvida esos aportes, como tampoco la visita del entonces presidente Osvaldo D. Torrado, el primer mandatario de América Latina que visitó la República de Mao.
Pero ni tan valiosas contribuciones, que tanto cuentan en el discurso oficial chino, ni el supuesto ideal común compartido pudieron con la rivalidad chino-soviética que se fue abriendo camino en los años sesenta y en la que Cuba se vio atrapada.
Resuelto ese diferendo, ¿sobre qué bases nuevas puede establecerse la recuperación de la normalidad en las relaciones bilaterales?
Es bien sabido que el pragmatismo es una de las claves del proceso chino, no sólo en el ámbito interno, sino también en la conducción de su política exterior y, muy esencialmente, en su diplomacia económica. Quiere ello decir que, por principio, la ideología, a diferencia de Cuba, ocupa una posición secundaria a la hora de condicionar sus relaciones internacionales.
China diferencia planos de colaboración y, aun coincidiendo en la defensa teórica de unos mismos ideales, procura diferenciar las áreas y sus contenidos. Pero posición secundaria no quiere decir nula influencia.
En lo político, cabe señalar que en los últimos años se han multiplicado las visitas de alto nivel de dirigentes chinos a la isla, lo que ha permitido reforzar las coincidencias y el apoyo mutuo en la escena internacional (Tíbet, Taiwan, los derechos humanos, el multilateralismo). El propio Fidel Castro, aún convaleciente, ha agasajado personalmente a cuantos ha podido.
Hoy, ambos países reconocen la pluralidad de las experiencias que desarrollan, respetan su autonomía, comparten incluso la necesidad de alejarse del modelo de socialismo real, y sus planteamientos insisten en la virtualidad de alcanzar modelos propios. En suma, aunque un tanto asimétricamente por el momento, se ha pasado del canto a la ortodoxia a las loas a la herejía.
En el campo económico es donde mejor puede apreciarse el tono de las relaciones bilaterales entre los dos países. El comercio bilateral ha pasado de 533,3 millones de dólares (335,6 millones de euros) en el año 2000 a 2.562 millones (1.612,5 millones de euros) en 2007.
Pese a la relativa contundencia de dichos datos, bueno es recordar su modesta significación en el conjunto latinoamericano, tanto en términos absolutos como porcentuales (el comercio de China con Brasil, por ejemplo, creció en 2007 un 46,4%). Tampoco pasemos por alto que dicha cifra supone la mitad del comercio sostenido con Panamá en el mismo ejercicio, país con el que China no mantiene relaciones diplomáticas.
A la escasa significación del intercambio comercial, que ha crecido pero desde bases muy modestas, se suma la escasa diversidad de los bienes objeto de intercambio por parte cubana (azúcar, medicinas y níquel, esencialmente) y la inexistencia de inversiones chinas significativas en la isla, ya que no encuentra, al menos por el momento, ámbitos de atracción específicos, a excepción del petróleo o del ya citado níquel, unos sectores en los que también se advierte la presencia de otros inversores internacionales de peso, como son Canadá, Noruega, India o España, sin ir más lejos.
He ahí un límite pragmático que evidencia con claridad la frontera de la identificación china con la política y el régimen cubano, a la espera de que los anunciados “ajustes” abran perspectivas para un nuevo enfoque de la cooperación bilateral, quizás reproduciendo las zonas económicas especiales que en China han servido para captar inversiones extranjeras, nuevas tecnologías y una experiencia empresarial de la que Cuba carece.
Pero ¿es sólo economía o hay algo más? China ha facilitado a Cuba numerosos créditos, siempre a muy bajo interés o sin intereses, y numerosas facilidades para la liquidación de la deuda acumulada, lo que ha permitido a La Habana desarrollar amplios programas de reanimación de la economía, así como proyectos sociales, especialmente en el ámbito educativo.
La formación de empresas mixtas (un total de nueve actualmente) apunta ámbitos de colaboración que pudieran ampliarse en los próximos años, especialmente en el orden tecnológico y sanitario. También han aumentado los intercambios militares.
Por otra parte, La Habana mima a Pekín con el propósito de asegurarse el apoyo de un socio importante en el campo internacional.
En China, que celebra las palabras del vicepresidente Machado Ventura cuando admite que “no hay que temer los salarios elevados” y califica de “alentadores” los cambios impulsados por Raúl Castro, con la boca pequeña se dice que la tozudez ideológica impide aprovechar y optimizar las oportunidades. De seguir ese camino, China podría gozar de una influencia privilegiada en la transformación del régimen de la isla, a poco que sus autoridades pasen de los gestos simbólicos a lo real.
Aun así, no obstante la admiración por el modelo chino en el frente económico, en Cuba no pocos consideran que la sacralización del mercado y la exacerbación de las desigualdades han alejado a China del ideal de justicia e igualitarismo del socialismo, si bien admiran la capacidad de las autoridades comunistas, tanto para restaurar la economía como para programar un cambio gradual en el marco del sistema.
En resumen, la China de hoy ni mucho menos ambiciona desempeñar en Cuba el rol de la Unión Soviética de antaño, pero el avance de las relaciones bilaterales y la proximidad política e ideológica les reservan un papel significativo que se sustenta en compartir una similar visión del mundo y la afirmación de un espacio económico común.
No es poco, pero señala los límites que, ni por una parte ni por otra, interesa rebasar a la espera de una mayor definición del cambio auspiciado en La Habana.
Por su parte, Washington, al que China no osa desafiar, al menos por el momento, debería aceptar esta aproximación como una contribución cualitativa y de gran valor que puede evitar una transición caótica en Cuba y no interpretarla como una mera reedición de su pérdida de influencia en la isla, a manos, esta vez, de su nuevo rival estratégico más importante.
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