Por Bao Tong, ex secretario del ex primer ministro chino Zhao Ziyang. Vive desde 1996 en arresto domiciliario por su apoyo a los derechos humanos y sus críticas a la represión en el Tíbet (EL MUNDO, 08/08/08):
El mensaje implícito, y extraordinariamente eficaz, transmitido por los Juegos Olímpicos que hoy comienzan y por el renovado brillo que se deriva del prestigio nacional, es que todo el mérito le corresponde al inquebrantable régimen autoritario del Partido Comunista chino. La cita olímpica de Pekín asume así -irónicamente- un inmenso significado político interno: el evento simbólico por excelencia de la paz y de la cooperación internacional se vincula al renacimiento del nacionalismo.
El régimen chino actual se proponía transformar en realidad los ideales del comunismo -una ideología considerada en casi todo el mundo a estas alturas como fallida-. Sin embargo, lo único cierto es que el Gobierno de Pekín sigue pidiendo sacrificios a la inmensa mayoría de la población, sin ser capaz de ofrecer a cambio una futura sociedad comunista. Por eso, el nuevo objetivo declarado de los actuales dirigentes es el de construir una nación más fuerte, que sepa hacerse respetar en el escenario internacional. Así pues, la mejora de la posición china en el ámbito internacional sigue siendo la ambición principal de determinados sectores del país. Pero, por el contrario, la mayoría de la población, especialmente la que aún reside en las áreas rurales, es todavía víctima de la pobreza, de las enfermedades y de la precariedad económica.
Hoy la gloria de la nación se difundirá a través de la televisión entre millones de chinos -que viven en el campo-, que desde hace 50 años sacrifican su bienestar en pro de la industrialización del país, sin ninguna promesa de que el futuro les vaya a ofrecer grandes mejoras respecto a las condiciones de vida de sus antepasados. Hasta ahora, lo único que han visto son los bajos salarios pagados a los trabajadores de la construcción procedentes del campo, que son los que han levantado las enormes infraestructuras de los Juegos. Amén de la irrefrenable ocupación de terrenos -por decreto administrativo- para destinarlos a nuevos proyectos, sin consulta alguna y sin resarcimiento adecuado a la población local, condenada a ser desalojada de sus casas y de sus tierras de la forma más brutal.
No tengo la más mínima duda de que todos los beneficios económicos ocasionados por los Juegos Olímpicos irán a parar únicamente a manos de las elites urbanas, que se están enriqueciendo cada vez más. El estímulo económico producido por unos gastos estatales desaforados, por los inmensos proyectos de infraestructuras y por el flujo constante de inversiones extranjeras está siendo disfrutado exclusivamente por un ramillete de millonarios.
En teoría, el efecto del trickle-down (es decir, el acceso de las franjas menos favorecidas a la redistribución de la riqueza) debería darse en todos los sectores económicos. Pero, en cambio, la creciente distancia entre las rentas más altas y las más bajas sugiere que se está asentando una desigualdad sistemática, favorecida por un Gobierno cuyo eslogan parece ser el de siempre y sólo para los ricos.
Los Juegos son el ejemplo por antonomasia de este tipo de política que termina sirviendo sólo a una pequeña parte de la población. No hay que olvidar que los nuevos edificios brillantes y los cielos de Pekín temporalmente limpios y exhibidos con orgullo al mundo durante los próximos días se han conseguido a un precio muy elevado, el de innumerables sacrificios por parte de todos aquellos a los que las autoridades han desalojado, alejado y escondido a la vista de los visitantes que están llegando para asistir al evento.
Hay muy pocos signos de que los Juegos de Pekín hayan favorecido en China el nacimiento de una sociedad abierta. Y, de hecho, aunque periodistas extranjeros hayan podido disfrutar de un permiso de trabajo y residencia en el país desde el 1 de enero de 2007 hasta el final de los Juegos, lo cierto es que la represión gubernamental contra los abogados y los periodistas chinos ha proseguido imperturbable. La exhibida modernidad sigue presentando un neto contraste con la retrógrada forma de gobernar del Partido Comunista. La legitimidad del Gobierno se basa desde hace ya demasiado tiempo en equívocos y en mentiras históricas. Para preservar su cada vez más intrincada y compleja versión de la verdad, necesita tanto la censura como la supresión sistemática de la memoria común.
¿El entusiasmo de millones de telespectadores chinos ante los Juegos bastará para acabar con el recuerdo de la feroz represión de la plaza de Tiananmen? Nadie lo sabe con certeza, pero el Gobierno parece convencido de salir airoso de su empresa de inducir a una amnesia colectiva. Sólo así se explica su insistencia para albergar los Juegos y la atención en torno al futuro papel del país en el escenario mundial a partir de ahora. Utilizar la Olimpiada como instrumento de propaganda puede servir para promover una operación de imagen a corto plazo, pero no contribuirá a resolver los problemas de China.
Los auténticos problemas, de largo plazo y de largo alcance, se esconden tras la cita deportiva que hoy comienza, y tras la aparatosa celebración del evento. Medio siglo después de la puesta en marcha de las grandes directrices políticas, el Partido Comunista no ha sido capaz de ofrecer a su pueblo ni paridad de derechos ni servicios sociales fundamentales, como la enseñanza, la sanidad o la seguridad social, a pesar de haber nacionalizado -bajo el régimen de Mao- todas las tierras y amplísimos sectores de la economía.
Infinitas promesas se les hicieron a los pobres de las comunidades rurales (todas muy pronto olvidadas), mientras su mano de obra fue necesaria para la construcción de las modernas ciudades. Los fondos estatales financiaron modernísimas fábricas deportivas, teatros líricos y millones de kilómetros de redes de internet, olvidando sin embargo construir calles en los pueblos más pobres del país y rescatar de la bancarrota al sistema nacional de la seguridad social. Además, no se ha visto progreso alguno en el campo de los derechos civiles, la única forma de poner coto a las injusticias y de anclar el sistema en la legalidad y en el respeto a las personas.
A Deng Xiaoping se le reconoció el mérito de haber cambiado profundamente las políticas de Mao, pero, gracias a él, también surgió la idea, profundamente injusta, de dejar prosperar a las elites gracias al crecimiento económico. Hasta hoy, ningún político chino ha sido capaz de afrontar sistemáticamente, ni tan siquiera reducir, la injusticia social que reina en China, a pesar de todas las promesas hechas a las capas más débiles de la población.
Consiguientemente, el Gobierno está obligado a recurrir cada vez más a la represión, para mantener a raya el descontento, mientras se dedica con pasión a iniciativas propagandísticas como los Juegos.
El mensaje implícito, y extraordinariamente eficaz, transmitido por los Juegos Olímpicos que hoy comienzan y por el renovado brillo que se deriva del prestigio nacional, es que todo el mérito le corresponde al inquebrantable régimen autoritario del Partido Comunista chino. La cita olímpica de Pekín asume así -irónicamente- un inmenso significado político interno: el evento simbólico por excelencia de la paz y de la cooperación internacional se vincula al renacimiento del nacionalismo.
El régimen chino actual se proponía transformar en realidad los ideales del comunismo -una ideología considerada en casi todo el mundo a estas alturas como fallida-. Sin embargo, lo único cierto es que el Gobierno de Pekín sigue pidiendo sacrificios a la inmensa mayoría de la población, sin ser capaz de ofrecer a cambio una futura sociedad comunista. Por eso, el nuevo objetivo declarado de los actuales dirigentes es el de construir una nación más fuerte, que sepa hacerse respetar en el escenario internacional. Así pues, la mejora de la posición china en el ámbito internacional sigue siendo la ambición principal de determinados sectores del país. Pero, por el contrario, la mayoría de la población, especialmente la que aún reside en las áreas rurales, es todavía víctima de la pobreza, de las enfermedades y de la precariedad económica.
Hoy la gloria de la nación se difundirá a través de la televisión entre millones de chinos -que viven en el campo-, que desde hace 50 años sacrifican su bienestar en pro de la industrialización del país, sin ninguna promesa de que el futuro les vaya a ofrecer grandes mejoras respecto a las condiciones de vida de sus antepasados. Hasta ahora, lo único que han visto son los bajos salarios pagados a los trabajadores de la construcción procedentes del campo, que son los que han levantado las enormes infraestructuras de los Juegos. Amén de la irrefrenable ocupación de terrenos -por decreto administrativo- para destinarlos a nuevos proyectos, sin consulta alguna y sin resarcimiento adecuado a la población local, condenada a ser desalojada de sus casas y de sus tierras de la forma más brutal.
No tengo la más mínima duda de que todos los beneficios económicos ocasionados por los Juegos Olímpicos irán a parar únicamente a manos de las elites urbanas, que se están enriqueciendo cada vez más. El estímulo económico producido por unos gastos estatales desaforados, por los inmensos proyectos de infraestructuras y por el flujo constante de inversiones extranjeras está siendo disfrutado exclusivamente por un ramillete de millonarios.
En teoría, el efecto del trickle-down (es decir, el acceso de las franjas menos favorecidas a la redistribución de la riqueza) debería darse en todos los sectores económicos. Pero, en cambio, la creciente distancia entre las rentas más altas y las más bajas sugiere que se está asentando una desigualdad sistemática, favorecida por un Gobierno cuyo eslogan parece ser el de siempre y sólo para los ricos.
Los Juegos son el ejemplo por antonomasia de este tipo de política que termina sirviendo sólo a una pequeña parte de la población. No hay que olvidar que los nuevos edificios brillantes y los cielos de Pekín temporalmente limpios y exhibidos con orgullo al mundo durante los próximos días se han conseguido a un precio muy elevado, el de innumerables sacrificios por parte de todos aquellos a los que las autoridades han desalojado, alejado y escondido a la vista de los visitantes que están llegando para asistir al evento.
Hay muy pocos signos de que los Juegos de Pekín hayan favorecido en China el nacimiento de una sociedad abierta. Y, de hecho, aunque periodistas extranjeros hayan podido disfrutar de un permiso de trabajo y residencia en el país desde el 1 de enero de 2007 hasta el final de los Juegos, lo cierto es que la represión gubernamental contra los abogados y los periodistas chinos ha proseguido imperturbable. La exhibida modernidad sigue presentando un neto contraste con la retrógrada forma de gobernar del Partido Comunista. La legitimidad del Gobierno se basa desde hace ya demasiado tiempo en equívocos y en mentiras históricas. Para preservar su cada vez más intrincada y compleja versión de la verdad, necesita tanto la censura como la supresión sistemática de la memoria común.
¿El entusiasmo de millones de telespectadores chinos ante los Juegos bastará para acabar con el recuerdo de la feroz represión de la plaza de Tiananmen? Nadie lo sabe con certeza, pero el Gobierno parece convencido de salir airoso de su empresa de inducir a una amnesia colectiva. Sólo así se explica su insistencia para albergar los Juegos y la atención en torno al futuro papel del país en el escenario mundial a partir de ahora. Utilizar la Olimpiada como instrumento de propaganda puede servir para promover una operación de imagen a corto plazo, pero no contribuirá a resolver los problemas de China.
Los auténticos problemas, de largo plazo y de largo alcance, se esconden tras la cita deportiva que hoy comienza, y tras la aparatosa celebración del evento. Medio siglo después de la puesta en marcha de las grandes directrices políticas, el Partido Comunista no ha sido capaz de ofrecer a su pueblo ni paridad de derechos ni servicios sociales fundamentales, como la enseñanza, la sanidad o la seguridad social, a pesar de haber nacionalizado -bajo el régimen de Mao- todas las tierras y amplísimos sectores de la economía.
Infinitas promesas se les hicieron a los pobres de las comunidades rurales (todas muy pronto olvidadas), mientras su mano de obra fue necesaria para la construcción de las modernas ciudades. Los fondos estatales financiaron modernísimas fábricas deportivas, teatros líricos y millones de kilómetros de redes de internet, olvidando sin embargo construir calles en los pueblos más pobres del país y rescatar de la bancarrota al sistema nacional de la seguridad social. Además, no se ha visto progreso alguno en el campo de los derechos civiles, la única forma de poner coto a las injusticias y de anclar el sistema en la legalidad y en el respeto a las personas.
A Deng Xiaoping se le reconoció el mérito de haber cambiado profundamente las políticas de Mao, pero, gracias a él, también surgió la idea, profundamente injusta, de dejar prosperar a las elites gracias al crecimiento económico. Hasta hoy, ningún político chino ha sido capaz de afrontar sistemáticamente, ni tan siquiera reducir, la injusticia social que reina en China, a pesar de todas las promesas hechas a las capas más débiles de la población.
Consiguientemente, el Gobierno está obligado a recurrir cada vez más a la represión, para mantener a raya el descontento, mientras se dedica con pasión a iniciativas propagandísticas como los Juegos.
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