Por Guy Sorman (ABC, 07/08/08):
EL Partido Comunista Chino cuenta con una gran ventaja respecto a los dirigentes occidentales: tiene una estrategia clara, sabe adónde se dirige, lo hace con determinación y, a falta de democracia interna, nadie en China está en condiciones de oponérsele. Los Juegos Olímpicos de Pekín se enmarcan en esta estrategia. En cambio, los occidentales están divididos, indecisos, perplejos, subyugados por los chinos y, a la vez, preocupados por sus ambiciones. Los occidentales también están desmoralizados, menos seguros de personificar valores universales que en la época de la lucha contra la Unión Soviética; dudan en contraponer a los comunistas chinos los principios de la democracia y los derechos humanos. Es cierto que, si continuamos esta comparación con la Unión Soviética de antaño, China parece menos peligrosa: no está movida por el deseo de conquistar el mundo y no intenta difundir su ideología interna más allá de sus fronteras.
Por último, China es un buen negocio para los occidentales, una cantera de mano de obra barata y de beneficios. Los dirigentes chinos, que han estudiado atentamente cómo funcionan las élites occidentales, incluso los medios de comunicación, han llegado a ser hábiles a la hora de seducir, convencer y también corromper: apenas cruzan la frontera, la mayoría de los visitantes occidentales de China pierden cualquier sentido crítico. La habilidad china ante esta renuncia moral de Occidente explica cómo y por qué Pekín ha conseguido los Juegos Olímpicos con el intercambio de vagas promesas no mantenidas sobre la democratización de China. Los periodistas, estupefactos, descubren que no pueden trabajar libremente. Pero es demasiado tarde para quejarse: ¿habían creído por un instante que el Partido Comunista Chino mantendría sus promesas?
Los dirigentes chinos saben que los periodistas occidentales no boicotearán los Juegos Olímpicos por tan poco: les costaría más marcharse que quedarse. El Comité Olímpico Internacional está igualmente cogido en la trampa. Los dirigentes occidentales también. Una trampa que ha funcionado perfectamente después de la revuelta de los tibetanos. Recordamos que Nicolás Sarkozy, en nombre de la Unión Europea, supeditó su presencia en la apertura de los Juegos a las negociaciones con el Dalai Lama. Inmediatamente, el Partido Comunista aceptó fingir que negociaba, amenazando al mismo tiempo a Francia con cancelar algunos contratos de compra de centrales nucleares: la Unión Europea que preside Sarkozy cedió de plano, lo cual era previsible, puesto que Occidente no tiene ni principios ni estrategia.
Los chinos saben también que la indignación de los occidentales es siempre breve: desde principios de 2008, las detenciones masivas de disidentes tibetanos, de intelectuales demócratas, de periodistas atrevidos y de abogados independientes sólo suscitan en Occidente pequeñas arremetidas que se aplacan en unos días. Después del terremoto de Sichuan, Europa se asombró de que, de repente, las organizaciones humanitarias y los medios de comunicación pudieran acceder a las regiones siniestradas: algunos ya anunciaban el deshielo de la dictadura. Luego, la policía china encarceló a los padres que se atrevían a protestar en Internet contra los defectos de construcción de las escuelas donde murieron sus hijos. Aquí ya se había pasado a otra cosa.
Así, en un Pekín censurado, dividido en zonas por la policía y vaciado de gran parte de sus habitantes, los Juegos deberían aportar al Partido Comunista lo que espera. ¿Pero qué espera? ¿Cuál es esta estrategia china? Se puede describir por medio de dos sencillas características: la revancha y el poder. Revancha, en primer lugar, contra la humillación sufrida por el Imperio chino desde su semicolonización por parte de Occidente en el siglo XIX. Al obligar a los dignatarios occidentales a asistir a los Juegos Olímpicos, controlados también claramente por el Partido, el Partido tiene la sensación de que recupera su honor. Por la misma razón, en las negociaciones internacionales, ya se trate de Irán, Sudán o la Organización Mundial del Comercio, China es el Imperio que dice no.
La otra característica es la ostentación de poder que pregonan los monumentos olímpicos, más dirigida al resto del mundo que al pueblo chino: el aeropuerto más grande, el estadio más grande, la autopista más grande. En comparación, los equipamientos olímpicos de Berlín en 1936 parecen raquíticos.
¿Se podría decir que China ha ganado los Juegos Olímpicos antes de su apertura? De hecho, ya se ha demostrado que los occidentales no tienen ni la voluntad, ni la capacidad, de influir sobre la estrategia china. ¿Deberíamos preocuparnos por esta pasividad de Occidente? En realidad, que los chinos quieran restaurar su honra y desarrollar su economía no tiene nada de extraño: son sentimientos legítimos. Pero al mismo tiempo, Occidente abdica de sus principios democráticos y tolera que 1.000 millones de seres humanos se vean privados de libertad porque son chinos: para Occidente, es un fracaso intelectual fundamental. Por otra parte, no habría que preocuparse por el desarrollo económico de China sino por la constitución de una potencia militar en manos de una camarilla comunista que nadie controla en la propia China. ¿Cuál será la ambición definitiva de un Partido Comunista armado? Lo ignoramos, porque los regímenes despóticos son indescifrables.
Queda lo imprevisible que surge en los regímenes totalitarios: en ellos, las sorpresas se desencadenan generalmente desde dentro.
¿Qué pasará por la mente de todos los chinos que vean los Juegos en la televisión? ¿Estarán orgullosos de sus atletas? ¿O estarán indignados por los fondos invertidos en los monumentos de Pekín? ¿Van a comparar éstos con su cuchitril en el campo, con sus modestos pisos en la ciudad, con el lamentable estado de sus escuelas, con la falta de hospitales? ¿Acallará la exaltación nacional el creciente resentimiento del pueblo contra los dirigentes del Partido?
Además, por tradición, los chinos son más individualistas que patriotas: ¿les importa realmente que George Bush y Nicolás Sarkozy vengan a inclinarse ante el presidente comunista? En toda China, se comprueba que gana la agitación, que estallan rebeliones y que Internet propaga el descontento. Precisamente porque su situación económica mejora, hay más chinos que constatan la creciente desigualdad entre los privilegiados del régimen y los humildes. Así pues, no podemos saber ni prever si los Juegos Olímpicos consagrarán el triunfo de una ideología, como los de Berlín en 1936, o el crepúsculo de una dictadura, como los de Seúl en 1988. A pesar de todo, Pekín está más cerca de Seúl que de Berlín.
EL Partido Comunista Chino cuenta con una gran ventaja respecto a los dirigentes occidentales: tiene una estrategia clara, sabe adónde se dirige, lo hace con determinación y, a falta de democracia interna, nadie en China está en condiciones de oponérsele. Los Juegos Olímpicos de Pekín se enmarcan en esta estrategia. En cambio, los occidentales están divididos, indecisos, perplejos, subyugados por los chinos y, a la vez, preocupados por sus ambiciones. Los occidentales también están desmoralizados, menos seguros de personificar valores universales que en la época de la lucha contra la Unión Soviética; dudan en contraponer a los comunistas chinos los principios de la democracia y los derechos humanos. Es cierto que, si continuamos esta comparación con la Unión Soviética de antaño, China parece menos peligrosa: no está movida por el deseo de conquistar el mundo y no intenta difundir su ideología interna más allá de sus fronteras.
Por último, China es un buen negocio para los occidentales, una cantera de mano de obra barata y de beneficios. Los dirigentes chinos, que han estudiado atentamente cómo funcionan las élites occidentales, incluso los medios de comunicación, han llegado a ser hábiles a la hora de seducir, convencer y también corromper: apenas cruzan la frontera, la mayoría de los visitantes occidentales de China pierden cualquier sentido crítico. La habilidad china ante esta renuncia moral de Occidente explica cómo y por qué Pekín ha conseguido los Juegos Olímpicos con el intercambio de vagas promesas no mantenidas sobre la democratización de China. Los periodistas, estupefactos, descubren que no pueden trabajar libremente. Pero es demasiado tarde para quejarse: ¿habían creído por un instante que el Partido Comunista Chino mantendría sus promesas?
Los dirigentes chinos saben que los periodistas occidentales no boicotearán los Juegos Olímpicos por tan poco: les costaría más marcharse que quedarse. El Comité Olímpico Internacional está igualmente cogido en la trampa. Los dirigentes occidentales también. Una trampa que ha funcionado perfectamente después de la revuelta de los tibetanos. Recordamos que Nicolás Sarkozy, en nombre de la Unión Europea, supeditó su presencia en la apertura de los Juegos a las negociaciones con el Dalai Lama. Inmediatamente, el Partido Comunista aceptó fingir que negociaba, amenazando al mismo tiempo a Francia con cancelar algunos contratos de compra de centrales nucleares: la Unión Europea que preside Sarkozy cedió de plano, lo cual era previsible, puesto que Occidente no tiene ni principios ni estrategia.
Los chinos saben también que la indignación de los occidentales es siempre breve: desde principios de 2008, las detenciones masivas de disidentes tibetanos, de intelectuales demócratas, de periodistas atrevidos y de abogados independientes sólo suscitan en Occidente pequeñas arremetidas que se aplacan en unos días. Después del terremoto de Sichuan, Europa se asombró de que, de repente, las organizaciones humanitarias y los medios de comunicación pudieran acceder a las regiones siniestradas: algunos ya anunciaban el deshielo de la dictadura. Luego, la policía china encarceló a los padres que se atrevían a protestar en Internet contra los defectos de construcción de las escuelas donde murieron sus hijos. Aquí ya se había pasado a otra cosa.
Así, en un Pekín censurado, dividido en zonas por la policía y vaciado de gran parte de sus habitantes, los Juegos deberían aportar al Partido Comunista lo que espera. ¿Pero qué espera? ¿Cuál es esta estrategia china? Se puede describir por medio de dos sencillas características: la revancha y el poder. Revancha, en primer lugar, contra la humillación sufrida por el Imperio chino desde su semicolonización por parte de Occidente en el siglo XIX. Al obligar a los dignatarios occidentales a asistir a los Juegos Olímpicos, controlados también claramente por el Partido, el Partido tiene la sensación de que recupera su honor. Por la misma razón, en las negociaciones internacionales, ya se trate de Irán, Sudán o la Organización Mundial del Comercio, China es el Imperio que dice no.
La otra característica es la ostentación de poder que pregonan los monumentos olímpicos, más dirigida al resto del mundo que al pueblo chino: el aeropuerto más grande, el estadio más grande, la autopista más grande. En comparación, los equipamientos olímpicos de Berlín en 1936 parecen raquíticos.
¿Se podría decir que China ha ganado los Juegos Olímpicos antes de su apertura? De hecho, ya se ha demostrado que los occidentales no tienen ni la voluntad, ni la capacidad, de influir sobre la estrategia china. ¿Deberíamos preocuparnos por esta pasividad de Occidente? En realidad, que los chinos quieran restaurar su honra y desarrollar su economía no tiene nada de extraño: son sentimientos legítimos. Pero al mismo tiempo, Occidente abdica de sus principios democráticos y tolera que 1.000 millones de seres humanos se vean privados de libertad porque son chinos: para Occidente, es un fracaso intelectual fundamental. Por otra parte, no habría que preocuparse por el desarrollo económico de China sino por la constitución de una potencia militar en manos de una camarilla comunista que nadie controla en la propia China. ¿Cuál será la ambición definitiva de un Partido Comunista armado? Lo ignoramos, porque los regímenes despóticos son indescifrables.
Queda lo imprevisible que surge en los regímenes totalitarios: en ellos, las sorpresas se desencadenan generalmente desde dentro.
¿Qué pasará por la mente de todos los chinos que vean los Juegos en la televisión? ¿Estarán orgullosos de sus atletas? ¿O estarán indignados por los fondos invertidos en los monumentos de Pekín? ¿Van a comparar éstos con su cuchitril en el campo, con sus modestos pisos en la ciudad, con el lamentable estado de sus escuelas, con la falta de hospitales? ¿Acallará la exaltación nacional el creciente resentimiento del pueblo contra los dirigentes del Partido?
Además, por tradición, los chinos son más individualistas que patriotas: ¿les importa realmente que George Bush y Nicolás Sarkozy vengan a inclinarse ante el presidente comunista? En toda China, se comprueba que gana la agitación, que estallan rebeliones y que Internet propaga el descontento. Precisamente porque su situación económica mejora, hay más chinos que constatan la creciente desigualdad entre los privilegiados del régimen y los humildes. Así pues, no podemos saber ni prever si los Juegos Olímpicos consagrarán el triunfo de una ideología, como los de Berlín en 1936, o el crepúsculo de una dictadura, como los de Seúl en 1988. A pesar de todo, Pekín está más cerca de Seúl que de Berlín.
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