Por Antonio Elorza, catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense (EL CORREO DIGITAL, 19/08/08):
El viejo topo tiene a veces ocurrencias macabras. ¿Quién le iba a decir a Stalin que el más fiel de sus sucesores políticos bombardearía Gori, la que fue su ciudad natal? Y sobre todo, ¿quién podía suponer que una insensata y también brutal acción del presidente de Georgia, Saakashvili, haría posible que casi cuarenta años día por día después de la ocupación militar de Praga, el 20 de agosto de 1968, Rusia tuviera ocasión de invadir otro país soberano?
Más allá de las coincidencias, no faltan elementos de continuidad y de ruptura. ¿Rupturas? La más notable es la diferencia entre lo sucedido en Praga, una crisis interior del mundo comunista, donde las potencias occidentales tuvieron buen cuidado de no ofrecer pretextos a Moscú para sacar sus tanques, y la gestación del desastre de Osetia. Parece absurdo pensar que Estados Unidos animase a Saakashvili a dar su salto en el vacío, en la creencia de que Putin iba a aceptar el hecho consumado. Pero sí hay que cargar en la cuenta de Bush la responsabilidad última de lo ocurrido en su enésimo error estratégico, que además en este caso ha consistido en una cadena de disparates.
El primero, el espectáculo de su visita a Tiflis en 2005, ensalzando al dudoso demócrata que es Saakashvili para empujarle a formar parte de lo que Putin estima que es un cerco militar a Rusia. Nada mejor para que el líder ruso decidiera hacer todo lo posible en lo sucesivo para evitarlo y, si había ocasión, darle el castigo debido a Georgia, como lo habría hecho el «maravilloso georgiano».
El segundo, compartido por otros países europeos, el apoyo a la independencia de Kosovo, con total ignorancia de lo que representa históricamente Serbia para Rusia y de la humillación que supuso para Putin ver ignoradas todas sus advertencias sobre el tema. Consecuencia en que coincide la práctica totalidad de los observadores: si la OTAN se salta todos los acuerdos internacionales y los derechos de los serbios de Mitrovica en Kosovo, ¿por qué no hacer lo mismo en Georgia? Dicho con una expresión castiza, Bush y quienes le siguieron, la UE, han puesto de relieve en el asunto de Kosovo que no ven un palmo más allá de sus narices.
El tercero y más inexplicable, cuando Bush se encuentra al lado de Putin en Pekín, y tiene conocimiento tanto de la invasión georgiana como de la pronta respuesta rusa, no se le ocurre otra cosa que charlar con Putin -¿de qué, de las hazañas previsibles de Phelps?- y hacer una declaración a favor de la integridad territorial de Georgia, provocación inocua, en vez de comprometerse con Putin a que sería él quien intervendría de inmediato para lograr que Saakashvili cortase de cuajo su agresión, pues no otra cosa es afirmar un derecho a cañonazos. A estas alturas, ¿no se ha enterado Bush de la desproporción de recursos militares entre Rusia y Georgia, y de cómo Putin aplastó a los rebeldes chechenos, sin detenerse ante la comisión sistemática de crímenes contra la Humanidad? Después del éxito que tuvo al recuperar un pedacito de Abjazia en 2006, sin darse cuenta de que ahora Osetia del Sur estaba prácticamente ocupada y tenía frontera inmediata con Rusia, ¿no pensó Saakashvili que iba directo al suicidio? Un suicidio a costa de sus ciudadanos y de los osetios: los miles de refugiados hacia el norte del primer día no engañan. Son cuestiones que, como el grado de violencia utilizada por los georgianos en la toma de la capital osetia, esperan todavía un análisis para fijar las innegables responsabilidades.
En suma, una vez más, las decisiones de Bush en política exterior han tenido un grave efecto bumerán para los intereses de su país y de todo Occidente. Fue la ocasión óptima que Putin esperaba para ajustarles las cuentas a los georgianos por su deriva hacia la OTAN y lo ha hecho aplicando la ley del Talión: Gori ha pagado por Tsijnvali. El vocabulario utilizado por Putin y ’su’ presidente muestra hasta qué punto su posición respecto de Estados Unidos es antagónica: las referencias al «genocidio» cometido y a la criminalidad de Saakashvili, nuevo Sadam Hussein, eran miméticas respecto de los argumentos utilizados por Bush para la invasión de Irak. En buen heredero de Stalin, para Putin las normas internacionales -respeto de la soberanía de los Estados y a la vida de los civiles- no cuentan cuando como en este caso surge la ocasión de aplicar la fuerza. Menos mal que la agilidad diplomática de Sarkozy, apoyándose en los argumentos esgrimidos por Putin sobre su voluntad de protección, no de conquista, ha permitido aminorar el desastre, impidiendo una ocupación total de Georgia.
Así que vuelve esa lógica de imperio por parte de Rusia, que sorprendentemente el propio Stalin asumía en los años 30 para justificar el aniquilamiento de reales y supuestos enemigos interiores: con todos sus defectos, los zares habían logrado para Rusia un inmenso territorio que a toda costa había que preservar. Tras la invasión de Checoslovaquia (agosto del 68), en las conversaciones de Moscú, Brezhnev utilizará ante Dubcek un argumento similar para legitimar aquélla: con millones de muertos, la URSS había llevado sus fronteras al centro de Europa y por nada estaba dispuesta a retroceder. En sus propias palabras, Putin se ha mostrado siempre heredero de esa visión imperial. En su calidad de miembro del KGB, asistió a la caída del muro de Berlín, que le produjo un hondo dolor, y es sabido que el desmembramiento de la URSS lo considera «una catástrofe geoestratégica» para su país. Chechenia fue el primer banco de prueba para exhibir una firmeza inexorable en esa dirección, y la victoria en la crisis de Georgia lo confirma, así como la inevitable lógica de confrontación con Occidente que bajo un liderazgo insensato le ha proporcionado, de Kosovo a Osetia, las razones para poner en marcha la resurrección de la política de Moscú interrumpida en 1989.
En vez de ensayar la integración de Rusia en un entramado común de intereses y de poder, Bush trató a Moscú como una amenaza potencial para el futuro, y por ahora, como un adversario impotente. Llegada la crisis, en términos literales, Putin estuvo así en condiciones de hacer lo que desde el principio le pedía el cuerpo (y que por otra parte tenía precedentes en los primeros 90 respecto de Georgia: sin la intervención encubierta rusa no habrían triunfado entonces las dos secesiones, la de Osetia del Sur y la de Abjazia, donde casi la mitad de la población era georgiana, más del doble de la abjazia, cosa que se olvida al hablar del tema).
Y con la lógica del imperio, vuelve también, ahora abiertamente, una política exterior de áreas de influencia y atención exclusiva al propio poder. Nada hay que esperar de Rusia en el tema del camino hacia la bomba de Irán ni, al lado aquí de China, en ninguna de las causas del tipo Birmania o Darfur, donde la afirmación de los derechos humanos pueda desembocar en cambios favorables para los intereses exteriores norteamericanos.
Sólo hay una razón para felicitarse: el próximo relevo en la presidencia de EE UU.
¡Adiós, Bush, adiós!
El viejo topo tiene a veces ocurrencias macabras. ¿Quién le iba a decir a Stalin que el más fiel de sus sucesores políticos bombardearía Gori, la que fue su ciudad natal? Y sobre todo, ¿quién podía suponer que una insensata y también brutal acción del presidente de Georgia, Saakashvili, haría posible que casi cuarenta años día por día después de la ocupación militar de Praga, el 20 de agosto de 1968, Rusia tuviera ocasión de invadir otro país soberano?
Más allá de las coincidencias, no faltan elementos de continuidad y de ruptura. ¿Rupturas? La más notable es la diferencia entre lo sucedido en Praga, una crisis interior del mundo comunista, donde las potencias occidentales tuvieron buen cuidado de no ofrecer pretextos a Moscú para sacar sus tanques, y la gestación del desastre de Osetia. Parece absurdo pensar que Estados Unidos animase a Saakashvili a dar su salto en el vacío, en la creencia de que Putin iba a aceptar el hecho consumado. Pero sí hay que cargar en la cuenta de Bush la responsabilidad última de lo ocurrido en su enésimo error estratégico, que además en este caso ha consistido en una cadena de disparates.
El primero, el espectáculo de su visita a Tiflis en 2005, ensalzando al dudoso demócrata que es Saakashvili para empujarle a formar parte de lo que Putin estima que es un cerco militar a Rusia. Nada mejor para que el líder ruso decidiera hacer todo lo posible en lo sucesivo para evitarlo y, si había ocasión, darle el castigo debido a Georgia, como lo habría hecho el «maravilloso georgiano».
El segundo, compartido por otros países europeos, el apoyo a la independencia de Kosovo, con total ignorancia de lo que representa históricamente Serbia para Rusia y de la humillación que supuso para Putin ver ignoradas todas sus advertencias sobre el tema. Consecuencia en que coincide la práctica totalidad de los observadores: si la OTAN se salta todos los acuerdos internacionales y los derechos de los serbios de Mitrovica en Kosovo, ¿por qué no hacer lo mismo en Georgia? Dicho con una expresión castiza, Bush y quienes le siguieron, la UE, han puesto de relieve en el asunto de Kosovo que no ven un palmo más allá de sus narices.
El tercero y más inexplicable, cuando Bush se encuentra al lado de Putin en Pekín, y tiene conocimiento tanto de la invasión georgiana como de la pronta respuesta rusa, no se le ocurre otra cosa que charlar con Putin -¿de qué, de las hazañas previsibles de Phelps?- y hacer una declaración a favor de la integridad territorial de Georgia, provocación inocua, en vez de comprometerse con Putin a que sería él quien intervendría de inmediato para lograr que Saakashvili cortase de cuajo su agresión, pues no otra cosa es afirmar un derecho a cañonazos. A estas alturas, ¿no se ha enterado Bush de la desproporción de recursos militares entre Rusia y Georgia, y de cómo Putin aplastó a los rebeldes chechenos, sin detenerse ante la comisión sistemática de crímenes contra la Humanidad? Después del éxito que tuvo al recuperar un pedacito de Abjazia en 2006, sin darse cuenta de que ahora Osetia del Sur estaba prácticamente ocupada y tenía frontera inmediata con Rusia, ¿no pensó Saakashvili que iba directo al suicidio? Un suicidio a costa de sus ciudadanos y de los osetios: los miles de refugiados hacia el norte del primer día no engañan. Son cuestiones que, como el grado de violencia utilizada por los georgianos en la toma de la capital osetia, esperan todavía un análisis para fijar las innegables responsabilidades.
En suma, una vez más, las decisiones de Bush en política exterior han tenido un grave efecto bumerán para los intereses de su país y de todo Occidente. Fue la ocasión óptima que Putin esperaba para ajustarles las cuentas a los georgianos por su deriva hacia la OTAN y lo ha hecho aplicando la ley del Talión: Gori ha pagado por Tsijnvali. El vocabulario utilizado por Putin y ’su’ presidente muestra hasta qué punto su posición respecto de Estados Unidos es antagónica: las referencias al «genocidio» cometido y a la criminalidad de Saakashvili, nuevo Sadam Hussein, eran miméticas respecto de los argumentos utilizados por Bush para la invasión de Irak. En buen heredero de Stalin, para Putin las normas internacionales -respeto de la soberanía de los Estados y a la vida de los civiles- no cuentan cuando como en este caso surge la ocasión de aplicar la fuerza. Menos mal que la agilidad diplomática de Sarkozy, apoyándose en los argumentos esgrimidos por Putin sobre su voluntad de protección, no de conquista, ha permitido aminorar el desastre, impidiendo una ocupación total de Georgia.
Así que vuelve esa lógica de imperio por parte de Rusia, que sorprendentemente el propio Stalin asumía en los años 30 para justificar el aniquilamiento de reales y supuestos enemigos interiores: con todos sus defectos, los zares habían logrado para Rusia un inmenso territorio que a toda costa había que preservar. Tras la invasión de Checoslovaquia (agosto del 68), en las conversaciones de Moscú, Brezhnev utilizará ante Dubcek un argumento similar para legitimar aquélla: con millones de muertos, la URSS había llevado sus fronteras al centro de Europa y por nada estaba dispuesta a retroceder. En sus propias palabras, Putin se ha mostrado siempre heredero de esa visión imperial. En su calidad de miembro del KGB, asistió a la caída del muro de Berlín, que le produjo un hondo dolor, y es sabido que el desmembramiento de la URSS lo considera «una catástrofe geoestratégica» para su país. Chechenia fue el primer banco de prueba para exhibir una firmeza inexorable en esa dirección, y la victoria en la crisis de Georgia lo confirma, así como la inevitable lógica de confrontación con Occidente que bajo un liderazgo insensato le ha proporcionado, de Kosovo a Osetia, las razones para poner en marcha la resurrección de la política de Moscú interrumpida en 1989.
En vez de ensayar la integración de Rusia en un entramado común de intereses y de poder, Bush trató a Moscú como una amenaza potencial para el futuro, y por ahora, como un adversario impotente. Llegada la crisis, en términos literales, Putin estuvo así en condiciones de hacer lo que desde el principio le pedía el cuerpo (y que por otra parte tenía precedentes en los primeros 90 respecto de Georgia: sin la intervención encubierta rusa no habrían triunfado entonces las dos secesiones, la de Osetia del Sur y la de Abjazia, donde casi la mitad de la población era georgiana, más del doble de la abjazia, cosa que se olvida al hablar del tema).
Y con la lógica del imperio, vuelve también, ahora abiertamente, una política exterior de áreas de influencia y atención exclusiva al propio poder. Nada hay que esperar de Rusia en el tema del camino hacia la bomba de Irán ni, al lado aquí de China, en ninguna de las causas del tipo Birmania o Darfur, donde la afirmación de los derechos humanos pueda desembocar en cambios favorables para los intereses exteriores norteamericanos.
Sólo hay una razón para felicitarse: el próximo relevo en la presidencia de EE UU.
¡Adiós, Bush, adiós!
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