Por Ian Gibson, historiador y escritor (EL PERIÓDICO, 10/08/08):
Pensaba que iba a escribir esta columna inmediatamente después de ver la película. Pero solo cuatro días después me siento con la suficiente tranquilidad de ánimo para poder hacerlo.
Empezaré diciendo que sé por amarga experiencia lo que es vivir en un país, nominalmente democrático, dominado por la Iglesia católica. En aquella Irlanda, hoy muy cambiada, mandaban y cortaban los obispos, había censura de libros, obras de teatro y películas, un clérigo era casi Dios… y –hoy lo sabemos de sobra– la jerarquía encubría religiosamente muchos atropellos contra los derechos humanos cometidos impunemente por los suyos.
Vinieron, por fin, con los nuevos tiempos –y el nuevo periodismo– las escandalosas revelaciones de altos dignatarios eclesiásticos con amantes y hasta familias, clérigos sádicos, crueldades monjiles y demás miserias. Y el resultado fue que uno de los países más católicos del mundo empezó a no serlo, o a serlo de manera mucho más crítica.
TODO ELLO lo he recordado viendo Líbranos del mal (2006), el estremecedor documental de Amy Berg sobre el caso de Oliver O’Grady, el cura irlandés pederasta y violador trasplantado a Estados Unidos, en cartelera hasta hace poco en Barcelona y Madrid (Cines Verdi). Caso atroz por el terrible daño hecho y por la actitud ante la cámara de O’Grady, que cuenta casi complacido, y sin excesivo remordimiento, sus viles procederes. Pero mucho más, si cabe, por la negativa de sus superiores, al tanto de lo que ocurría, a tomar las medidas necesarias para apartarle de todo contacto con los niños. Y por su negativa también, una vez en marcha la investigación judicial, a admitir su complicidad.
Para su primer documental, Amy Berg, curtida en la preparación de reportajes para las cadenas CNN y CBS, decidió localizar a O’Grady, tras su excarcelación y deportación, y tratar de conseguir su participación en el mismo. Lo logró, y con la plena colaboración del interesado empezó a investigar la corruptela, el cinismo y el ocultamiento que habían hecho posible, a lo largo de 20 años, su persistencia en el crimen. ¡Si le enviaban de parroquia en parroquia sin avisar a los fieles de la extremada peligrosidad de quien llegaba a su nuevo destino!
Entre los participantes en el documental aparecen víctimas de O’Grady y padres de víctimas. Hay momentos desgarradores, hay lágrimas, rabia, desesperación e incluso imprecaciones contra un Dios capaz de permitir que sus siervos mientan y tergiversen para proteger a un manifiesto criminal. En el caso de Oliver O’Grady, a un criminal capaz hasta de violar a un bebé de 9 meses.
De los malos de la pieza, quien llama especialmente la atención, después de su protagonista, es el arzobispo de Los Ángeles, Roger Mahony, que en el momento del juicio de O’Grady se encontraba a la espera de que Juan Pablo II le nombrara cardenal (algo que hizo poco después). Lo que menos necesita un candidato a la púrpura es un escándalo pederasta, y los fragmentos de la deposición de Mahony ante la justicia –documentado por Berg gracias a un metraje nunca visto antes– le muestran como un ser desdeñoso y cauteloso, solo igualado en maquiavelismo por su antiguo colaborador, el monseñor Cain. Mahony negó haber estado al tanto de lo que hacía O’Grady, alegando, además, una memoria deficiente. Pero el peso de la documentación es contundente.
Para que no desesperemos del todo, ahí está otro cura católico, experto en derecho canónico, Tom Doyle, igualmente de procedencia irlandesa, que ha dedicado muchas horas de su vida a luchar contra el silencio culpable de la Iglesia. Me será muy difícil olvidar el momento patético cuando, acompañado de algunos de los damnificados, Doyle se presenta en Roma con una carta de protesta para el Papa y es rechazado por los guardias en las mismas puertas del Vaticano. Al fondo, se yergue la inmensidad granítica de San Pedro, ajeno al dolor y al sufrimiento.
EL DOCUMENTAL surtió efecto. Me entero por internet de que hace un año, en julio del 2007, el cardenal Mahony y la Iglesia católica de Los Ángeles, después de llegar a un acuerdo por el valor de 666 millones de dólares con las 508 víctimas de abusos cometidos por sacerdotes en la diócesis a partir de la década de los años 40, ofrecieron sus disculpas a los afectados. Cuando ya no había más remedio, admitieron lo que nunca debieron haber ocultado y escamoteado al conocimiento público.
Ello me conduce a una reflexión final. Freud ha demostrado que, tarde o temprano, la líbido reprimida vuelve por sus fueros, queramos o no y pese a cualquier obstáculo.
La Iglesia, al imponer el celibato sin justificación evangélica alguna, hizo inevitable que algunos de sus ministros cometiesen abusos sexuales. Hoy debería ser la primera interesada en impedir que lo puedan seguir haciendo. No ha puesto particular celo en el empeño. Se precisan más católicos valientes como Tom Doyle, dispuestos a hacer frente a los curas que traicionan al Cristo en que dicen creer. Al Cristo que recomendó: “Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis, porque de los tales es el reino de Dios”.
Pensaba que iba a escribir esta columna inmediatamente después de ver la película. Pero solo cuatro días después me siento con la suficiente tranquilidad de ánimo para poder hacerlo.
Empezaré diciendo que sé por amarga experiencia lo que es vivir en un país, nominalmente democrático, dominado por la Iglesia católica. En aquella Irlanda, hoy muy cambiada, mandaban y cortaban los obispos, había censura de libros, obras de teatro y películas, un clérigo era casi Dios… y –hoy lo sabemos de sobra– la jerarquía encubría religiosamente muchos atropellos contra los derechos humanos cometidos impunemente por los suyos.
Vinieron, por fin, con los nuevos tiempos –y el nuevo periodismo– las escandalosas revelaciones de altos dignatarios eclesiásticos con amantes y hasta familias, clérigos sádicos, crueldades monjiles y demás miserias. Y el resultado fue que uno de los países más católicos del mundo empezó a no serlo, o a serlo de manera mucho más crítica.
TODO ELLO lo he recordado viendo Líbranos del mal (2006), el estremecedor documental de Amy Berg sobre el caso de Oliver O’Grady, el cura irlandés pederasta y violador trasplantado a Estados Unidos, en cartelera hasta hace poco en Barcelona y Madrid (Cines Verdi). Caso atroz por el terrible daño hecho y por la actitud ante la cámara de O’Grady, que cuenta casi complacido, y sin excesivo remordimiento, sus viles procederes. Pero mucho más, si cabe, por la negativa de sus superiores, al tanto de lo que ocurría, a tomar las medidas necesarias para apartarle de todo contacto con los niños. Y por su negativa también, una vez en marcha la investigación judicial, a admitir su complicidad.
Para su primer documental, Amy Berg, curtida en la preparación de reportajes para las cadenas CNN y CBS, decidió localizar a O’Grady, tras su excarcelación y deportación, y tratar de conseguir su participación en el mismo. Lo logró, y con la plena colaboración del interesado empezó a investigar la corruptela, el cinismo y el ocultamiento que habían hecho posible, a lo largo de 20 años, su persistencia en el crimen. ¡Si le enviaban de parroquia en parroquia sin avisar a los fieles de la extremada peligrosidad de quien llegaba a su nuevo destino!
Entre los participantes en el documental aparecen víctimas de O’Grady y padres de víctimas. Hay momentos desgarradores, hay lágrimas, rabia, desesperación e incluso imprecaciones contra un Dios capaz de permitir que sus siervos mientan y tergiversen para proteger a un manifiesto criminal. En el caso de Oliver O’Grady, a un criminal capaz hasta de violar a un bebé de 9 meses.
De los malos de la pieza, quien llama especialmente la atención, después de su protagonista, es el arzobispo de Los Ángeles, Roger Mahony, que en el momento del juicio de O’Grady se encontraba a la espera de que Juan Pablo II le nombrara cardenal (algo que hizo poco después). Lo que menos necesita un candidato a la púrpura es un escándalo pederasta, y los fragmentos de la deposición de Mahony ante la justicia –documentado por Berg gracias a un metraje nunca visto antes– le muestran como un ser desdeñoso y cauteloso, solo igualado en maquiavelismo por su antiguo colaborador, el monseñor Cain. Mahony negó haber estado al tanto de lo que hacía O’Grady, alegando, además, una memoria deficiente. Pero el peso de la documentación es contundente.
Para que no desesperemos del todo, ahí está otro cura católico, experto en derecho canónico, Tom Doyle, igualmente de procedencia irlandesa, que ha dedicado muchas horas de su vida a luchar contra el silencio culpable de la Iglesia. Me será muy difícil olvidar el momento patético cuando, acompañado de algunos de los damnificados, Doyle se presenta en Roma con una carta de protesta para el Papa y es rechazado por los guardias en las mismas puertas del Vaticano. Al fondo, se yergue la inmensidad granítica de San Pedro, ajeno al dolor y al sufrimiento.
EL DOCUMENTAL surtió efecto. Me entero por internet de que hace un año, en julio del 2007, el cardenal Mahony y la Iglesia católica de Los Ángeles, después de llegar a un acuerdo por el valor de 666 millones de dólares con las 508 víctimas de abusos cometidos por sacerdotes en la diócesis a partir de la década de los años 40, ofrecieron sus disculpas a los afectados. Cuando ya no había más remedio, admitieron lo que nunca debieron haber ocultado y escamoteado al conocimiento público.
Ello me conduce a una reflexión final. Freud ha demostrado que, tarde o temprano, la líbido reprimida vuelve por sus fueros, queramos o no y pese a cualquier obstáculo.
La Iglesia, al imponer el celibato sin justificación evangélica alguna, hizo inevitable que algunos de sus ministros cometiesen abusos sexuales. Hoy debería ser la primera interesada en impedir que lo puedan seguir haciendo. No ha puesto particular celo en el empeño. Se precisan más católicos valientes como Tom Doyle, dispuestos a hacer frente a los curas que traicionan al Cristo en que dicen creer. Al Cristo que recomendó: “Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis, porque de los tales es el reino de Dios”.
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