Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 08/08/08):
Luego del conflicto sobre la censura de numerosos sitios de internet por el Gobierno de China, el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), Jacques Rogge, reconoció que “habían pecado de idealismo” al dar por buenas las promesas de libertad y respeto de los derechos humanos cuando hace siete años otorgaron a Pekín la organización de los Juegos Olímpicos. Esta reflexión tardía resume bien el ambiente creado por la falsa presunción de que el espíritu olímpico sería honrado por un régimen autocrático en el que el partido comunista chino (PCCh) mantiene el monopolio de la actividad política y la más absoluta intolerancia ante el menor atisbo de disidencia.
Más allá de las falsas y reiteradas apreciaciones del COI o de sus patéticos llamamientos para despolitizar el acontecimiento, objetivo en el que coincidió irónicamente con la proclama del presidente Hu Jintao, los Juegos de Pekín, los más caros de la historia (42.000 millones de dólares), sin ningún control democrático, constituyen un triunfo sin precedentes para un sistema político que, en nombre de una supuesta excepción cultural milenaria y confuciana, llega hasta el escarnio en su menosprecio de los derechos humanos y de la democracia, alegando riesgos para la seguridad nacional.
DURANTE ESTE año resurgieron con fuerza las soterradas tensiones y los problemas ingentes que ensombrecen el futuro del país más poblado del planeta. La revuelta del Tíbet y su represión militar implacable, en marzo, mientras los altavoces de la propaganda se desgañitaban contra el exiliado dalai-lama, pusieron de manifiesto la problemática legitimidad del PCCh en esa y otras regiones periféricas: Xinjiang (con importante minoría uigur, musulmana, y un reciente atentado terrorista), Mongolia, Taiwán, pasando por el escaparate relativamente liberal pero estrechamente vigilado de Hong Kong.
El devastador terremoto de la provincia de Sichuan (7,9 grados en la escala abierta de Richter), el 12 de mayo, que provocó el hundimiento catastrófico de muchas escuelas y de bloques enteros de viviendas, reducidos a escombros, desvelaron los pavorosos problemas de corrupción de un país atrasado en sus regiones interiores y de una población rural explotada por funcionarios sin escrúpulos que actúan en nombre del PCCh, aplicando el anacrónico centralismo leninista que preside su funcionamiento.
Tras casi 30 años de crecimiento ininterrumpido, con tasas del 10%, el milagro económico plantea numerosos interrogantes, como corresponde a un capitalismo desenfrenado sin controles sociales eficaces, con los salarios en alza y el petróleo por las nubes. El catálogo de los males no puede ser exhaustivo, pero algunos son inquietantes: las discrepancias en el ritmo de desarrollo regional, el abismo creciente entre ricos y pobres, el envejecimiento acelerado de la población, el peso de la corrupción (10 % del gasto público) y el desastre ecológico, según confirman las draconianas medidas adoptadas en Pekín para evitar la asfixia de los atletas.
Los pronósticos de los futurólogos norteamericanos oscilan entre la euforia mezclada con el temor competitivo y el más oscuro pesimismo. Unos creen que la economía china superará a la de EEUU hacia el 2035, porque el desarrollo proseguirá respaldado tanto por la fortaleza de la demanda interna cuanto por la habilidosa política monetaria. Otros calculan que, después de tantos años de bonanza, una corrección profunda será inexorable en breve y acarreará graves tensiones que pondrían a prueba los delicados equilibrios del sistema político y las premisas de la globalización imprescindibles para la buena marcha de la fábrica del mundo.
El poder omnímodo del PCCh, el partido más numeroso del mundo (75 millones de adherentes), no ofrece, por el momento, síntomas de agotamiento ni de tensiones incoercibles, sino que se envanece de su “dinámica estabilidad”, según la jerga oficial. Los desarrollistas pragmáticos fieles al expresidente Jiang Zemin conviven con otro sector en alza, encabezado por el presidente Hu Jintao, que expresa sus inquietudes sociales ante una carrera desbocada. Ambas coaliciones, como corresponde a la teoría de un país dos sistemas, comparten la creencia de que la clase media en auge se mantendrá alejada de la política directa mientras siga enriqueciéndose.
LOS GRANDES del mundo, con Bush a la cabeza, acuden a Pekín para asistir a la consagración de un cliente importante y de una dictadura falazmente comunista a la que pretenden convertir en socio respetable y previsible, pero que hasta ahora replicó con un nacionalismo puntilloso, represivo sin complejos, o en connivencia con algunos personajes poco recomendables como el presidente iraní o los sátrapas de Sudán o Zimbabue. Poco importa el informe demoledor de Amnistía Internacional sobre los derechos humanos, cuya situación se degradó pese a los JJOO, o las quejas de las ONG sobre “la capitulación o la puñalada por la espalda asestada a la disidencia”.
No es cierto que los intereses de las democracias coincidan con los del nuevo Imperio del Medio, pero no solo los pingües negocios mitigan los escrúpulos occidentales. Como Nixon y Kissinger en 1972, los líderes realistas consideran que un estallido de China reavivaría su tendencia a la fragmentación y tendría consecuencias nefastas para todo el mundo ahora que el peso de la historia gravita sobre el Pacífico.
Luego del conflicto sobre la censura de numerosos sitios de internet por el Gobierno de China, el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), Jacques Rogge, reconoció que “habían pecado de idealismo” al dar por buenas las promesas de libertad y respeto de los derechos humanos cuando hace siete años otorgaron a Pekín la organización de los Juegos Olímpicos. Esta reflexión tardía resume bien el ambiente creado por la falsa presunción de que el espíritu olímpico sería honrado por un régimen autocrático en el que el partido comunista chino (PCCh) mantiene el monopolio de la actividad política y la más absoluta intolerancia ante el menor atisbo de disidencia.
Más allá de las falsas y reiteradas apreciaciones del COI o de sus patéticos llamamientos para despolitizar el acontecimiento, objetivo en el que coincidió irónicamente con la proclama del presidente Hu Jintao, los Juegos de Pekín, los más caros de la historia (42.000 millones de dólares), sin ningún control democrático, constituyen un triunfo sin precedentes para un sistema político que, en nombre de una supuesta excepción cultural milenaria y confuciana, llega hasta el escarnio en su menosprecio de los derechos humanos y de la democracia, alegando riesgos para la seguridad nacional.
DURANTE ESTE año resurgieron con fuerza las soterradas tensiones y los problemas ingentes que ensombrecen el futuro del país más poblado del planeta. La revuelta del Tíbet y su represión militar implacable, en marzo, mientras los altavoces de la propaganda se desgañitaban contra el exiliado dalai-lama, pusieron de manifiesto la problemática legitimidad del PCCh en esa y otras regiones periféricas: Xinjiang (con importante minoría uigur, musulmana, y un reciente atentado terrorista), Mongolia, Taiwán, pasando por el escaparate relativamente liberal pero estrechamente vigilado de Hong Kong.
El devastador terremoto de la provincia de Sichuan (7,9 grados en la escala abierta de Richter), el 12 de mayo, que provocó el hundimiento catastrófico de muchas escuelas y de bloques enteros de viviendas, reducidos a escombros, desvelaron los pavorosos problemas de corrupción de un país atrasado en sus regiones interiores y de una población rural explotada por funcionarios sin escrúpulos que actúan en nombre del PCCh, aplicando el anacrónico centralismo leninista que preside su funcionamiento.
Tras casi 30 años de crecimiento ininterrumpido, con tasas del 10%, el milagro económico plantea numerosos interrogantes, como corresponde a un capitalismo desenfrenado sin controles sociales eficaces, con los salarios en alza y el petróleo por las nubes. El catálogo de los males no puede ser exhaustivo, pero algunos son inquietantes: las discrepancias en el ritmo de desarrollo regional, el abismo creciente entre ricos y pobres, el envejecimiento acelerado de la población, el peso de la corrupción (10 % del gasto público) y el desastre ecológico, según confirman las draconianas medidas adoptadas en Pekín para evitar la asfixia de los atletas.
Los pronósticos de los futurólogos norteamericanos oscilan entre la euforia mezclada con el temor competitivo y el más oscuro pesimismo. Unos creen que la economía china superará a la de EEUU hacia el 2035, porque el desarrollo proseguirá respaldado tanto por la fortaleza de la demanda interna cuanto por la habilidosa política monetaria. Otros calculan que, después de tantos años de bonanza, una corrección profunda será inexorable en breve y acarreará graves tensiones que pondrían a prueba los delicados equilibrios del sistema político y las premisas de la globalización imprescindibles para la buena marcha de la fábrica del mundo.
El poder omnímodo del PCCh, el partido más numeroso del mundo (75 millones de adherentes), no ofrece, por el momento, síntomas de agotamiento ni de tensiones incoercibles, sino que se envanece de su “dinámica estabilidad”, según la jerga oficial. Los desarrollistas pragmáticos fieles al expresidente Jiang Zemin conviven con otro sector en alza, encabezado por el presidente Hu Jintao, que expresa sus inquietudes sociales ante una carrera desbocada. Ambas coaliciones, como corresponde a la teoría de un país dos sistemas, comparten la creencia de que la clase media en auge se mantendrá alejada de la política directa mientras siga enriqueciéndose.
LOS GRANDES del mundo, con Bush a la cabeza, acuden a Pekín para asistir a la consagración de un cliente importante y de una dictadura falazmente comunista a la que pretenden convertir en socio respetable y previsible, pero que hasta ahora replicó con un nacionalismo puntilloso, represivo sin complejos, o en connivencia con algunos personajes poco recomendables como el presidente iraní o los sátrapas de Sudán o Zimbabue. Poco importa el informe demoledor de Amnistía Internacional sobre los derechos humanos, cuya situación se degradó pese a los JJOO, o las quejas de las ONG sobre “la capitulación o la puñalada por la espalda asestada a la disidencia”.
No es cierto que los intereses de las democracias coincidan con los del nuevo Imperio del Medio, pero no solo los pingües negocios mitigan los escrúpulos occidentales. Como Nixon y Kissinger en 1972, los líderes realistas consideran que un estallido de China reavivaría su tendencia a la fragmentación y tendría consecuencias nefastas para todo el mundo ahora que el peso de la historia gravita sobre el Pacífico.
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