Por Juan Goytisolo, escritor (EL PAÍS, 17/08/08):
Imaginemos un plató de televisión -no hace falta mucha imaginación para ello, lo podemos ver a diario-, en el que, con el tirón del título ¿Qué piensas de tus vecinos?, la persona invitada, consciente de su visibilidad mediática, responde a las preguntas del presentador:
“¿Te llevas bien con ellos?”.
“En general, sí”.
“¡Ah! y ¿sólo en general? ¿Alguno te fastidia en particular?”.
“Tanto como fastidiar… a veces, sí”.
“Cuenta, cuenta”.
“Bueno, con esa gente ya se sabe”.
“¿Vienen de afuera?”.
“Sí”.
“¿Qué les reprochas? ¿El ruido, la promiscuidad?”.
“El griterío que arman, no te dejan ni dormir”.
“Claro, sus fiestas”.
“Se lían a gritos hasta en la escalera”.
“Tienen muchos críos, ¿verdad?”.
“Más de la cuenta”.
Etcétera.
Trasladémonos ahora a un centro escolar en el que los alumnos de secundaria son invitados a marcar una crucecita indicativa de su apreciación positiva o negativa en una decena de casillas en las que se lee: Gitanos, Marroquíes, Judíos, Europeos del Este, Africanos, Asiáticos, Latinoamericanos, Estadounidenses…, y pongámonos en la piel de una muchacha o de un joven que, en el brete de valorar a una comunidad que tal vez desconocen, darán una respuesta basada, no ya en la experiencia propia de las aulas, sino en los prejuicios de la opinión ajena: “Esa gente no es como nosotros”, “Tiene costumbres extrañas”, “Viene de forma ilegal”… Cuanto han oído en casa, en la calle o en el metro se concreta de golpe ante la casilla en blanco.
Escribo esto a propósito del reciente estudio llevado a cabo, con las mejores intenciones del mundo, por el Observatorio de Convivencia Escolar, organismo dependiente del Ministerio de Educación, sobre el racismo y los prejuicios étnicos existentes en las aulas de toda España, y cuyas conclusiones han sido para muchos, mas no para mí, “un jarro de agua fría”.
Dejando de lado la conveniencia de tales encuestas -asunto sobre el que vuelvo luego-, sus resultados no constituyen ninguna novedad, ya que repiten los que figuraban en la realizada en la pasada década en el ámbito de la Comunidad de Madrid.
Muy poco glorioso palmarés de los prejuicios del estudiantado coincidía casi con el actual. En el primer puesto de la clasificación discriminatoria se hallaban los gitanos. En el segundo, los magrebíes; en el cuarto (¡frótense los ojos de asombro!), los judíos. Venían a continuación los iberoamericanos y africanos… El tercer lugar -cuya casilla fue borrada en la actual encuesta- correspondía (¡frotémonos de nuevo los ojos!) a los catalanes: ¡una singular manifestación de convivencia interpeninsular que nada tenía que ver por aquellas fechas con el Estatut ni con las competencias económicas reclamadas por la Generalitat!
Entendemos muy bien, por razones de elemental corrección política, que los encuestadores del Foro de Convivencia Escolar se abstuvieran de incluir la casilla correspondiente a los catalanes.
Pero entendemos menos bien algunos puntos de la encuesta y, sobre todo, su divulgación. Pues, ¿es útil escarbar en los sentimientos y pulsiones más bajos del ser humano respecto a las diferencias raciales, éticas, religiosas o sociales? La denuncia de los acosadores, tanto en las aulas como fuera de ellas, y la defensa de los acosados son un deber primordial: nos concierne a todos.
Pero preguntas de la índole “¿Te gustaría trabajar o compartir estudios con un gitano, un magrebí o un judío?” ¿ayudan a combatir la discriminación? No estoy convencido de ello. Ya que si la convivencia en las aulas con algunas de las comunidades gitanas en la encuesta puede plantear problemas que la política educativa del Estado debe resolver con la energía y serenidad que se imponen, ¿cuántos alumnos frecuentan a compañeros judíos y se inquietan ante la idea de trabajar codo a codo con ellos? Su número es insignificante: se trata de judíos mentales.
Y, sin embargo, el 56,5% del alumnado se muestra reacio a convivir con quienes sólo conoce de oídas. ¿No será entonces, me pregunto, la propia encuesta y la casilla vacía, las que activan dicho rechazo? Las estadísticas pueden ser útiles a condición de que se manejen con prudencia.
Si la bestia del racismo anida potencialmente en el ser humano, no contribuyamos a despertarla con el noble propósito de combatirla con los instrumentos que nos procuran las ciencias de la información.
El contenido de muchos espectáculos televisivos volcados en la exposición nauseabunda de lo privado en la esfera pública es un elocuente indicativo del peligro que acecha al planteamiento y la difusión de algunas encuestas que, al interpretar la realidad, consciente o inconscientemente, la deforman o alteran.
Imaginemos un plató de televisión -no hace falta mucha imaginación para ello, lo podemos ver a diario-, en el que, con el tirón del título ¿Qué piensas de tus vecinos?, la persona invitada, consciente de su visibilidad mediática, responde a las preguntas del presentador:
“¿Te llevas bien con ellos?”.
“En general, sí”.
“¡Ah! y ¿sólo en general? ¿Alguno te fastidia en particular?”.
“Tanto como fastidiar… a veces, sí”.
“Cuenta, cuenta”.
“Bueno, con esa gente ya se sabe”.
“¿Vienen de afuera?”.
“Sí”.
“¿Qué les reprochas? ¿El ruido, la promiscuidad?”.
“El griterío que arman, no te dejan ni dormir”.
“Claro, sus fiestas”.
“Se lían a gritos hasta en la escalera”.
“Tienen muchos críos, ¿verdad?”.
“Más de la cuenta”.
Etcétera.
Trasladémonos ahora a un centro escolar en el que los alumnos de secundaria son invitados a marcar una crucecita indicativa de su apreciación positiva o negativa en una decena de casillas en las que se lee: Gitanos, Marroquíes, Judíos, Europeos del Este, Africanos, Asiáticos, Latinoamericanos, Estadounidenses…, y pongámonos en la piel de una muchacha o de un joven que, en el brete de valorar a una comunidad que tal vez desconocen, darán una respuesta basada, no ya en la experiencia propia de las aulas, sino en los prejuicios de la opinión ajena: “Esa gente no es como nosotros”, “Tiene costumbres extrañas”, “Viene de forma ilegal”… Cuanto han oído en casa, en la calle o en el metro se concreta de golpe ante la casilla en blanco.
Escribo esto a propósito del reciente estudio llevado a cabo, con las mejores intenciones del mundo, por el Observatorio de Convivencia Escolar, organismo dependiente del Ministerio de Educación, sobre el racismo y los prejuicios étnicos existentes en las aulas de toda España, y cuyas conclusiones han sido para muchos, mas no para mí, “un jarro de agua fría”.
Dejando de lado la conveniencia de tales encuestas -asunto sobre el que vuelvo luego-, sus resultados no constituyen ninguna novedad, ya que repiten los que figuraban en la realizada en la pasada década en el ámbito de la Comunidad de Madrid.
Muy poco glorioso palmarés de los prejuicios del estudiantado coincidía casi con el actual. En el primer puesto de la clasificación discriminatoria se hallaban los gitanos. En el segundo, los magrebíes; en el cuarto (¡frótense los ojos de asombro!), los judíos. Venían a continuación los iberoamericanos y africanos… El tercer lugar -cuya casilla fue borrada en la actual encuesta- correspondía (¡frotémonos de nuevo los ojos!) a los catalanes: ¡una singular manifestación de convivencia interpeninsular que nada tenía que ver por aquellas fechas con el Estatut ni con las competencias económicas reclamadas por la Generalitat!
Entendemos muy bien, por razones de elemental corrección política, que los encuestadores del Foro de Convivencia Escolar se abstuvieran de incluir la casilla correspondiente a los catalanes.
Pero entendemos menos bien algunos puntos de la encuesta y, sobre todo, su divulgación. Pues, ¿es útil escarbar en los sentimientos y pulsiones más bajos del ser humano respecto a las diferencias raciales, éticas, religiosas o sociales? La denuncia de los acosadores, tanto en las aulas como fuera de ellas, y la defensa de los acosados son un deber primordial: nos concierne a todos.
Pero preguntas de la índole “¿Te gustaría trabajar o compartir estudios con un gitano, un magrebí o un judío?” ¿ayudan a combatir la discriminación? No estoy convencido de ello. Ya que si la convivencia en las aulas con algunas de las comunidades gitanas en la encuesta puede plantear problemas que la política educativa del Estado debe resolver con la energía y serenidad que se imponen, ¿cuántos alumnos frecuentan a compañeros judíos y se inquietan ante la idea de trabajar codo a codo con ellos? Su número es insignificante: se trata de judíos mentales.
Y, sin embargo, el 56,5% del alumnado se muestra reacio a convivir con quienes sólo conoce de oídas. ¿No será entonces, me pregunto, la propia encuesta y la casilla vacía, las que activan dicho rechazo? Las estadísticas pueden ser útiles a condición de que se manejen con prudencia.
Si la bestia del racismo anida potencialmente en el ser humano, no contribuyamos a despertarla con el noble propósito de combatirla con los instrumentos que nos procuran las ciencias de la información.
El contenido de muchos espectáculos televisivos volcados en la exposición nauseabunda de lo privado en la esfera pública es un elocuente indicativo del peligro que acecha al planteamiento y la difusión de algunas encuestas que, al interpretar la realidad, consciente o inconscientemente, la deforman o alteran.
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