Por Gregorio Peces-Barba Martínez, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid (EL PAÍS, 15/08/08):
Con la solemne afirmación del rechazo total formulada en latín non possumus, (no podemos), la Iglesia católica ha expresado en muchas ocasiones su distancia y su rechazo de situaciones civiles radicalmente innegociables. Es el no de Clemente VII a Enrique VIII para divorciarse de Catalina de Aragón, el de Pío IX que se opuso a devolver a un niño judío a su familia en el terrible caso Mortara, o todos los non possumus del siglo XIX frente a la modernidad.
Esta tajante negativa ante situaciones sociales y humanas supone desde el punto de vista de la Iglesia la existencia de unos espacios exentos, de unas zonas inmunes, de unos cotos vedados reservados a su decisión, donde el poder soberano no puede entrar ni resolver. Para la Iglesia es el límite de la democracia que choca con su ética de la verdad. Es también intelectualmente el límite para el siglo de las luces y de su idea del hombre centro del mundo y centrado en el mundo.
La Iglesia reclama un derecho de veto frente al contrato social, a los acuerdos de las mayorías, y la idea de soberanía popular. Son los signos más evidentes del carácter antimoderno de la Iglesia católica que quisiera para sí lo que está institucionalizado en países como Irán, donde un poder religioso está por encima del poder de un presidente de la República elegido por sufragio. ¡Quién iba a decir a la Iglesia de Lepanto que envidiaría con el paso del tiempo a las estructuras jurídicas de sus enemigos ancestrales!
No sólo el Vaticano ni el Papa, también la Iglesia institucional española ha repetido en innumerables ocasiones que es depositaria de verdades que están por encima de las coyunturales mayorías y de la soberanía popular. También algún arzobispo ha recordado no hace mucho a un congreso de laicos que no son de este mundo, resucitando la vieja idea de san Agustín de las dos ciudades, la de los justos y la de los pecadores.
Desde esas coordenadas intelectuales antimodernas que desconfían del impulso social y político desde la idea un hombre un voto, se puede afirmar la difícil coexistencia y la más difícil lealtad de la Iglesia con la democracia, que no actúa desde la ética de la verdad sino desde la difícil ética que se mueve entre la dialéctica de dudar y decidir.
Por eso está justificado desde el lado de la democracia, en la cultura jurídica y política moderna, poner límites a la soberbia pretensión de la Iglesia de tener la última palabra en el ámbito público y señalar las incompatibilidades radicales de su visión premoderna del mundo y de la vida, desde un non possumus laico y secularizado frente a los abusos eclesiásticos. También frente a esa laicidad “descafeinada” que pretende la convivencia del pluralismo y de la neutralidad del Estado con privilegios y con una situación de diferencia con las demás religiones, en base a una “realidad social” mayoritaria, de su función nacional y de su influencia sobre la cohesión de España.
El principio de la Paz de Augsburgo -cuis regio euis relegius- como forma transitoria para que el poder político, en cada caso, decida sobre la religión de su pueblo, hasta la proclamación de la paz religiosa y de la tolerancia del Tratado de Westfalia se transformaría hoy para estos eclesiásticos resistentes en cuius religio ius et regio.
Frente a toda esa cultura institucional católica que niega la modernidad, es necesario ese non possumus, para señalar lo que desde la cultura democrática no se puede aceptar de las posturas de la Iglesia.
Son todos aquellos comportamientos que llevan a la conclusión de la incompatibilidad de la Iglesia con la democracia, pese a la solemne declaración de la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, hoy abandonada en la práctica.
No podemos olvidar las bases de nuestra convivencia, la tolerancia, la libertad, la igualdad, el respeto a la conciencia individual, el pacto social, el constitucionalismo, la separación de poderes o los derechos humanos rechazados reiteradamente por la doctrina de la Iglesia en el siglo XIX y también después, casi hasta nuestros días. La Iglesia católica se siente incómoda en un escenario que contempla desde su verdad y desde una idea del bien incompatible con cualquier punto de vista que no lo acepte.
Ante ese panorama no podemos asumir la idea de que la Iglesia es el puntal ético para fundamentar a “estas sociedades desmoralizadas y desorientadas”, ni que es poseedora de un patrimonio de verdades últimas sobre el ser humano que condicionan la democracia.
No podemos tampoco aceptar el rechazo de la laicidad que es la esencia de la democracia moderna, con igual trato a todos los ciudadanos. No podemos facilitar la presencia de símbolos religiosos que discriminen a las demás religiones, ni tampoco equiparar a las autoridades eclesiásticas con las civiles ni podemos escenificar alianzas excluyentes y discriminatorias en la necesaria cooperación con las iglesias, ni basar el orden público en la moralidad de una sola religión ni aceptar un vínculo sustancial previo de una concepción del bien que limite la soberanía del Estado.
Tampoco podemos aceptar que problemas éticos sean decididos por la Iglesia, sin perjuicio de regular en su caso la objeción de conciencia y siempre respetando su libertad de expresión, en temas como el matrimonio, las relaciones familiares, la investigación científica, sobre la forma de acabar las vidas indignas y de imposible recuperación.
No podemos aceptar límites a la libertad y al pluralismo desde una verdad que se esgrime dogmáticamente, ni acusaciones de relativismo a una realidad que tiene sólidas raíces históricas desde la recuperación de la luz por los seres humanos en la Ilustración, fuente última de la autodeterminación individual y de la democracia.
No podemos aceptar la tesis de la esencia católica de la identidad nacional ni confundir ciudadanos con creyentes. Es el rechazo de los reduccionismos simplificadores de la identidad como hecho histórico incontrovertible, de la historia de Europa con el cristianismo y del cristianismo con la Iglesia católica. No podemos tampoco aceptar su acrítica inocencia histórica con la que afronta sus errores, sus desviaciones o sus graves ataques a la dignidad humana, ni tampoco la consideración como inferiores de todos sus interlocutores en los planos moral y racional, incluyendo a las máximas autoridades civiles representantes de la soberanía popular.
Finalmente, no podemos aceptar la postura de la Iglesia respecto a la democracia ni que nunca la haya reconocido como el único régimen legítimo, ni la consideración del relativismo como un mal puesto que es expresión de la libertad de conciencia y del respeto a la autodeterminación, expresión de la dignidad humana. ¡Non possumus! No podemos si queremos ser dignos de respeto.
Con la solemne afirmación del rechazo total formulada en latín non possumus, (no podemos), la Iglesia católica ha expresado en muchas ocasiones su distancia y su rechazo de situaciones civiles radicalmente innegociables. Es el no de Clemente VII a Enrique VIII para divorciarse de Catalina de Aragón, el de Pío IX que se opuso a devolver a un niño judío a su familia en el terrible caso Mortara, o todos los non possumus del siglo XIX frente a la modernidad.
Esta tajante negativa ante situaciones sociales y humanas supone desde el punto de vista de la Iglesia la existencia de unos espacios exentos, de unas zonas inmunes, de unos cotos vedados reservados a su decisión, donde el poder soberano no puede entrar ni resolver. Para la Iglesia es el límite de la democracia que choca con su ética de la verdad. Es también intelectualmente el límite para el siglo de las luces y de su idea del hombre centro del mundo y centrado en el mundo.
La Iglesia reclama un derecho de veto frente al contrato social, a los acuerdos de las mayorías, y la idea de soberanía popular. Son los signos más evidentes del carácter antimoderno de la Iglesia católica que quisiera para sí lo que está institucionalizado en países como Irán, donde un poder religioso está por encima del poder de un presidente de la República elegido por sufragio. ¡Quién iba a decir a la Iglesia de Lepanto que envidiaría con el paso del tiempo a las estructuras jurídicas de sus enemigos ancestrales!
No sólo el Vaticano ni el Papa, también la Iglesia institucional española ha repetido en innumerables ocasiones que es depositaria de verdades que están por encima de las coyunturales mayorías y de la soberanía popular. También algún arzobispo ha recordado no hace mucho a un congreso de laicos que no son de este mundo, resucitando la vieja idea de san Agustín de las dos ciudades, la de los justos y la de los pecadores.
Desde esas coordenadas intelectuales antimodernas que desconfían del impulso social y político desde la idea un hombre un voto, se puede afirmar la difícil coexistencia y la más difícil lealtad de la Iglesia con la democracia, que no actúa desde la ética de la verdad sino desde la difícil ética que se mueve entre la dialéctica de dudar y decidir.
Por eso está justificado desde el lado de la democracia, en la cultura jurídica y política moderna, poner límites a la soberbia pretensión de la Iglesia de tener la última palabra en el ámbito público y señalar las incompatibilidades radicales de su visión premoderna del mundo y de la vida, desde un non possumus laico y secularizado frente a los abusos eclesiásticos. También frente a esa laicidad “descafeinada” que pretende la convivencia del pluralismo y de la neutralidad del Estado con privilegios y con una situación de diferencia con las demás religiones, en base a una “realidad social” mayoritaria, de su función nacional y de su influencia sobre la cohesión de España.
El principio de la Paz de Augsburgo -cuis regio euis relegius- como forma transitoria para que el poder político, en cada caso, decida sobre la religión de su pueblo, hasta la proclamación de la paz religiosa y de la tolerancia del Tratado de Westfalia se transformaría hoy para estos eclesiásticos resistentes en cuius religio ius et regio.
Frente a toda esa cultura institucional católica que niega la modernidad, es necesario ese non possumus, para señalar lo que desde la cultura democrática no se puede aceptar de las posturas de la Iglesia.
Son todos aquellos comportamientos que llevan a la conclusión de la incompatibilidad de la Iglesia con la democracia, pese a la solemne declaración de la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, hoy abandonada en la práctica.
No podemos olvidar las bases de nuestra convivencia, la tolerancia, la libertad, la igualdad, el respeto a la conciencia individual, el pacto social, el constitucionalismo, la separación de poderes o los derechos humanos rechazados reiteradamente por la doctrina de la Iglesia en el siglo XIX y también después, casi hasta nuestros días. La Iglesia católica se siente incómoda en un escenario que contempla desde su verdad y desde una idea del bien incompatible con cualquier punto de vista que no lo acepte.
Ante ese panorama no podemos asumir la idea de que la Iglesia es el puntal ético para fundamentar a “estas sociedades desmoralizadas y desorientadas”, ni que es poseedora de un patrimonio de verdades últimas sobre el ser humano que condicionan la democracia.
No podemos tampoco aceptar el rechazo de la laicidad que es la esencia de la democracia moderna, con igual trato a todos los ciudadanos. No podemos facilitar la presencia de símbolos religiosos que discriminen a las demás religiones, ni tampoco equiparar a las autoridades eclesiásticas con las civiles ni podemos escenificar alianzas excluyentes y discriminatorias en la necesaria cooperación con las iglesias, ni basar el orden público en la moralidad de una sola religión ni aceptar un vínculo sustancial previo de una concepción del bien que limite la soberanía del Estado.
Tampoco podemos aceptar que problemas éticos sean decididos por la Iglesia, sin perjuicio de regular en su caso la objeción de conciencia y siempre respetando su libertad de expresión, en temas como el matrimonio, las relaciones familiares, la investigación científica, sobre la forma de acabar las vidas indignas y de imposible recuperación.
No podemos aceptar límites a la libertad y al pluralismo desde una verdad que se esgrime dogmáticamente, ni acusaciones de relativismo a una realidad que tiene sólidas raíces históricas desde la recuperación de la luz por los seres humanos en la Ilustración, fuente última de la autodeterminación individual y de la democracia.
No podemos aceptar la tesis de la esencia católica de la identidad nacional ni confundir ciudadanos con creyentes. Es el rechazo de los reduccionismos simplificadores de la identidad como hecho histórico incontrovertible, de la historia de Europa con el cristianismo y del cristianismo con la Iglesia católica. No podemos tampoco aceptar su acrítica inocencia histórica con la que afronta sus errores, sus desviaciones o sus graves ataques a la dignidad humana, ni tampoco la consideración como inferiores de todos sus interlocutores en los planos moral y racional, incluyendo a las máximas autoridades civiles representantes de la soberanía popular.
Finalmente, no podemos aceptar la postura de la Iglesia respecto a la democracia ni que nunca la haya reconocido como el único régimen legítimo, ni la consideración del relativismo como un mal puesto que es expresión de la libertad de conciencia y del respeto a la autodeterminación, expresión de la dignidad humana. ¡Non possumus! No podemos si queremos ser dignos de respeto.
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