Por Fernando Savater, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid (EL PAÍS, 14/08/08):
De las órdenes que dejó dadas Franco, casi todas ellas duraderas, la que parece más destinada a perdurar es una que transmitió cierta vez a Emilio Romero: “Haga como yo, no se meta en política”. Se la suele considerar como una ironía galaica o como exhibición de cinismo, pero en realidad no es sino puro y declarado realismo: y no digo “realismo socialista” porque no quiero molestar a nadie. Franco era realista, a falta de mayores virtudes (aunque hoy tenemos algunos gobernantes que carecen hasta de ésa): sabía por tanto que allí donde manda exclusivamente uno -o unos pocos elegidos- no debe hablarse de política. Las dictaduras sólo pueden hacer política exterior -porque fuera mandan también otros-, pero hacia dentro no hay más que represión de la política, es decir, persecución de los competidores en la facultad de mandar. Y trucos para seguir mandando a pesar de los pesares, como podrán ver si se fijan un poco los que asistan en Pekín a los Juegos de la Villanía Olímpica.
La política (para Franco, para los dictadores chinos, para la familia Castro y para tantos otros) no es más que la actividad sediciosa de quienes se oponen al régimen y tratan de derrocarlo con malas artes, es decir, con artes subversivas que pueden poner en peligro el monopolio antipolítico de la autoridad establecida.
Cuando digo que la orden de Franco de no meterse en política sigue vigente no pretendo insinuar que hoy en España mande sólo uno o sólo unos cuantos, lejos de mi tan comprometedora insidia. Pero creo que aún perdura cierta nostalgia de los tiempos en que las decisiones importantes estaban reservadas a una casta restringida, excluyente y poco acogedora para quienes no tenían debidamente aprobadas las pruebas de acceso.
Ahora la libertad de opinar está reconocida, faltaría más: se puede criticar severamente a quienes gobiernan, a diferencia de la época franquista felizmente dejada atrás. Incluso está comúnmente admitido que se puede despotricar y dar coces contra el aguijón, con todo el estruendo del caso. No son prácticas recomendadas, pero se las acepta como males inevitables que acompañan las sencillas alegrías populares de la vida democrática, un poco como el ruido ensordecedor de los fuegos de artificio es a la vez un inconveniente (y también un aliciente para muchos) de las jornadas festivas en nuestro país propenso a la traca.
Criticar, vociferar, patalear… pues venga, que no falte de nada, también el Gobierno tiene sus adictos dispuestos en los medios de comunicación a devolver como frontones las censuras que se le hacen contra los partidos de la oposición que pudieran beneficiarse de ellas. Pero cosa diferente es que ciudadanos sin mejores títulos políticos (es decir, simples especialistas en obedecer) pretendan con descaro plantear iniciativas y promover acciones que puedan interferir de algún modo eficaz en lo que los especialistas en mandar han acordado entre ellos. Tanto atrevimiento es visto e inmediatamente descalificado como intrusismo profesional por parte de los políticos que manejan el mundo de las decisiones, no ya de las opiniones.
El dicterio que utilizan para derogar esa injerencia resulta cuando menos sorprendente: pretenden insultarla tachándola de “política”. No hay nada peor que hacer política o moverse por razones políticas si uno no tiene la debida autorización oficial. Hacer política cuando no es político reconocido equivale a poner multas sin ser guardia municipal: una forma de usurpación. Y de poco sirve recordar a quien corresponda que en una democracia los políticos -no por afición sino por institución- somos todos los ciudadanos.
Se nos dirá entre dientes que puede que así sea en teoría pero que no hay derecho a tomárselo tan en serio en la práctica… fuera de las debidas y reguladas convocatorias electorales. Para hacer política hay que sacarse licencia, igual que para dar de comer los restaurantes londinenses exhiben en la puerta, a fin de evitar problemas legales, su fully licensed.
A los aficionados a las novelas decimonónicas estas precauciones institucionales nos resultan sobradamente conocidas. Son muy similares a las que rodeaban en aquellos días ese otro negocio oscuro y peligroso, el amor.
Tal como la política, el amor es también ardiente y sucio pero imprescindible para el mantenimiento de la sociedad. El amor no es nada de lo que hay que ser: no es objetivo, ni desinteresado, ni equilibrado, ni renunciativo (en amor nadie dice “pase usted primero” salvo los gilipollas y Humphrey Bogart en Casablanca): exactamente igual que el afán político, que comparte esas características apasionadamente viciosas y también lo tempestuoso de sus consecuencias.
Amor y política tienden a la obsesión monotemática, a excluir todo lo demás para imponerse, es decir -en los casos más graves e incurables-, al romanticismo. Como expuso Gregory Vlastos en su excelente estudio sobre la figura de Sócrates (Cambridge University Press, 1991): “Singularizar uno de los muchos valores de nuestra vida, elevarlo tan alto por encima del resto que debamos elegirlo a cualquier precio, es una de las muchas cosas que han sido llamadas romanticismo en la época moderna. Su típica expresión es el amor sexual”. Añado por mi cuenta que la política es otra de ellas. Y por supuesto el aura romántica no disculpa ni aminora las barbaridades que en último extremo algunos posesos pueden cometer al dejarse arrastrar por su manía fatal: los celosos que asesinan a su pareja cuando decide abandonarles o los terroristas que matan sin escrúpulos a quienes se oponen al cumplimiento de su ideal son probablemente románticos en fase terminal y no por ello menos abominables.
De modo que el amor y la política son obnubilaciones arrebatadoras aunque socialmente imprescindibles, y por lo tanto las autoridades pretenden encauzarlas para minimizar riesgos. En cuestiones de amor se aconsejaba un noviazgo largo y casto (si es posible, dirigido por los padres de ambos), un matrimonio conveniente bendecido por la Iglesia (”es mejor casarse que abrasarse”, San Pablo dixit), los hijos que correspondan, la resignación a un aburrimiento digno y sin encharcamientos sensuales.
Dentro de tales rutinas y normas el amor resultaba cosa productiva, tan edificantemente provechosa como la inversión en fondos del Estado. Fuera de ellas podía convertirse en una fiebre lujuriosa, destructiva, tal como atestiguan los tristes destinos de Emma Bovary o Anna Karenina. Y después lo mismo ocurre en política: quien sienta la comezón participativa, debida a una sobreexcitación de sus hormonas democráticas, debe afiliarse a un partido sólido y acrisolado, pasar en él los largos y abnegados años de meritoriaje, ascender poco a poco en la jerarquía burocrática, obedecer a los líderes hasta llegar a serlo uno mismo y sobre todo barrer siempre para casa. Por esta vía cualquier peón indocumentado adicto a la propaganda sectaria puede convertirse en un respetable hombre de Estado: ejemplos no faltan, miren a su alrededor.
En caso contrario, la pasión política asilvestrada lleva a los más atroces desvaríos: crispación, hacer el juego al adversario y sobre todo inoportunidad. Ninguna iniciativa política propuesta desde fuera de los partidos puede corresponder al espíritu del momento ni a lo que pide la situación presente, porque la oportunidad y lo que pide el momento presente son la principal manufactura monopolizada por los partidos. Fuera de la Iglesia no hay salvación, ni en el amor ni en la política… y así para siempre.
Bueno, para siempre no. Hace más de un siglo que los amores se libraron del corsé pudibundo y hoy leemos las desventuras de los viejos amantes con melancólico alivio. Esperemos que no haga falta otro siglo más para que la participación política reciba también de forma pública y efectiva la bendición del libertinaje.
De las órdenes que dejó dadas Franco, casi todas ellas duraderas, la que parece más destinada a perdurar es una que transmitió cierta vez a Emilio Romero: “Haga como yo, no se meta en política”. Se la suele considerar como una ironía galaica o como exhibición de cinismo, pero en realidad no es sino puro y declarado realismo: y no digo “realismo socialista” porque no quiero molestar a nadie. Franco era realista, a falta de mayores virtudes (aunque hoy tenemos algunos gobernantes que carecen hasta de ésa): sabía por tanto que allí donde manda exclusivamente uno -o unos pocos elegidos- no debe hablarse de política. Las dictaduras sólo pueden hacer política exterior -porque fuera mandan también otros-, pero hacia dentro no hay más que represión de la política, es decir, persecución de los competidores en la facultad de mandar. Y trucos para seguir mandando a pesar de los pesares, como podrán ver si se fijan un poco los que asistan en Pekín a los Juegos de la Villanía Olímpica.
La política (para Franco, para los dictadores chinos, para la familia Castro y para tantos otros) no es más que la actividad sediciosa de quienes se oponen al régimen y tratan de derrocarlo con malas artes, es decir, con artes subversivas que pueden poner en peligro el monopolio antipolítico de la autoridad establecida.
Cuando digo que la orden de Franco de no meterse en política sigue vigente no pretendo insinuar que hoy en España mande sólo uno o sólo unos cuantos, lejos de mi tan comprometedora insidia. Pero creo que aún perdura cierta nostalgia de los tiempos en que las decisiones importantes estaban reservadas a una casta restringida, excluyente y poco acogedora para quienes no tenían debidamente aprobadas las pruebas de acceso.
Ahora la libertad de opinar está reconocida, faltaría más: se puede criticar severamente a quienes gobiernan, a diferencia de la época franquista felizmente dejada atrás. Incluso está comúnmente admitido que se puede despotricar y dar coces contra el aguijón, con todo el estruendo del caso. No son prácticas recomendadas, pero se las acepta como males inevitables que acompañan las sencillas alegrías populares de la vida democrática, un poco como el ruido ensordecedor de los fuegos de artificio es a la vez un inconveniente (y también un aliciente para muchos) de las jornadas festivas en nuestro país propenso a la traca.
Criticar, vociferar, patalear… pues venga, que no falte de nada, también el Gobierno tiene sus adictos dispuestos en los medios de comunicación a devolver como frontones las censuras que se le hacen contra los partidos de la oposición que pudieran beneficiarse de ellas. Pero cosa diferente es que ciudadanos sin mejores títulos políticos (es decir, simples especialistas en obedecer) pretendan con descaro plantear iniciativas y promover acciones que puedan interferir de algún modo eficaz en lo que los especialistas en mandar han acordado entre ellos. Tanto atrevimiento es visto e inmediatamente descalificado como intrusismo profesional por parte de los políticos que manejan el mundo de las decisiones, no ya de las opiniones.
El dicterio que utilizan para derogar esa injerencia resulta cuando menos sorprendente: pretenden insultarla tachándola de “política”. No hay nada peor que hacer política o moverse por razones políticas si uno no tiene la debida autorización oficial. Hacer política cuando no es político reconocido equivale a poner multas sin ser guardia municipal: una forma de usurpación. Y de poco sirve recordar a quien corresponda que en una democracia los políticos -no por afición sino por institución- somos todos los ciudadanos.
Se nos dirá entre dientes que puede que así sea en teoría pero que no hay derecho a tomárselo tan en serio en la práctica… fuera de las debidas y reguladas convocatorias electorales. Para hacer política hay que sacarse licencia, igual que para dar de comer los restaurantes londinenses exhiben en la puerta, a fin de evitar problemas legales, su fully licensed.
A los aficionados a las novelas decimonónicas estas precauciones institucionales nos resultan sobradamente conocidas. Son muy similares a las que rodeaban en aquellos días ese otro negocio oscuro y peligroso, el amor.
Tal como la política, el amor es también ardiente y sucio pero imprescindible para el mantenimiento de la sociedad. El amor no es nada de lo que hay que ser: no es objetivo, ni desinteresado, ni equilibrado, ni renunciativo (en amor nadie dice “pase usted primero” salvo los gilipollas y Humphrey Bogart en Casablanca): exactamente igual que el afán político, que comparte esas características apasionadamente viciosas y también lo tempestuoso de sus consecuencias.
Amor y política tienden a la obsesión monotemática, a excluir todo lo demás para imponerse, es decir -en los casos más graves e incurables-, al romanticismo. Como expuso Gregory Vlastos en su excelente estudio sobre la figura de Sócrates (Cambridge University Press, 1991): “Singularizar uno de los muchos valores de nuestra vida, elevarlo tan alto por encima del resto que debamos elegirlo a cualquier precio, es una de las muchas cosas que han sido llamadas romanticismo en la época moderna. Su típica expresión es el amor sexual”. Añado por mi cuenta que la política es otra de ellas. Y por supuesto el aura romántica no disculpa ni aminora las barbaridades que en último extremo algunos posesos pueden cometer al dejarse arrastrar por su manía fatal: los celosos que asesinan a su pareja cuando decide abandonarles o los terroristas que matan sin escrúpulos a quienes se oponen al cumplimiento de su ideal son probablemente románticos en fase terminal y no por ello menos abominables.
De modo que el amor y la política son obnubilaciones arrebatadoras aunque socialmente imprescindibles, y por lo tanto las autoridades pretenden encauzarlas para minimizar riesgos. En cuestiones de amor se aconsejaba un noviazgo largo y casto (si es posible, dirigido por los padres de ambos), un matrimonio conveniente bendecido por la Iglesia (”es mejor casarse que abrasarse”, San Pablo dixit), los hijos que correspondan, la resignación a un aburrimiento digno y sin encharcamientos sensuales.
Dentro de tales rutinas y normas el amor resultaba cosa productiva, tan edificantemente provechosa como la inversión en fondos del Estado. Fuera de ellas podía convertirse en una fiebre lujuriosa, destructiva, tal como atestiguan los tristes destinos de Emma Bovary o Anna Karenina. Y después lo mismo ocurre en política: quien sienta la comezón participativa, debida a una sobreexcitación de sus hormonas democráticas, debe afiliarse a un partido sólido y acrisolado, pasar en él los largos y abnegados años de meritoriaje, ascender poco a poco en la jerarquía burocrática, obedecer a los líderes hasta llegar a serlo uno mismo y sobre todo barrer siempre para casa. Por esta vía cualquier peón indocumentado adicto a la propaganda sectaria puede convertirse en un respetable hombre de Estado: ejemplos no faltan, miren a su alrededor.
En caso contrario, la pasión política asilvestrada lleva a los más atroces desvaríos: crispación, hacer el juego al adversario y sobre todo inoportunidad. Ninguna iniciativa política propuesta desde fuera de los partidos puede corresponder al espíritu del momento ni a lo que pide la situación presente, porque la oportunidad y lo que pide el momento presente son la principal manufactura monopolizada por los partidos. Fuera de la Iglesia no hay salvación, ni en el amor ni en la política… y así para siempre.
Bueno, para siempre no. Hace más de un siglo que los amores se libraron del corsé pudibundo y hoy leemos las desventuras de los viejos amantes con melancólico alivio. Esperemos que no haga falta otro siglo más para que la participación política reciba también de forma pública y efectiva la bendición del libertinaje.
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