Por Noemi Klein columnista de The Nation y The Guardian de Londres. Autora de No logo: el poder de las marcas (LA VANGUARDIA, 11/08/08):
Después que el petróleo cruzó la barrera de los 140 dólares por barril, incluso los presentadores de televisión más derechistas han tenido que mostrar su credo populista dedicando parte de sus programas a vapulear a las grandes empresas petroleras. Algunos han ido tan lejos como para invitarme a dialogar amablemente sobre un insidioso nuevo fenómeno: “El capitalismo de desastre”. Todo va generalmente bien hasta que deja de hacerlo.
Por ejemplo, el presentador de radio Jerry Doyle, un “conservador independiente” y yo, teníamos una conversación perfectamente amable acerca de empresas de seguros turbias y políticos ineptos, cuando esto ocurrió: “Creo que hay una manera rápida de bajar los precios”, anunció Doyle. “Hemos invertido 650.000 millones de dólares para liberar a un país de 25 millones de personas. ¿No deberíamos exigirles que nos entreguen el petróleo? El problema de bajar los precios de la gasolina se resolvería en 10 días, no en 10 años”.
Pero ocurre que es demasiado tarde para hacerlo. “Nosotros” estamos robando el petróleo de Iraq, o al menos estamos a punto de hacerlo.
Hace 10 meses publiqué mi libro The shock doctrine: the rise of disaster capitalism. Mi argumento central es que la manera en que las corporaciones multinacionales reestructuran el mundo es explotar de manera sistemática el miedo y la desorientación que acompañan momentos de gran shock y de crisis. Ahora que el planeta está siendo afectado por múltiples shocks, parece un buen momento para ver cómo y dónde esa estrategia se aplica.
Un modelo de capitalismo de desastre es lo que ocurre en la actualidad en el ministerio de Hidrocarburos de Iraq. Comenzó con contratos sin licitación anunciados por ExxonMobil, Chevron, Shell, BP y Total (aún deben ser firmados, pero continúan en curso).
Una semana después de anunciarse esos acuerdos, el mundo pudo echar una primera ojeada al premio real. Luego de años de negociaciones y de presiones, Iraq ha abierto de manera oficial a inversionistas extranjeros seis de sus principales yacimientos petroleros, que representan alrededor de la mitad de sus reservas comprobadas de crudo.
Según el ministro de Hidrocarburos de Iraq, los contratos a largo plazo serán firmados en el curso de un año. Las firmas extranjeras mantendrán un 75% del valor de los contratos, en tanto el otro 25% corresponderá a sus socios iraquíes.
Ese tipo de proporción es insólito en los estados del golfo Pérsico, donde obtener un control mayoritario sobre el petróleo fue una de las mayores victorias en la lucha contra los colonizadores.
Según Muttitt, se presumía hasta ahora que las empresas multinacionales explotarían nuevos campos petroleros en Iraq, en lugar de asumir el control de aquellos ya en producción. “La política era asignar esos campos a la Compañía Nacional de Petróleo de Iraq”, me dijo. Lo que está ocurriendo ahora es un giro de 180 grados en esa política. En vez de darle a la Compañía Nacional de Petróleo de Iraq el proyectado 100%, se les da apenas un 25%.
Por lo tanto, ¿cómo es posible que puedan concretarse tan ruinosos acuerdos en Iraq? ¿Por qué le ocurre a un país que ha sufrido tanto? De manera irónica, es el sufrimiento de Iraq, su interminable crisis, que sirve de excusa para acuerdos que amenazan con privarla de su principal fuente de ingresos.
La lógica es esta: la industria petrolera iraquí necesita la experiencia de empresas extranjeras debido a que muchos años de sanciones le impidieron adquirir nueva tecnología. La invasión y la continua violencia han degradado aún más la capacidad de la industria petrolera nacional. Por lo tanto, la invasión a Iraq crea el argumento para el pillaje subsiguiente.
Inclusive varios de los arquitectos de la guerra de Iraq ya ni se preocupan en negar que el petróleo fue uno de los principales factores de la invasión. Fadhil Chalabi, uno de los principales asesores del Gobierno de Bush en meses previos a la guerra, dijo en fecha reciente que la intrusión “fue una acción estratégica por parte de EE. UU. y del Reino Unido para conseguir una presencia militar en el golfo Pérsico a fin de asegurar abastecimientos petroleros en el futuro”.
Invadir países para quedarse con sus recursos naturales es ilegal de acuerdo a la Convención de Ginebra. Eso significa que la tarea de reconstruir la infraestructura de Iraq, incluida su infraestructura petrolera, es de responsabilidad de los invasores. Ellos deben ser obligados a pagar por las reparaciones. (Hay que recordar que el régimen de Sadam Husein pagó a Kuwait 9.000 millones de dólares en reparaciones tras la invasión de 1990.) En cambio, se obliga a Iraq a vender el 75% de su patrimonio nacional para saldar las cuentas de una invasión y ocupación ilegales.
El Gobierno de Bush está aprovechando otra crisis vinculada, la causada por el alto costo de los combustibles, para revivir su sueño de perforar en el área conocida como ANWR (siglas en inglés de Arctic National Wildlife Refuge, o Refugio Nacional para la Vida Silvestre en el Ártico), así como en otras partes del país.
“El Congreso debe afrontar una dura realidad”, dijo George W. Bush el 18 de junio. “A menos que los miembros estén dispuestos a aceptar los actuales precios de la gasolina…, nuestro país debe producir más petróleo”. El presidente actúa aquí como el jefe de los extorsionadores apuntando con la boquilla de la manguera de gasolina a la cabeza de su rehén, que en este caso es todo el país.
Pero perforar tierras de la ANWR tendrá un impacto escasamente discernible en los suministros actuales de petróleo. Y eso lo saben muy bien los partidarios de la explotación de crudo. Eso nunca funcionará. Alcanza con ver el comportamiento del mercado. Los precios suben pese a que se anuncian nuevas fuentes de crudo. Basta ver el boom petrolero en Alberta, Canadá. Petróleo de Alberta ha comenzado a abastecer refinerías de Estados Unidos. En la actualidad, Canadá es el principal abastecedor de petróleo a Estados Unidos, superando inclusive a Arabia Saudí. Lo que está impulsando la propuesta de ANWR no son los hechos, sino una pura doctrina de choque. La crisis petrolera ha creado condiciones en las cuales es posible vender políticas previamente imposibles de vender, pero que producen grandes réditos.
Vinculada de manera íntima con el precio del petróleo está la crisis global de alimentos. No sólo el alto precio de los combustibles aumenta el costo de la comida. Además, el boom de los agrocombustibles ha hecho borrosa la línea entre alimentos y combustible, alentando una especulación rampante y desalojando a los campesinos de sus tierras.
Los gobiernos de varios países latinoamericanos se han visto obligados a reexaminar lo que ocurre con los agrocombustibles y a reconocer que la comida es un derecho humano, no simplemente una materia prima. Pero el subsecretario de Estado norteamericano John Negroponte tiene otras ideas. En un discurso donde exaltó el compromiso de Estados Unidos para ofrecer ayuda alimenticia a naciones en crisis, también pidió que los países bajen “sus restricciones a la exportación” y eliminen “barreras para usar tecnologías de producción innovadoras en plantas y animales, incluida la biotecnología”.
El mensaje fue claro: los países pobres tienen que abrir sus mercados agrícolas a los productos de Estados Unidos y a sus semillas genéticamente modificadas, o de lo contrario perderán la ayuda.
Entre tanto, el Gobierno de Bush anunció una moratoria de hasta dos años en nuevos proyectos de energía solar en tierras federales. Eso se atribuye, al parecer, a preocupaciones ecológicas. Esa es la frontera final para el capitalismo del desastre. Nuestros líderes no invierten en tecnologías que podrían impedir un futuro caos climático.
La privatización del petróleo iraquí, el control global mediante cultivos alterados genéticamente, la reducción de las barreras comerciales y la apertura de parques nacionales son objetivos que previamente eran buscados mediante acuerdos comerciales corteses, bajo el seudónimo de la “globalización”. Ahora, esa agenda desacreditada marcha sobre las espaldas de crisis en serie y se ofrece como una medicina para un mundo dolorido.
Después que el petróleo cruzó la barrera de los 140 dólares por barril, incluso los presentadores de televisión más derechistas han tenido que mostrar su credo populista dedicando parte de sus programas a vapulear a las grandes empresas petroleras. Algunos han ido tan lejos como para invitarme a dialogar amablemente sobre un insidioso nuevo fenómeno: “El capitalismo de desastre”. Todo va generalmente bien hasta que deja de hacerlo.
Por ejemplo, el presentador de radio Jerry Doyle, un “conservador independiente” y yo, teníamos una conversación perfectamente amable acerca de empresas de seguros turbias y políticos ineptos, cuando esto ocurrió: “Creo que hay una manera rápida de bajar los precios”, anunció Doyle. “Hemos invertido 650.000 millones de dólares para liberar a un país de 25 millones de personas. ¿No deberíamos exigirles que nos entreguen el petróleo? El problema de bajar los precios de la gasolina se resolvería en 10 días, no en 10 años”.
Pero ocurre que es demasiado tarde para hacerlo. “Nosotros” estamos robando el petróleo de Iraq, o al menos estamos a punto de hacerlo.
Hace 10 meses publiqué mi libro The shock doctrine: the rise of disaster capitalism. Mi argumento central es que la manera en que las corporaciones multinacionales reestructuran el mundo es explotar de manera sistemática el miedo y la desorientación que acompañan momentos de gran shock y de crisis. Ahora que el planeta está siendo afectado por múltiples shocks, parece un buen momento para ver cómo y dónde esa estrategia se aplica.
Un modelo de capitalismo de desastre es lo que ocurre en la actualidad en el ministerio de Hidrocarburos de Iraq. Comenzó con contratos sin licitación anunciados por ExxonMobil, Chevron, Shell, BP y Total (aún deben ser firmados, pero continúan en curso).
Una semana después de anunciarse esos acuerdos, el mundo pudo echar una primera ojeada al premio real. Luego de años de negociaciones y de presiones, Iraq ha abierto de manera oficial a inversionistas extranjeros seis de sus principales yacimientos petroleros, que representan alrededor de la mitad de sus reservas comprobadas de crudo.
Según el ministro de Hidrocarburos de Iraq, los contratos a largo plazo serán firmados en el curso de un año. Las firmas extranjeras mantendrán un 75% del valor de los contratos, en tanto el otro 25% corresponderá a sus socios iraquíes.
Ese tipo de proporción es insólito en los estados del golfo Pérsico, donde obtener un control mayoritario sobre el petróleo fue una de las mayores victorias en la lucha contra los colonizadores.
Según Muttitt, se presumía hasta ahora que las empresas multinacionales explotarían nuevos campos petroleros en Iraq, en lugar de asumir el control de aquellos ya en producción. “La política era asignar esos campos a la Compañía Nacional de Petróleo de Iraq”, me dijo. Lo que está ocurriendo ahora es un giro de 180 grados en esa política. En vez de darle a la Compañía Nacional de Petróleo de Iraq el proyectado 100%, se les da apenas un 25%.
Por lo tanto, ¿cómo es posible que puedan concretarse tan ruinosos acuerdos en Iraq? ¿Por qué le ocurre a un país que ha sufrido tanto? De manera irónica, es el sufrimiento de Iraq, su interminable crisis, que sirve de excusa para acuerdos que amenazan con privarla de su principal fuente de ingresos.
La lógica es esta: la industria petrolera iraquí necesita la experiencia de empresas extranjeras debido a que muchos años de sanciones le impidieron adquirir nueva tecnología. La invasión y la continua violencia han degradado aún más la capacidad de la industria petrolera nacional. Por lo tanto, la invasión a Iraq crea el argumento para el pillaje subsiguiente.
Inclusive varios de los arquitectos de la guerra de Iraq ya ni se preocupan en negar que el petróleo fue uno de los principales factores de la invasión. Fadhil Chalabi, uno de los principales asesores del Gobierno de Bush en meses previos a la guerra, dijo en fecha reciente que la intrusión “fue una acción estratégica por parte de EE. UU. y del Reino Unido para conseguir una presencia militar en el golfo Pérsico a fin de asegurar abastecimientos petroleros en el futuro”.
Invadir países para quedarse con sus recursos naturales es ilegal de acuerdo a la Convención de Ginebra. Eso significa que la tarea de reconstruir la infraestructura de Iraq, incluida su infraestructura petrolera, es de responsabilidad de los invasores. Ellos deben ser obligados a pagar por las reparaciones. (Hay que recordar que el régimen de Sadam Husein pagó a Kuwait 9.000 millones de dólares en reparaciones tras la invasión de 1990.) En cambio, se obliga a Iraq a vender el 75% de su patrimonio nacional para saldar las cuentas de una invasión y ocupación ilegales.
El Gobierno de Bush está aprovechando otra crisis vinculada, la causada por el alto costo de los combustibles, para revivir su sueño de perforar en el área conocida como ANWR (siglas en inglés de Arctic National Wildlife Refuge, o Refugio Nacional para la Vida Silvestre en el Ártico), así como en otras partes del país.
“El Congreso debe afrontar una dura realidad”, dijo George W. Bush el 18 de junio. “A menos que los miembros estén dispuestos a aceptar los actuales precios de la gasolina…, nuestro país debe producir más petróleo”. El presidente actúa aquí como el jefe de los extorsionadores apuntando con la boquilla de la manguera de gasolina a la cabeza de su rehén, que en este caso es todo el país.
Pero perforar tierras de la ANWR tendrá un impacto escasamente discernible en los suministros actuales de petróleo. Y eso lo saben muy bien los partidarios de la explotación de crudo. Eso nunca funcionará. Alcanza con ver el comportamiento del mercado. Los precios suben pese a que se anuncian nuevas fuentes de crudo. Basta ver el boom petrolero en Alberta, Canadá. Petróleo de Alberta ha comenzado a abastecer refinerías de Estados Unidos. En la actualidad, Canadá es el principal abastecedor de petróleo a Estados Unidos, superando inclusive a Arabia Saudí. Lo que está impulsando la propuesta de ANWR no son los hechos, sino una pura doctrina de choque. La crisis petrolera ha creado condiciones en las cuales es posible vender políticas previamente imposibles de vender, pero que producen grandes réditos.
Vinculada de manera íntima con el precio del petróleo está la crisis global de alimentos. No sólo el alto precio de los combustibles aumenta el costo de la comida. Además, el boom de los agrocombustibles ha hecho borrosa la línea entre alimentos y combustible, alentando una especulación rampante y desalojando a los campesinos de sus tierras.
Los gobiernos de varios países latinoamericanos se han visto obligados a reexaminar lo que ocurre con los agrocombustibles y a reconocer que la comida es un derecho humano, no simplemente una materia prima. Pero el subsecretario de Estado norteamericano John Negroponte tiene otras ideas. En un discurso donde exaltó el compromiso de Estados Unidos para ofrecer ayuda alimenticia a naciones en crisis, también pidió que los países bajen “sus restricciones a la exportación” y eliminen “barreras para usar tecnologías de producción innovadoras en plantas y animales, incluida la biotecnología”.
El mensaje fue claro: los países pobres tienen que abrir sus mercados agrícolas a los productos de Estados Unidos y a sus semillas genéticamente modificadas, o de lo contrario perderán la ayuda.
Entre tanto, el Gobierno de Bush anunció una moratoria de hasta dos años en nuevos proyectos de energía solar en tierras federales. Eso se atribuye, al parecer, a preocupaciones ecológicas. Esa es la frontera final para el capitalismo del desastre. Nuestros líderes no invierten en tecnologías que podrían impedir un futuro caos climático.
La privatización del petróleo iraquí, el control global mediante cultivos alterados genéticamente, la reducción de las barreras comerciales y la apertura de parques nacionales son objetivos que previamente eran buscados mediante acuerdos comerciales corteses, bajo el seudónimo de la “globalización”. Ahora, esa agenda desacreditada marcha sobre las espaldas de crisis en serie y se ofrece como una medicina para un mundo dolorido.
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