Por Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo Nación y Libertad (ABC, 13/08/08):
Ahora que ha muerto en Moscú, me acuerdo de cómo recibió la izquierda intelectual su visita a España en los años setenta. Hoy, más de treinta años después de la publicación de Archipiélago Gulag, Solzhenitsyn es la voz atronadora que levantó a solas uno de los mayores y más rigurosos monumentos literarios contra los crímenes del totalitarismo soviético, el escritor que golpeó la buena conciencia de la izquierda mundial con el «yo acuso» de los tiempos del terror. Tiempos en que, bajo las máscaras del idealismo, el aire olía a persecución y muerte. Pero cuando aterrizó en España, finales del franquismo, las personas progresistas le recibieron con desconfianza y muecas de desdén. Hubo hasta alguno que no se resistió a bromear y formuló el irónico comentario de que el peor delito del régimen soviético había sido dejar en libertad a Solzhenitsyn. Parte de esa actitud reproducía el conocido rechazo de Sartre a mencionar la cuestión del Gulag sobre la argumentación de que desanimaría la justa militancia de la clase obrera francesa. Para la mayoría de intelectuales europeos que, en aquella época, se identificaban con la izquierda o que sencillamente rechazaban la sombra napoleónica de los Estados Unidos, y les consternaba la perspectiva de un mundo capitalista bajo vigilancia del coloso de las barras y estrellas, la condena a la Unión Soviética era, por lo menos, problemática.
Siempre hay gente que sostiene que la verdad es a veces inoportuna, desfavorable. Siempre hay figuras públicas que susurran que la verdad es un lujo. A esto se le llama pensar con sentido práctico, y en ocasiones, pensar con sentido político, con sentido de Estado. Hoy, aquellos decenios de no querer ver ni querer decir lo que se sabía respecto de la vida atenazada al otro lado del telón de acero, en países y ciudades avasalladas por los kafkianos jerarcas del Kremlin, nos resultan incomprensibles. Y sin embargo, no parece que hayamos aprendido nada de la impostura cínica de Sartre ni que hayamos renunciado al complaciente mecanismo de la autocensura. A principios del siglo XXI hemos cambiado de ilusiones, eso es todo.
Mucha gente inteligente de buenas intenciones y política humanitaria se repite a sí misma y a sus partidarios otras mentiras, y a veces, como en el pasado, a fin de no prestar auxilio y dar aliento al gran Satán del mundo, los Estados Unidos. Una de estas ilusiones es la del multiculturalismo que a nivel de política internacional ha desembocado en la bucólica Alianza de Civilizaciones.
Hoy, en la era de las comunicaciones y las migraciones masivas, la pluralidad es un hecho tan irreversible como la globalización. Nos guste o no vivimos en ella, y el sueño de una cultura única o el espejismo de ser los depositarios de una religión que debe imponerse a los demás resulta, en el mejor de los casos, una quimera nostálgica y, en el peor, una amenaza a la vida. Por ejemplo, cuando las ideas de pureza -racial, religiosa o cultural- se transforman en infiernos de limpieza étnica, como en la antigua Yugoslavia de Milosevic y Karadzic. O cuando los ideólogos integristas del Islam, con diatribas como «Quienes creen, combaten en la senda de Dios» incitan a los jóvenes musulmanes de Oriente y Occidente a matar y morir por una fe pura.
Los fundamentalistas utópicos de la Alianza de Civilizaciones nos dicen que casi todas las diversidades -de usos, de costumbres, de tradiciones, de valores- pueden y deben superarse, contra toda cerrazón estólida, en un diálogo fraterno, y que los crecientes contactos entre pueblos y culturas distintas, destinados a aumentar, suponen un enriquecimiento vital. Y es cierto. Pero no es menos cierto que dichos contactos generan situaciones conflictivas y elecciones dramáticas que no podemos ignorar, situaciones que impiden, moralmente, transigir, dialogar, tolerar. Y aquí, ante esta frontera, es donde fracasan los profetas del multiculturalismo, que con excesiva frecuencia distorsionan la tolerancia en algo que se asemeja mucho a ella, pero que en realidad es lo opuesto: la indiferencia, la intercambiabilidad de cualquier cosa por cualquier otra, un pretexto para justificar muchas cosas reaccionarias y opresivas. Por ejemplo, la opresión de la mujer en los regímenes islámicos. ¿O alguien cree que el burka, la prohibición de conducir y viajar o la purificación de las niñas mediante la ablación deben respetarse por el sencillo hecho de formar parte de una tradición? ¿Alguien piensa que el infierno de una vida de sometimiento, a Alá, al clan, al padre, a los varones de la familia, como el padecido por la exdiputada holandesa de origen somalí Ayaan Hirsi Alí puede tolerarse bajo el respeto común a todas las culturas? ¿Es cultura ser lapidada por adulterio? ¿No se comete un terrible error, fosilizando la perspectiva moral de millones de personas, cuando ignoramos que muchos musulmanes se sienten atrapados en Estados inspirados en el Medio Oriente neolítico y miran hacia las democracias occidentales como modelo e inspiración? Paradojas de nuestro tiempo: personas que se indignarían ante cualquier tentativa de limitar el derecho a la sátira de las creencias católicas o que se escandalizan ante cualquier intervención pública de la Iglesia tienden, al mismo tiempo, a considerar ilegítimo que se satirice y se critique a los Jomeini que ruedan por el mundo, cuando no cierran los ojos ante las monstruosidades derivadas de algunos planteamientos del Islam.
¿Adónde hemos llegado? Ya resulta desolador -y con frecuencia letal- que una parte de la humanidad considere que la convivencia política y social deba regirse implacablemente por un libro originado entre los nómadas de Arabia en el siglo VII. Pero más grave aún es que aquel «Todo está permitido» vaticinado con horror por Dostoievski haya dado en Occidente un paso hacia delante bajo el escepticismo posmoderno. El pecado del etnocentrismo asusta más a las almas sensibles de la izquierda que el relativismo morboso y complaciente, parodia de la verdadera tolerancia, en el que todo vale y nada se puede objetar al sátrapa tercermundista o al ritual bárbaro.
Nos manifestamos por el limbo legal de Guantánamo, pero apenas nos perturban las ejecuciones de apóstatas y heréticos en países de Oriente Medio donde se ha implantado la sharia. Cuando en 1989 el ayatolá Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie por publicar los Versos satánicos, en lugar de salir incondicionalmente en defensa de la libertad de expresión, muchos escritores, periodistas y políticos europeos prefirieron lamentar que se hubiera ofendido la sensibilidad musulmana. A la somalí Ayaan Hirsi Ali la amenazaron de muerte por defender en Holanda -país de libertad, de derechos civiles, de diálogo, de tolerancia- entre la población musulmana, entre las mujeres sobre todo, que ninguna creencia religiosa ni política es aceptable si está reñida con los derechos humanos y que por lo tanto debe ser combatida sin el menor prejuicio, y en vez de solidarizarse con la perseguida, sus vecinos y conciudadanos holandeses la echaron del edificio donde vivía, amparados por los jueces, porque su presencia los ponía también a ellos en el punto de mira de jóvenes fundamentalistas como el asesino del cineasta Theo Van Gogh.
El diálogo tiene sus fronteras, duras y dolorosas como toda frontera que siempre separa, pero inevitables. No es moral ser ante todo tolerante, porque el plano ético al que la idea moderna de tolerancia se refiere no es un primer plano, no «es un ante todo». Raymond Aron afirmaba que sólo hace falta honradez para discernir entre lo preferible y lo espantoso, y Victor Serge, uno de los intelectuales que pasó en la Unión Soviética por todas las etapas de la represión y relató a Occidente las purgas de Stalin, decía que sólo se necesita algo de claridad e independencia para decir la verdad. A fin de cuentas, su caso, como el de Solzhenitsyn, es un ejemplo moral. Y hay muchos Solzhenitsyn. Tantos como ocasiones en que los derechos de las personas deben ser defendidos contra los opresores unánimes y las masas obedientes.
No resulta peregrino pensar que si la cultura de la libertad resiste y se salva de los asaltos del fanatismo o del nihilismo destructor es por la determinación indomable de esos ciudadanos que denuncian la injusticia de lo que a veces parece irremediable o de lo que aconseja la prudencia hipócrita. Personas como Ayaan Hirsi Ali, que, por haber sufrido en carne propia los horrores del oscurantismo religioso y la barbarie política, saben la diferencia.
Ahora que ha muerto en Moscú, me acuerdo de cómo recibió la izquierda intelectual su visita a España en los años setenta. Hoy, más de treinta años después de la publicación de Archipiélago Gulag, Solzhenitsyn es la voz atronadora que levantó a solas uno de los mayores y más rigurosos monumentos literarios contra los crímenes del totalitarismo soviético, el escritor que golpeó la buena conciencia de la izquierda mundial con el «yo acuso» de los tiempos del terror. Tiempos en que, bajo las máscaras del idealismo, el aire olía a persecución y muerte. Pero cuando aterrizó en España, finales del franquismo, las personas progresistas le recibieron con desconfianza y muecas de desdén. Hubo hasta alguno que no se resistió a bromear y formuló el irónico comentario de que el peor delito del régimen soviético había sido dejar en libertad a Solzhenitsyn. Parte de esa actitud reproducía el conocido rechazo de Sartre a mencionar la cuestión del Gulag sobre la argumentación de que desanimaría la justa militancia de la clase obrera francesa. Para la mayoría de intelectuales europeos que, en aquella época, se identificaban con la izquierda o que sencillamente rechazaban la sombra napoleónica de los Estados Unidos, y les consternaba la perspectiva de un mundo capitalista bajo vigilancia del coloso de las barras y estrellas, la condena a la Unión Soviética era, por lo menos, problemática.
Siempre hay gente que sostiene que la verdad es a veces inoportuna, desfavorable. Siempre hay figuras públicas que susurran que la verdad es un lujo. A esto se le llama pensar con sentido práctico, y en ocasiones, pensar con sentido político, con sentido de Estado. Hoy, aquellos decenios de no querer ver ni querer decir lo que se sabía respecto de la vida atenazada al otro lado del telón de acero, en países y ciudades avasalladas por los kafkianos jerarcas del Kremlin, nos resultan incomprensibles. Y sin embargo, no parece que hayamos aprendido nada de la impostura cínica de Sartre ni que hayamos renunciado al complaciente mecanismo de la autocensura. A principios del siglo XXI hemos cambiado de ilusiones, eso es todo.
Mucha gente inteligente de buenas intenciones y política humanitaria se repite a sí misma y a sus partidarios otras mentiras, y a veces, como en el pasado, a fin de no prestar auxilio y dar aliento al gran Satán del mundo, los Estados Unidos. Una de estas ilusiones es la del multiculturalismo que a nivel de política internacional ha desembocado en la bucólica Alianza de Civilizaciones.
Hoy, en la era de las comunicaciones y las migraciones masivas, la pluralidad es un hecho tan irreversible como la globalización. Nos guste o no vivimos en ella, y el sueño de una cultura única o el espejismo de ser los depositarios de una religión que debe imponerse a los demás resulta, en el mejor de los casos, una quimera nostálgica y, en el peor, una amenaza a la vida. Por ejemplo, cuando las ideas de pureza -racial, religiosa o cultural- se transforman en infiernos de limpieza étnica, como en la antigua Yugoslavia de Milosevic y Karadzic. O cuando los ideólogos integristas del Islam, con diatribas como «Quienes creen, combaten en la senda de Dios» incitan a los jóvenes musulmanes de Oriente y Occidente a matar y morir por una fe pura.
Los fundamentalistas utópicos de la Alianza de Civilizaciones nos dicen que casi todas las diversidades -de usos, de costumbres, de tradiciones, de valores- pueden y deben superarse, contra toda cerrazón estólida, en un diálogo fraterno, y que los crecientes contactos entre pueblos y culturas distintas, destinados a aumentar, suponen un enriquecimiento vital. Y es cierto. Pero no es menos cierto que dichos contactos generan situaciones conflictivas y elecciones dramáticas que no podemos ignorar, situaciones que impiden, moralmente, transigir, dialogar, tolerar. Y aquí, ante esta frontera, es donde fracasan los profetas del multiculturalismo, que con excesiva frecuencia distorsionan la tolerancia en algo que se asemeja mucho a ella, pero que en realidad es lo opuesto: la indiferencia, la intercambiabilidad de cualquier cosa por cualquier otra, un pretexto para justificar muchas cosas reaccionarias y opresivas. Por ejemplo, la opresión de la mujer en los regímenes islámicos. ¿O alguien cree que el burka, la prohibición de conducir y viajar o la purificación de las niñas mediante la ablación deben respetarse por el sencillo hecho de formar parte de una tradición? ¿Alguien piensa que el infierno de una vida de sometimiento, a Alá, al clan, al padre, a los varones de la familia, como el padecido por la exdiputada holandesa de origen somalí Ayaan Hirsi Alí puede tolerarse bajo el respeto común a todas las culturas? ¿Es cultura ser lapidada por adulterio? ¿No se comete un terrible error, fosilizando la perspectiva moral de millones de personas, cuando ignoramos que muchos musulmanes se sienten atrapados en Estados inspirados en el Medio Oriente neolítico y miran hacia las democracias occidentales como modelo e inspiración? Paradojas de nuestro tiempo: personas que se indignarían ante cualquier tentativa de limitar el derecho a la sátira de las creencias católicas o que se escandalizan ante cualquier intervención pública de la Iglesia tienden, al mismo tiempo, a considerar ilegítimo que se satirice y se critique a los Jomeini que ruedan por el mundo, cuando no cierran los ojos ante las monstruosidades derivadas de algunos planteamientos del Islam.
¿Adónde hemos llegado? Ya resulta desolador -y con frecuencia letal- que una parte de la humanidad considere que la convivencia política y social deba regirse implacablemente por un libro originado entre los nómadas de Arabia en el siglo VII. Pero más grave aún es que aquel «Todo está permitido» vaticinado con horror por Dostoievski haya dado en Occidente un paso hacia delante bajo el escepticismo posmoderno. El pecado del etnocentrismo asusta más a las almas sensibles de la izquierda que el relativismo morboso y complaciente, parodia de la verdadera tolerancia, en el que todo vale y nada se puede objetar al sátrapa tercermundista o al ritual bárbaro.
Nos manifestamos por el limbo legal de Guantánamo, pero apenas nos perturban las ejecuciones de apóstatas y heréticos en países de Oriente Medio donde se ha implantado la sharia. Cuando en 1989 el ayatolá Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie por publicar los Versos satánicos, en lugar de salir incondicionalmente en defensa de la libertad de expresión, muchos escritores, periodistas y políticos europeos prefirieron lamentar que se hubiera ofendido la sensibilidad musulmana. A la somalí Ayaan Hirsi Ali la amenazaron de muerte por defender en Holanda -país de libertad, de derechos civiles, de diálogo, de tolerancia- entre la población musulmana, entre las mujeres sobre todo, que ninguna creencia religiosa ni política es aceptable si está reñida con los derechos humanos y que por lo tanto debe ser combatida sin el menor prejuicio, y en vez de solidarizarse con la perseguida, sus vecinos y conciudadanos holandeses la echaron del edificio donde vivía, amparados por los jueces, porque su presencia los ponía también a ellos en el punto de mira de jóvenes fundamentalistas como el asesino del cineasta Theo Van Gogh.
El diálogo tiene sus fronteras, duras y dolorosas como toda frontera que siempre separa, pero inevitables. No es moral ser ante todo tolerante, porque el plano ético al que la idea moderna de tolerancia se refiere no es un primer plano, no «es un ante todo». Raymond Aron afirmaba que sólo hace falta honradez para discernir entre lo preferible y lo espantoso, y Victor Serge, uno de los intelectuales que pasó en la Unión Soviética por todas las etapas de la represión y relató a Occidente las purgas de Stalin, decía que sólo se necesita algo de claridad e independencia para decir la verdad. A fin de cuentas, su caso, como el de Solzhenitsyn, es un ejemplo moral. Y hay muchos Solzhenitsyn. Tantos como ocasiones en que los derechos de las personas deben ser defendidos contra los opresores unánimes y las masas obedientes.
No resulta peregrino pensar que si la cultura de la libertad resiste y se salva de los asaltos del fanatismo o del nihilismo destructor es por la determinación indomable de esos ciudadanos que denuncian la injusticia de lo que a veces parece irremediable o de lo que aconseja la prudencia hipócrita. Personas como Ayaan Hirsi Ali, que, por haber sufrido en carne propia los horrores del oscurantismo religioso y la barbarie política, saben la diferencia.
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