Por José María Álvarez Monzoncillo, catedrático de Comunicación en la Universidad Rey Juan Carlos (EL PAÍS, 11/08/08):
Un recalcitrante liberal, Richard Nixon, afirmaba en los años sesenta que “ya somos todos keynesianos”, asumiendo que en épocas de estancamiento o recesión, la inversión pública anima la actividad económica y el empleo. Pero, actualmente, la búsqueda de “demanda agregada” por esta vía, al igual que por la bajada de impuestos o por la subvención indirecta de alimentos, materias primas o energía, es imposible, pues solamente sería efectiva si lo hicieron unos países y otros no. El endeudamiento público y privado es, en estos momentos, asfixiante en casi todas las latitudes del globo. Los activos mundiales valen tres veces menos que los instrumentos financieros que los soportan. Es el crash de los hedge funds y del “capital riesgo”. En casi todas las zonas y países, los altibajos e incertidumbres de la última década se han intentado paliar con excesiva liquidez monetaria por la vía de los bajos intereses, haciendo depender el consumo del endeudamiento, y la inversión de una valoración irreal de los activos, como los inmobiliarios o ciertos productos financieros de dudosa solidez económica. Esta dinámica también ha desincentivado el ahorro, generando menos liquidez en el sistema.
Todos los gobiernos hablan de crisis o coyuntura internacional, que se traduce en echar la culpa a los demás para exonerar la suya. La economía mundial ya no depende únicamente del motor norteamericano, ni del de la estancada vieja Europa, sino de otros motores auxiliares que pueden entrar en funcionamiento: los llamados BRICs (Brasil, Rusia, India y China). El peso económico de Estados Unidos es cada vez menor en el conjunto de la economía mundial y, según algunas estadísticas, está por debajo de la UE 27. Por eso, la mirada está cambiando de foco a la espera de una revitalización de la coyuntura internacional en otras zonas, aunque muchos líderes siguen todavía confiando en la nueva Norteamérica de Obama para no afrontar los nuevos retos de la globalización.
En Europa, la mayor parte de los discursos, tanto de la izquierda como de la derecha, se basan en la defensa y protección de los mercados, en lugar de asumir esta nueva responsabilidad dinamizando la economía en todos sus frentes. La pérdida de capacidad de liderazgo de Estados Unidos se debe a la falta de confianza, al incremento del paro, al elevado déficit comercial, al desplome inmobiliario y a la debilidad estructural del dólar. Lleva varios años pagando el déficit exterior con capital exterior. Y, como ya es tradicional, los países con fuertes exportaciones de materias primas no funcionan ni para solucionar sus propios desajustes (Argentina, Venezuela o los países árabes, en general).
Además de esos problemas, la actual crisis procede del incremento del precio de las materias primas y energía por el tirón de la demanda de muchos países con crecimiento espectacular gracias a la globalización económica. Este modelo ha funcionado hasta ahora agrandando la deuda, con intereses bajos y con la inflación controlada, convirtiendo a China en su fábrica y a la India en su service center. También ha sido bendecido por los bancos centrales y gobiernos de casi todos países -lo que llamaba Alan Greenspan la “exuberancia irracional de los mercados”-, de manera que las familias consumían y dejaban su futuro invertido en sus viviendas mientras las Administraciones Públicas llenaban sus arcas. Era una economía apoyada en el hiperconsumo por la vía del endeudamiento, con bajadas importantes de costes de producción por la deslocalización.
Pero ¿qué ocurre cuando la inflación sube por el incremento del consumo de bienes con precios poco elásticos como la energía o ciertas materias primas? Los tipos de interés suben, baja el consumo, y los bancos ya no asumen tanto riesgo, y se niegan a renegociar hipotecas. Se genera una inflación psicológica (véase el Nobel Edmund Phelps), se pierde la confianza, y empresarios y familias miran a los gobiernos. Pero Keynes ya no es la solución, pues provocaría mayor inflación global, reforzando el círculo vicioso.
La solución se mueve en tres bandas: ahorro, ahorro y ahorro. Provocará un ajuste en el empleo y en los beneficios de las empresas, pero mejorará la “coyuntura internacional” que tan hábilmente manejan las autoridades monetarias. Pero también bajarán la inflación y los tipos de interés, y se recuperarán la liquidez y la confianza de los mercados. Simultáneamente, y a medio plazo, ahora que el euro no puede devaluar, se debe incrementar la productividad con trabajo, talento, capital humano e innovación, y algunas otras medidas liberalizadoras que hagan más eficientes los mercados.
Existe otra posibilidad, en la línea de la “destrucción creadora” de Joseph Schumpeter: renovar la hipoteca, si te la conceden, hacer una dieta hipercalórica a base de hidratos de carbono (recuerden el almuerzo de 18 platos del G-8), pasear a menudo escuchando el soplido del turbodiésel, y ver cómo los gobiernos inyectan más deuda bajando los impuestos para cambiar el ciclo económico. Por aquí se prefiere acelerar para después desacelerar.
Un recalcitrante liberal, Richard Nixon, afirmaba en los años sesenta que “ya somos todos keynesianos”, asumiendo que en épocas de estancamiento o recesión, la inversión pública anima la actividad económica y el empleo. Pero, actualmente, la búsqueda de “demanda agregada” por esta vía, al igual que por la bajada de impuestos o por la subvención indirecta de alimentos, materias primas o energía, es imposible, pues solamente sería efectiva si lo hicieron unos países y otros no. El endeudamiento público y privado es, en estos momentos, asfixiante en casi todas las latitudes del globo. Los activos mundiales valen tres veces menos que los instrumentos financieros que los soportan. Es el crash de los hedge funds y del “capital riesgo”. En casi todas las zonas y países, los altibajos e incertidumbres de la última década se han intentado paliar con excesiva liquidez monetaria por la vía de los bajos intereses, haciendo depender el consumo del endeudamiento, y la inversión de una valoración irreal de los activos, como los inmobiliarios o ciertos productos financieros de dudosa solidez económica. Esta dinámica también ha desincentivado el ahorro, generando menos liquidez en el sistema.
Todos los gobiernos hablan de crisis o coyuntura internacional, que se traduce en echar la culpa a los demás para exonerar la suya. La economía mundial ya no depende únicamente del motor norteamericano, ni del de la estancada vieja Europa, sino de otros motores auxiliares que pueden entrar en funcionamiento: los llamados BRICs (Brasil, Rusia, India y China). El peso económico de Estados Unidos es cada vez menor en el conjunto de la economía mundial y, según algunas estadísticas, está por debajo de la UE 27. Por eso, la mirada está cambiando de foco a la espera de una revitalización de la coyuntura internacional en otras zonas, aunque muchos líderes siguen todavía confiando en la nueva Norteamérica de Obama para no afrontar los nuevos retos de la globalización.
En Europa, la mayor parte de los discursos, tanto de la izquierda como de la derecha, se basan en la defensa y protección de los mercados, en lugar de asumir esta nueva responsabilidad dinamizando la economía en todos sus frentes. La pérdida de capacidad de liderazgo de Estados Unidos se debe a la falta de confianza, al incremento del paro, al elevado déficit comercial, al desplome inmobiliario y a la debilidad estructural del dólar. Lleva varios años pagando el déficit exterior con capital exterior. Y, como ya es tradicional, los países con fuertes exportaciones de materias primas no funcionan ni para solucionar sus propios desajustes (Argentina, Venezuela o los países árabes, en general).
Además de esos problemas, la actual crisis procede del incremento del precio de las materias primas y energía por el tirón de la demanda de muchos países con crecimiento espectacular gracias a la globalización económica. Este modelo ha funcionado hasta ahora agrandando la deuda, con intereses bajos y con la inflación controlada, convirtiendo a China en su fábrica y a la India en su service center. También ha sido bendecido por los bancos centrales y gobiernos de casi todos países -lo que llamaba Alan Greenspan la “exuberancia irracional de los mercados”-, de manera que las familias consumían y dejaban su futuro invertido en sus viviendas mientras las Administraciones Públicas llenaban sus arcas. Era una economía apoyada en el hiperconsumo por la vía del endeudamiento, con bajadas importantes de costes de producción por la deslocalización.
Pero ¿qué ocurre cuando la inflación sube por el incremento del consumo de bienes con precios poco elásticos como la energía o ciertas materias primas? Los tipos de interés suben, baja el consumo, y los bancos ya no asumen tanto riesgo, y se niegan a renegociar hipotecas. Se genera una inflación psicológica (véase el Nobel Edmund Phelps), se pierde la confianza, y empresarios y familias miran a los gobiernos. Pero Keynes ya no es la solución, pues provocaría mayor inflación global, reforzando el círculo vicioso.
La solución se mueve en tres bandas: ahorro, ahorro y ahorro. Provocará un ajuste en el empleo y en los beneficios de las empresas, pero mejorará la “coyuntura internacional” que tan hábilmente manejan las autoridades monetarias. Pero también bajarán la inflación y los tipos de interés, y se recuperarán la liquidez y la confianza de los mercados. Simultáneamente, y a medio plazo, ahora que el euro no puede devaluar, se debe incrementar la productividad con trabajo, talento, capital humano e innovación, y algunas otras medidas liberalizadoras que hagan más eficientes los mercados.
Existe otra posibilidad, en la línea de la “destrucción creadora” de Joseph Schumpeter: renovar la hipoteca, si te la conceden, hacer una dieta hipercalórica a base de hidratos de carbono (recuerden el almuerzo de 18 platos del G-8), pasear a menudo escuchando el soplido del turbodiésel, y ver cómo los gobiernos inyectan más deuda bajando los impuestos para cambiar el ciclo económico. Por aquí se prefiere acelerar para después desacelerar.
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