Por Joaquín Calomarde, ex diputado al Congreso, catedrático y escritor (EL PAÍS, 01/08/08):
La historia de las palabras es fundamental a la hora de saber de qué hablamos. Mucho más si lo hacemos del término liberal. Hoy, todo el orbe político se califica como tal, en detrimento del sentido profundo de ese concepto, que ni es unívoco ni significa lo mismo en la tradición anglosajona o en la continental europea. Así pues, voy a la búsqueda de la tradición española, y encuentro en el Tesoro de la Lengua Castellana de Sebastián de Covarrubias (1611) la siguiente definición de liberal: “Generoso, bizarro y que, sin fin particular ni tocar en el extremo de prodigalidad, graciosamente da y socorre; no sólo a los menesterosos, sino a los que no lo son tanto, haciéndoles todo bien”.
Entrañables palabras que concurren al sentido cervantino de la liberalidad expuesto por don Miguel en las Novelas ejemplares o El Quijote, y que identifica al liberal como la persona en la que se encarna la liberalidad; esto es, el desprendimiento, la generosidad, la inclinación a dar a las personas lo que tiene y la toma de partido a favor de la libertad. Recuérdese al respecto el maravilloso verso de Cervantes: “Y he de llevar mi libertad en peso / sobre los propios hombros de mi gusto”. Pues se es liberal, precisamente, por esto: por gusto, por la imposibilidad vital y racional de ser otra cosa.
Bien lo expusiera Gregorio Marañón en sus Ensayos liberales cuando escribía: “Ser liberales es, precisamente, estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin. El liberalismo es, pues, una conducta y, por tanto, mucho más que una política. Y, como tal conducta, no requiere profesiones de fe, sino ejercerla de un modo natural, sin exhibirla ni ostentarla. Se debe ser liberal sin darse cuenta, como se es limpio o como por instinto, nos resistimos a mentir”.
En Cádiz, en la Constitución de 1812, se insiste en la misma idea de Covarrubias y Cervantes. El liberal es el amante de la liberalidad, la dadivosidad, el desinterés, el despego, el desprendimiento, la esplendidez, la guapeza, incluso la hidalguía, largueza, rumbo y tronío. Así pues, en español, el liberalismo es sinónimo de la cualidad propia del liberal; es decir, del conjunto de ideas y conductas que amparan y defienden entrañablemente la libertad social e individual. Podríamos ensayar una definición del liberalismo diciendo que no es sino la organización social de la libertad de todos.
Nada más lejos, pues, del espíritu liberal que el dogmatismo partidario, incluido, claro, el de los liberal-leninistas (en magnífica expresión de Rubert de Ventós) o los neoconservadores al uso, que reducen este término a una expresión exclusiva de mercantilismo anarco-conservador y a la socorrida teoría del Estado mínimo y de la privatización del derecho y de las instituciones democráticas representativas.
En España, hoy día, no existe un partido liberal. Ignoro si tal opción, aquella que prima al individuo y a la sociedad civil frente al Estado, podrá tener cabida en nuestro futuro institucional. No, desde luego, con nuestra actual ley electoral (que, a mi juicio, cabe mejorar reformándola por consenso y con alcance universal). Ahora bien, lo que sí cabe afirmar es lo siguiente: el PP no es un partido liberal, habiendo, como hay, liberales en el PP; el PSOE no es un partido liberal, habiendo, como hay, social-liberales en la izquierda española…, y no tenemos tercera opción.
¿De qué opción hablo? Del necesario centro democrático y liberal. Una opción de esa naturaleza estabilizaría nuestro sistema parlamentario; influiría de forma decisiva en nuestra política general, y ayudaría a vertebrar más y mejor la realidad española. Sin ataque alguno a los nacionalismos democráticos, donde también, claro es, hay liberales (y tradiciones liberales, como por ejemplo el fuerismo liberal vasco o gran parte del nacionalismo democrático catalán); practicando con ellos el diálogo y la búsqueda de acuerdos y consensos generales en el seno del Estado de derecho y dentro del marco que establece la Constitución.
Ese espacio liberal, que busque conjugar lo mejor del pensamiento de Stuart Mill, Condorcet o I. Berlin, es absolutamente necesario en España. Un liberalismo profundamente democrático, que cree en la libertad del mercado, por supuesto, pero siempre dentro de la ley, el derecho y el Estado. Un liberalismo institucionalista, que combina la libertad soberana del individuo con su plasmación concreta en las instituciones democráticas que la amparan, justifican y avalan. Un liberalismo europeísta, que no reniega de la relación Unión Europea-Estados Unidos, pero no proclama el modelo americano como el futuro del modelo social, económico, político y jurídico europeo. Un liberalismo que apuesta por la globalización humanizadora para todas las sociedades del planeta, que tienen derecho, lo mismo que las nuestras, a la libertad y a la democracia. Y que lo haga fomentando los foros internacionales que amparan el derecho y la legalidad internacionales. En suma, un liberalismo humanista por cuyo futuro conviene trabajar desde ahora mismo en España.
La historia de las palabras es fundamental a la hora de saber de qué hablamos. Mucho más si lo hacemos del término liberal. Hoy, todo el orbe político se califica como tal, en detrimento del sentido profundo de ese concepto, que ni es unívoco ni significa lo mismo en la tradición anglosajona o en la continental europea. Así pues, voy a la búsqueda de la tradición española, y encuentro en el Tesoro de la Lengua Castellana de Sebastián de Covarrubias (1611) la siguiente definición de liberal: “Generoso, bizarro y que, sin fin particular ni tocar en el extremo de prodigalidad, graciosamente da y socorre; no sólo a los menesterosos, sino a los que no lo son tanto, haciéndoles todo bien”.
Entrañables palabras que concurren al sentido cervantino de la liberalidad expuesto por don Miguel en las Novelas ejemplares o El Quijote, y que identifica al liberal como la persona en la que se encarna la liberalidad; esto es, el desprendimiento, la generosidad, la inclinación a dar a las personas lo que tiene y la toma de partido a favor de la libertad. Recuérdese al respecto el maravilloso verso de Cervantes: “Y he de llevar mi libertad en peso / sobre los propios hombros de mi gusto”. Pues se es liberal, precisamente, por esto: por gusto, por la imposibilidad vital y racional de ser otra cosa.
Bien lo expusiera Gregorio Marañón en sus Ensayos liberales cuando escribía: “Ser liberales es, precisamente, estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin. El liberalismo es, pues, una conducta y, por tanto, mucho más que una política. Y, como tal conducta, no requiere profesiones de fe, sino ejercerla de un modo natural, sin exhibirla ni ostentarla. Se debe ser liberal sin darse cuenta, como se es limpio o como por instinto, nos resistimos a mentir”.
En Cádiz, en la Constitución de 1812, se insiste en la misma idea de Covarrubias y Cervantes. El liberal es el amante de la liberalidad, la dadivosidad, el desinterés, el despego, el desprendimiento, la esplendidez, la guapeza, incluso la hidalguía, largueza, rumbo y tronío. Así pues, en español, el liberalismo es sinónimo de la cualidad propia del liberal; es decir, del conjunto de ideas y conductas que amparan y defienden entrañablemente la libertad social e individual. Podríamos ensayar una definición del liberalismo diciendo que no es sino la organización social de la libertad de todos.
Nada más lejos, pues, del espíritu liberal que el dogmatismo partidario, incluido, claro, el de los liberal-leninistas (en magnífica expresión de Rubert de Ventós) o los neoconservadores al uso, que reducen este término a una expresión exclusiva de mercantilismo anarco-conservador y a la socorrida teoría del Estado mínimo y de la privatización del derecho y de las instituciones democráticas representativas.
En España, hoy día, no existe un partido liberal. Ignoro si tal opción, aquella que prima al individuo y a la sociedad civil frente al Estado, podrá tener cabida en nuestro futuro institucional. No, desde luego, con nuestra actual ley electoral (que, a mi juicio, cabe mejorar reformándola por consenso y con alcance universal). Ahora bien, lo que sí cabe afirmar es lo siguiente: el PP no es un partido liberal, habiendo, como hay, liberales en el PP; el PSOE no es un partido liberal, habiendo, como hay, social-liberales en la izquierda española…, y no tenemos tercera opción.
¿De qué opción hablo? Del necesario centro democrático y liberal. Una opción de esa naturaleza estabilizaría nuestro sistema parlamentario; influiría de forma decisiva en nuestra política general, y ayudaría a vertebrar más y mejor la realidad española. Sin ataque alguno a los nacionalismos democráticos, donde también, claro es, hay liberales (y tradiciones liberales, como por ejemplo el fuerismo liberal vasco o gran parte del nacionalismo democrático catalán); practicando con ellos el diálogo y la búsqueda de acuerdos y consensos generales en el seno del Estado de derecho y dentro del marco que establece la Constitución.
Ese espacio liberal, que busque conjugar lo mejor del pensamiento de Stuart Mill, Condorcet o I. Berlin, es absolutamente necesario en España. Un liberalismo profundamente democrático, que cree en la libertad del mercado, por supuesto, pero siempre dentro de la ley, el derecho y el Estado. Un liberalismo institucionalista, que combina la libertad soberana del individuo con su plasmación concreta en las instituciones democráticas que la amparan, justifican y avalan. Un liberalismo europeísta, que no reniega de la relación Unión Europea-Estados Unidos, pero no proclama el modelo americano como el futuro del modelo social, económico, político y jurídico europeo. Un liberalismo que apuesta por la globalización humanizadora para todas las sociedades del planeta, que tienen derecho, lo mismo que las nuestras, a la libertad y a la democracia. Y que lo haga fomentando los foros internacionales que amparan el derecho y la legalidad internacionales. En suma, un liberalismo humanista por cuyo futuro conviene trabajar desde ahora mismo en España.
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