Por Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York (EL PAÍS, 18/08/08):
Hace unas semanas, el flamante Emerging Markets Forum, dirigido por Harinder Kohli y The Centennial Group, una especie de Davos de los mercados emergentes, organizó una reunión de alto nivel en Hanoi, después de haber hecho lo mismo en España, en Uruguay y en Marruecos. Dicha reunión permitió a varios participantes, incluyendo al que escribe, formarse una idea, sin duda inicial y superficial, pero no por ello menos fascinante, del “modelo vietnamita”. Se trata, como es bien sabido, de la combinación de un férreo régimen de partido único, en el clásico estilo socialista (que va desde el mausoleo de Ho Chi Minh, idéntico a los de Lenin y Mao, hasta una prensa acrítica, oficial, y propagandista) con una economía de mercado casi salvaje, apenas regulada, pero tan boyante que le ha brindado al país casi 15 años de un crecimiento anual del 8%, y más de 18.000 millones dólares de inversión extranjera el año pasado, uno de los montos más altos del mundo con relación al PIB.
Es cierto que actualmente la economía de Vietnam atraviesa por zonas de turbulencia -un repunte inflacionario, quizá un cierto aletargamiento- pero, de todas maneras, su desempeño a lo largo de los últimos 15 años es impresionante. A ello se debe que, junto con la perpetuación en el poder del Partido Comunista, el país sea percibido por varias otras naciones que hoy se encuentran en una situación semejante a la de Vietnam hace 20 años, como un modelo digno de emular. Huelga decir que la nación más tentada por este esquema es Cuba.
Se ha mencionado repetidamente a lo largo de los últimos años que quien condujo siempre la antigua y estrecha relación de la isla con Hanoi fue Raúl Castro. Se sabe también que volvió muy entusiasmado con lo que vio, en Vietnam, durante su viaje a aquel país para asistir en abril de 2005 a los festejos conmemorativos del 30º aniversario de la toma de Saigón por los tanques del general Giap y los guerrilleros del Vietcong. Entusiasmo, por cierto, que contrasta con la reacción del hermano mayor de Raúl, quien supuestamente lamentó que los vietnamitas se hubieran vuelto revisionistas y partidarios del capitalismo. Y sobre todo es casi una perogrullada afirmar que Vietnam constituye un ejemplo mucho más adecuado y viable para Cuba que China -una analogía imposible- para salir del atolladero en el que se encuentra.
Pero el esquema vietnamita representa igualmente una opción atractiva para aquellos Gobiernos que buscan hacer negocios con La Habana y normalizar sus relaciones con ella, sin correr los riesgos que podrían implicar una exigencia de democratización: un éxodo migratorio masivo o un enfrentamiento directo. Así, reformas económicas con altos niveles de crecimiento en el horizonte, aunado a un control político total del poder y de la estabilidad por parte de las Fuerzas Armadas y del Partido Comunista, parecería ser la mezcla ideal anhelada por Raúl Castro y muchos de sus amigos y aliados, hipotéticos o reales, para la isla: he allí la tentación vietnamita.
Por desgracia, incluso un sobrevuelo breve y distante de la experiencia de Vietnam sugiere que la emulación cubana consiste probablemente en un sueño guajiro. Habría muchos factores que explicaran por qué, pero como prenda basten tres botones. En primer lugar, la sociedad vietnamita constituye un conglomerado mucho más jerarquizado, homogéneo y aislado del resto del mundo que la cubana; el país ha derrotado lo que denomina cinco ataques imperiales a lo largo de los siglos (los mongoles, los Han, de China, Francia, Estados Unidos, y de nuevo, los chinos de la República Popular), gracias a su disciplina y su sentido de sacrificio absolutamente inverosímiles.
Contrario senso, y quizá para bien, la sociedad cubana reviste exactamente los rasgos opuestos: la diversidad, el caos, el calor humano y la hospitalidad, la práctica perenne de “resolver”, y su coexistencia más o menos pacífica, durante mucho más tiempo que sus vecinos, con tres manifestaciones de dominio externo, a saber: España durante el siglo XIX, EE UU hasta 1959, y la URSS durante los siguientes 30 años. Todo ello nos conduce al segundo factor.
En Vietnam se ha consolidado la propiedad privada a lo largo y ancho de la economía. Abarca la tierra, la vivienda, los negocios pequeños y grandes, los millones de motonetas, y las decenas de millones de teléfonos celulares; en Cuba prácticamente no existe. Debido a los rasgos culturales anteriormente descritos, el pueblo vietnamita parece haber aceptado un intercambio que otros pueblos no tolerarían: el libre acceso a la propiedad privada, a múltiples bienes de consumo, y a una prosperidad relativa, sin ningún acceso a ninguna libertad de ningún tipo. A algunos cubanos quizá también les agradaría este quid pro quo, pero a muchos más tal vez no, razón por la cual, por lo menos a lo largo de los últimos dos años, Raúl Castro no se ha atrevido a permitir la propiedad privada de casi nada, por temor a perder el control del proceso sucesorio. Acaba de ofrecerle a los cubanos la oportunidad de volver al campo y recibir pequeñas extensiones de tierra en usufructo por 10 años; tierras que no pueden poseer, vender, alquilar o hipotecar. Veremos si esto seduce a alguien. Sí seduciría a muchos la plena propiedad de su casa, pequeños negocios, tierras, o un acceso generalizado a las comunicaciones, ya que tal vez decidirían conversar interminablemente con otros cubanos y venderles sus bienes a otros cubanos, también: los que residen del otro lado del estrecho de Florida.
Se trata, por supuesto, del tercer factor, y no es despreciable. La población de Vietnam alcanza 85 millones de habitantes; dos millones y medio de vietnamitas se hallan fuera de su país, muchos en EE UU, pero muchos otros repartidos por todo el mundo. Algunos quieren volver, otros no; a algunos se les permite la adquisición de propiedades en su patria anterior, a otros no; pero no representan un elemento significativo de la ecuación económica, política o internacional de su país.
En cambio, existe aproximadamente un millón y medio de cubanos en el exilio, casi todos ellos concentrados en Miami, a 150 kilómetros de La Habana; representan casi el 15% de la población cubana total, y mantienen vínculos notablemente cercanos con sus familiares en la isla, a pesar de medio siglo de dificultades y obstáculos en materia de viajes, remesas y comunicaciones.
Este exilio cubano jamás obtendrá la satisfacción de haber derrocado a Fidel Castro, pero muy posiblemente pueda disfrutar de la oportunidad de comprar un tajo considerable de su legado. Impedírselo por la fuerza probablemente resulte imposible; convencerlo por las buenas de que desista de hacerlo, o persuadir a los cubanos de la isla de no vender sus propiedades hipotéticamente recién adquiridas, también se antoja improbable. Por tanto, si Cuba persiste en seguir el camino de Vietnam, cambiando para seguir igual, quizá acabe en el peor de todos los mundos posibles: sin una verdadera economía de mercado nacional, y sin un sistema político democrático.
Hace unas semanas, el flamante Emerging Markets Forum, dirigido por Harinder Kohli y The Centennial Group, una especie de Davos de los mercados emergentes, organizó una reunión de alto nivel en Hanoi, después de haber hecho lo mismo en España, en Uruguay y en Marruecos. Dicha reunión permitió a varios participantes, incluyendo al que escribe, formarse una idea, sin duda inicial y superficial, pero no por ello menos fascinante, del “modelo vietnamita”. Se trata, como es bien sabido, de la combinación de un férreo régimen de partido único, en el clásico estilo socialista (que va desde el mausoleo de Ho Chi Minh, idéntico a los de Lenin y Mao, hasta una prensa acrítica, oficial, y propagandista) con una economía de mercado casi salvaje, apenas regulada, pero tan boyante que le ha brindado al país casi 15 años de un crecimiento anual del 8%, y más de 18.000 millones dólares de inversión extranjera el año pasado, uno de los montos más altos del mundo con relación al PIB.
Es cierto que actualmente la economía de Vietnam atraviesa por zonas de turbulencia -un repunte inflacionario, quizá un cierto aletargamiento- pero, de todas maneras, su desempeño a lo largo de los últimos 15 años es impresionante. A ello se debe que, junto con la perpetuación en el poder del Partido Comunista, el país sea percibido por varias otras naciones que hoy se encuentran en una situación semejante a la de Vietnam hace 20 años, como un modelo digno de emular. Huelga decir que la nación más tentada por este esquema es Cuba.
Se ha mencionado repetidamente a lo largo de los últimos años que quien condujo siempre la antigua y estrecha relación de la isla con Hanoi fue Raúl Castro. Se sabe también que volvió muy entusiasmado con lo que vio, en Vietnam, durante su viaje a aquel país para asistir en abril de 2005 a los festejos conmemorativos del 30º aniversario de la toma de Saigón por los tanques del general Giap y los guerrilleros del Vietcong. Entusiasmo, por cierto, que contrasta con la reacción del hermano mayor de Raúl, quien supuestamente lamentó que los vietnamitas se hubieran vuelto revisionistas y partidarios del capitalismo. Y sobre todo es casi una perogrullada afirmar que Vietnam constituye un ejemplo mucho más adecuado y viable para Cuba que China -una analogía imposible- para salir del atolladero en el que se encuentra.
Pero el esquema vietnamita representa igualmente una opción atractiva para aquellos Gobiernos que buscan hacer negocios con La Habana y normalizar sus relaciones con ella, sin correr los riesgos que podrían implicar una exigencia de democratización: un éxodo migratorio masivo o un enfrentamiento directo. Así, reformas económicas con altos niveles de crecimiento en el horizonte, aunado a un control político total del poder y de la estabilidad por parte de las Fuerzas Armadas y del Partido Comunista, parecería ser la mezcla ideal anhelada por Raúl Castro y muchos de sus amigos y aliados, hipotéticos o reales, para la isla: he allí la tentación vietnamita.
Por desgracia, incluso un sobrevuelo breve y distante de la experiencia de Vietnam sugiere que la emulación cubana consiste probablemente en un sueño guajiro. Habría muchos factores que explicaran por qué, pero como prenda basten tres botones. En primer lugar, la sociedad vietnamita constituye un conglomerado mucho más jerarquizado, homogéneo y aislado del resto del mundo que la cubana; el país ha derrotado lo que denomina cinco ataques imperiales a lo largo de los siglos (los mongoles, los Han, de China, Francia, Estados Unidos, y de nuevo, los chinos de la República Popular), gracias a su disciplina y su sentido de sacrificio absolutamente inverosímiles.
Contrario senso, y quizá para bien, la sociedad cubana reviste exactamente los rasgos opuestos: la diversidad, el caos, el calor humano y la hospitalidad, la práctica perenne de “resolver”, y su coexistencia más o menos pacífica, durante mucho más tiempo que sus vecinos, con tres manifestaciones de dominio externo, a saber: España durante el siglo XIX, EE UU hasta 1959, y la URSS durante los siguientes 30 años. Todo ello nos conduce al segundo factor.
En Vietnam se ha consolidado la propiedad privada a lo largo y ancho de la economía. Abarca la tierra, la vivienda, los negocios pequeños y grandes, los millones de motonetas, y las decenas de millones de teléfonos celulares; en Cuba prácticamente no existe. Debido a los rasgos culturales anteriormente descritos, el pueblo vietnamita parece haber aceptado un intercambio que otros pueblos no tolerarían: el libre acceso a la propiedad privada, a múltiples bienes de consumo, y a una prosperidad relativa, sin ningún acceso a ninguna libertad de ningún tipo. A algunos cubanos quizá también les agradaría este quid pro quo, pero a muchos más tal vez no, razón por la cual, por lo menos a lo largo de los últimos dos años, Raúl Castro no se ha atrevido a permitir la propiedad privada de casi nada, por temor a perder el control del proceso sucesorio. Acaba de ofrecerle a los cubanos la oportunidad de volver al campo y recibir pequeñas extensiones de tierra en usufructo por 10 años; tierras que no pueden poseer, vender, alquilar o hipotecar. Veremos si esto seduce a alguien. Sí seduciría a muchos la plena propiedad de su casa, pequeños negocios, tierras, o un acceso generalizado a las comunicaciones, ya que tal vez decidirían conversar interminablemente con otros cubanos y venderles sus bienes a otros cubanos, también: los que residen del otro lado del estrecho de Florida.
Se trata, por supuesto, del tercer factor, y no es despreciable. La población de Vietnam alcanza 85 millones de habitantes; dos millones y medio de vietnamitas se hallan fuera de su país, muchos en EE UU, pero muchos otros repartidos por todo el mundo. Algunos quieren volver, otros no; a algunos se les permite la adquisición de propiedades en su patria anterior, a otros no; pero no representan un elemento significativo de la ecuación económica, política o internacional de su país.
En cambio, existe aproximadamente un millón y medio de cubanos en el exilio, casi todos ellos concentrados en Miami, a 150 kilómetros de La Habana; representan casi el 15% de la población cubana total, y mantienen vínculos notablemente cercanos con sus familiares en la isla, a pesar de medio siglo de dificultades y obstáculos en materia de viajes, remesas y comunicaciones.
Este exilio cubano jamás obtendrá la satisfacción de haber derrocado a Fidel Castro, pero muy posiblemente pueda disfrutar de la oportunidad de comprar un tajo considerable de su legado. Impedírselo por la fuerza probablemente resulte imposible; convencerlo por las buenas de que desista de hacerlo, o persuadir a los cubanos de la isla de no vender sus propiedades hipotéticamente recién adquiridas, también se antoja improbable. Por tanto, si Cuba persiste en seguir el camino de Vietnam, cambiando para seguir igual, quizá acabe en el peor de todos los mundos posibles: sin una verdadera economía de mercado nacional, y sin un sistema político democrático.
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