Por José Manuel Fajardo, periodista y escritor (EL PAÍS, 13/08/08):
Un rasgo inesperado de estos primeros años del siglo XXI es el regreso de fenómenos que, quizá ingenuamente, se consideraban ya superados. El retorno de la piratería, cuando parecía condenada a ser mero divertimento literario o cinematográfico, es uno de los más llamativos, pero no es el único; a él se han unido otros como el recurso a la guerra preventiva, las segregaciones étnicas, la criminalización de la inmigración… Muchos de los avances sociales y políticos de los últimos 200 años están en la picota, aunque se sigan defendiendo retóricamente, y el mundo más abierto, tolerante y racional que estaba por venir se ha visto ensombrecido por esta pleamar retrógrada que nos ha hecho recalar en un futuro inquietantemente parecido al pasado.
Que los piratas vuelvan a infestar algunos mares del mundo no es, pues, sólo una anécdota criminal, sino también un síntoma de la salud social de los tiempos. Los datos lo avalan. Entre 1991 y el año 2000, el Centro de Control de la Piratería del IMB (International Maritime Bureau) registró 469 ataques piratas a embarcaciones. Entre 2001 y 2007, la cifra se ha disparado hasta 2.099 ataques y la ONU se ha visto obligada a aprobar una resolución que autoriza a los países a combatir la piratería en alta mar frente a las costas de Somalia, uno de los lugares más afectados por el fenómeno. No es mera coincidencia que esa región del Cuerno de África haya sido, precisamente, el escenario de feroces guerras que han dinamitado el Estado favoreciendo la aparición de Señores de la Guerra (otro revival del pasado).
Daniel Defoe escribió a principios del siglo XVIII su Historia general de los piratas, y en ella, al hablar de los corsarios que tenían autorización del rey para atacar cualquier barco de un país enemigo, afirmaba: “Los corsarios en tiempo de guerra son semillero de piratas para los tiempos de paz”, pues, en su opinión, siendo “la costumbre una segunda naturaleza, no resulta nada extraño que cuando no les es fácil ganarse el pan de una manera honrada recurran a otra muy semejante a la que están acostumbrados”.
Algo que se puede aplicar cabalmente a lo que sucede hoy en las costas de Somalia. Muchos soldados y mercenarios de las guerras que menudean en África y Asia, cuando el conflicto cesa o se atenúa, encuentran en la piratería una continuación provechosa de su acostumbrada violencia. Ello explica por qué la mayoría de los piratas del siglo XXI son asiáticos o africanos y por qué casi todos tienen formación militar. De hecho, las aguas donde existe un mayor riesgo de ataque pirata son, además de las somalíes, las de Nigeria, Sri Lanka, Indonesia, Malasia y las del mar de China meridional. También, en menor medida, las del sur de uno de los mares legendarios de la piratería: el Caribe.
Bien visto, el retorno de la piratería se ha producido mayoritariamente en los mismos mares que vieron su ocaso durante los siglos XVIII y XIX: los mares de las antiguas colonias europeas, escenarios entonces como ahora de un intenso tráfico de mercancías (antaño especies, manufacturas y metales preciosos, hoy petróleo y materias primas) y de continuos conflictos armados. Stevenson levantó la imagen romántica del pirata caribeño con el personaje del cojo John Long Silver en La isla del tesoro. Y Emilio Salgari, la del pirata romántico anticolonialista con su legendario príncipe Sandokan, el tigre de Malasia.
Sin embargo, los piratas reales que sirvieron de inspiración de los personajes literarios fueron hombres duros y crueles cuyo trato habría espantado a los curiosos lectores de nuestros días. Los bucaneros y filibusteros de la isla de La Tortuga, que trajeron en jaque a las armadas españolas en América, contaron con personajes de la crueldad de El Olonés, capaz de arrancarle el corazón a una de sus víctimas y hacérselo comer a sus compañeros de cautiverio. Y el príncipe de Raga, apodado Príncipe de los Piratas, oriundo de la isla de Borneo, como el Sandokan de la ficción, que pasaba a cuchillo hasta el último tripulante de los barcos europeos que apresaba, según relata Philip Gosse en su clásica Historia de la piratería.
Con todo, los piratas han ejercido una gran fascinación desde antiguo (el mismo Stevenson escribió sobre un mundo pirata que hacía casi un siglo que había desaparecido cuando él compuso su novela). Convengamos que, en parte, se debe a la atracción morbosa del ser humano hacia la violencia, la misma que late en las historias policiacas o en las narraciones de guerras, pero en el pirata se han dado dos circunstancias más que explican su tratamiento romántico. De un lado, eran hombres que se rebelaban contra la sociedad, contra el orden establecido, muchas veces a consecuencia de las injusticias vividas (no fueron pocos los marinos que escaparon del maltrato y la brutalidad de las marinas oficiales de la época para buscar un espacio de libertad personal en las cofradías piratas). De otro, practicaban entre ellos, en muchos casos, una especie de hermandad sagrada y distribuían la riqueza de manera más equitativa, lo que evoca de algún modo las leyendas de los llamados bandidos sociales (que, según el historiador Hobsbawm, eran en realidad “revolucionarios tradicionalistas”, como encarna otra figura de ficción con raíces históricas: Robin Hood), de quienes se decía que “robaban a los ricos para dárselo a los pobres”.
En el último número de la revista francesa Critique, del pasado mes de julio, el sociólogo Razmig Keucheyan publicaba un interesante artículo titulado Filosofía política del pirata, en el que estudia la ideología que subyacía en las comunidades piratas, como la que se dice que fundó el francés Misson en Madagascar en el siglo XVII y a la que llamó, elocuentemente, Libertalia.
Más documentada está la Cofradía de Hermanos de la Costa, que existió en el Caribe durante ese mismo siglo, una hermandad bucanera cuya base de operaciones fue precisamente la isla de La Tortuga. Según el relato del doctor Alexander Exquemelin, quien durante años fue uno de sus miembros, los piratas construyeron una especie de república anarquista, sin propiedad privada, en la que los capitanes eran elegidos por sus tripulaciones y existía algo parecido a un sistema de protección social, pues estaban estipuladas las compensaciones que cada pirata debía recibir en caso de ser herido. Un experimento interesante de evocar, pues, si bien pone de manifiesto el transfondo social de la piratería, también ilustra sobre los límites y condicionantes de la violencia: a fin de cuentas, el igualitarismo pirata se construía sobre otra forma de explotación, la que ellos ejercían sobre las víctimas de sus ataques.
Con la desaparición de la piratería marina a finales del siglo XIX y los avances de la tecnología, el siglo XX ha sido escenario de nuevas formas de piratería en otros espacios tan vastos y difíciles de gobernar como el propio mar. Así se vivieron los años de los piratas del aire, cuando el espacio aéreo, gracias al desarrollo de la aviación, se convirtió en escenario de secuestros terroristas.
Y desde hace dos décadas, el espacio virtual de Internet, en el que también se navega (la imagen no es casual), ha visto medrar a los ciberpiratas, los hackers que, muchas veces desde posiciones ideológicas antisistema, asaltan bases de datos de instituciones públicas y privadas y han llegado, incluso, a pedir rescates económicos para desbloquear archivos informáticos a los que lograron acceder y codificar de modo que el propietario de los mismos no pudiera tener acceso a ellos.
Pero en los nuevos piratas marinos, como sucedía con la mayoría de sus antepasados clásicos, la ideología es menos evidente. Sus métodos han cambiado; ahora usan lanchas rápidas, ametralladoras y lanzagranadas, en vez de bergantines, sables y culebrinas, pero el dinero sigue siendo su principal objetivo. Sin embargo, a tenor de estos tiempos de individualismo extremo, no parecen proponer hermandad alguna. Son hijos de la corrupción y la desmembración social, los bárbaros atilas de esta época extraña en que se habla como nunca de los derechos del hombre mientras la violencia medra en toda la escala social.
Un rasgo inesperado de estos primeros años del siglo XXI es el regreso de fenómenos que, quizá ingenuamente, se consideraban ya superados. El retorno de la piratería, cuando parecía condenada a ser mero divertimento literario o cinematográfico, es uno de los más llamativos, pero no es el único; a él se han unido otros como el recurso a la guerra preventiva, las segregaciones étnicas, la criminalización de la inmigración… Muchos de los avances sociales y políticos de los últimos 200 años están en la picota, aunque se sigan defendiendo retóricamente, y el mundo más abierto, tolerante y racional que estaba por venir se ha visto ensombrecido por esta pleamar retrógrada que nos ha hecho recalar en un futuro inquietantemente parecido al pasado.
Que los piratas vuelvan a infestar algunos mares del mundo no es, pues, sólo una anécdota criminal, sino también un síntoma de la salud social de los tiempos. Los datos lo avalan. Entre 1991 y el año 2000, el Centro de Control de la Piratería del IMB (International Maritime Bureau) registró 469 ataques piratas a embarcaciones. Entre 2001 y 2007, la cifra se ha disparado hasta 2.099 ataques y la ONU se ha visto obligada a aprobar una resolución que autoriza a los países a combatir la piratería en alta mar frente a las costas de Somalia, uno de los lugares más afectados por el fenómeno. No es mera coincidencia que esa región del Cuerno de África haya sido, precisamente, el escenario de feroces guerras que han dinamitado el Estado favoreciendo la aparición de Señores de la Guerra (otro revival del pasado).
Daniel Defoe escribió a principios del siglo XVIII su Historia general de los piratas, y en ella, al hablar de los corsarios que tenían autorización del rey para atacar cualquier barco de un país enemigo, afirmaba: “Los corsarios en tiempo de guerra son semillero de piratas para los tiempos de paz”, pues, en su opinión, siendo “la costumbre una segunda naturaleza, no resulta nada extraño que cuando no les es fácil ganarse el pan de una manera honrada recurran a otra muy semejante a la que están acostumbrados”.
Algo que se puede aplicar cabalmente a lo que sucede hoy en las costas de Somalia. Muchos soldados y mercenarios de las guerras que menudean en África y Asia, cuando el conflicto cesa o se atenúa, encuentran en la piratería una continuación provechosa de su acostumbrada violencia. Ello explica por qué la mayoría de los piratas del siglo XXI son asiáticos o africanos y por qué casi todos tienen formación militar. De hecho, las aguas donde existe un mayor riesgo de ataque pirata son, además de las somalíes, las de Nigeria, Sri Lanka, Indonesia, Malasia y las del mar de China meridional. También, en menor medida, las del sur de uno de los mares legendarios de la piratería: el Caribe.
Bien visto, el retorno de la piratería se ha producido mayoritariamente en los mismos mares que vieron su ocaso durante los siglos XVIII y XIX: los mares de las antiguas colonias europeas, escenarios entonces como ahora de un intenso tráfico de mercancías (antaño especies, manufacturas y metales preciosos, hoy petróleo y materias primas) y de continuos conflictos armados. Stevenson levantó la imagen romántica del pirata caribeño con el personaje del cojo John Long Silver en La isla del tesoro. Y Emilio Salgari, la del pirata romántico anticolonialista con su legendario príncipe Sandokan, el tigre de Malasia.
Sin embargo, los piratas reales que sirvieron de inspiración de los personajes literarios fueron hombres duros y crueles cuyo trato habría espantado a los curiosos lectores de nuestros días. Los bucaneros y filibusteros de la isla de La Tortuga, que trajeron en jaque a las armadas españolas en América, contaron con personajes de la crueldad de El Olonés, capaz de arrancarle el corazón a una de sus víctimas y hacérselo comer a sus compañeros de cautiverio. Y el príncipe de Raga, apodado Príncipe de los Piratas, oriundo de la isla de Borneo, como el Sandokan de la ficción, que pasaba a cuchillo hasta el último tripulante de los barcos europeos que apresaba, según relata Philip Gosse en su clásica Historia de la piratería.
Con todo, los piratas han ejercido una gran fascinación desde antiguo (el mismo Stevenson escribió sobre un mundo pirata que hacía casi un siglo que había desaparecido cuando él compuso su novela). Convengamos que, en parte, se debe a la atracción morbosa del ser humano hacia la violencia, la misma que late en las historias policiacas o en las narraciones de guerras, pero en el pirata se han dado dos circunstancias más que explican su tratamiento romántico. De un lado, eran hombres que se rebelaban contra la sociedad, contra el orden establecido, muchas veces a consecuencia de las injusticias vividas (no fueron pocos los marinos que escaparon del maltrato y la brutalidad de las marinas oficiales de la época para buscar un espacio de libertad personal en las cofradías piratas). De otro, practicaban entre ellos, en muchos casos, una especie de hermandad sagrada y distribuían la riqueza de manera más equitativa, lo que evoca de algún modo las leyendas de los llamados bandidos sociales (que, según el historiador Hobsbawm, eran en realidad “revolucionarios tradicionalistas”, como encarna otra figura de ficción con raíces históricas: Robin Hood), de quienes se decía que “robaban a los ricos para dárselo a los pobres”.
En el último número de la revista francesa Critique, del pasado mes de julio, el sociólogo Razmig Keucheyan publicaba un interesante artículo titulado Filosofía política del pirata, en el que estudia la ideología que subyacía en las comunidades piratas, como la que se dice que fundó el francés Misson en Madagascar en el siglo XVII y a la que llamó, elocuentemente, Libertalia.
Más documentada está la Cofradía de Hermanos de la Costa, que existió en el Caribe durante ese mismo siglo, una hermandad bucanera cuya base de operaciones fue precisamente la isla de La Tortuga. Según el relato del doctor Alexander Exquemelin, quien durante años fue uno de sus miembros, los piratas construyeron una especie de república anarquista, sin propiedad privada, en la que los capitanes eran elegidos por sus tripulaciones y existía algo parecido a un sistema de protección social, pues estaban estipuladas las compensaciones que cada pirata debía recibir en caso de ser herido. Un experimento interesante de evocar, pues, si bien pone de manifiesto el transfondo social de la piratería, también ilustra sobre los límites y condicionantes de la violencia: a fin de cuentas, el igualitarismo pirata se construía sobre otra forma de explotación, la que ellos ejercían sobre las víctimas de sus ataques.
Con la desaparición de la piratería marina a finales del siglo XIX y los avances de la tecnología, el siglo XX ha sido escenario de nuevas formas de piratería en otros espacios tan vastos y difíciles de gobernar como el propio mar. Así se vivieron los años de los piratas del aire, cuando el espacio aéreo, gracias al desarrollo de la aviación, se convirtió en escenario de secuestros terroristas.
Y desde hace dos décadas, el espacio virtual de Internet, en el que también se navega (la imagen no es casual), ha visto medrar a los ciberpiratas, los hackers que, muchas veces desde posiciones ideológicas antisistema, asaltan bases de datos de instituciones públicas y privadas y han llegado, incluso, a pedir rescates económicos para desbloquear archivos informáticos a los que lograron acceder y codificar de modo que el propietario de los mismos no pudiera tener acceso a ellos.
Pero en los nuevos piratas marinos, como sucedía con la mayoría de sus antepasados clásicos, la ideología es menos evidente. Sus métodos han cambiado; ahora usan lanchas rápidas, ametralladoras y lanzagranadas, en vez de bergantines, sables y culebrinas, pero el dinero sigue siendo su principal objetivo. Sin embargo, a tenor de estos tiempos de individualismo extremo, no parecen proponer hermandad alguna. Son hijos de la corrupción y la desmembración social, los bárbaros atilas de esta época extraña en que se habla como nunca de los derechos del hombre mientras la violencia medra en toda la escala social.
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