Por Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (10/08/08):
No me gusta la palabra «glocal», aunque sea un invento japonés acogido por Roland Robertson, en las décadas de los noventa, con el fin de explicar la simbiosis entre lo local y lo global. Y es que se destacan dos teorías, más o menos rigurosas, sobre las fronteras que delimitan la existencia de quienes habitamos en este mundo. Según algunos observadores, hacemos la vida en grupos autónomos, de fronteras claras, con criterios y hábitos de comportamiento diferentes de los que definen a los vecinos. Serían los localistas, nosotros frente a ellos. Otros observadores opinan, por el contrario, que las sociedades modernas se articulan con una gran movilidad; existe una variedad de creencias dentro de ellas y una pluralidad de identidades. Lo global predominaría.
En naciones de estructura compleja, como es la española, las sucesivas generaciones de una misma familia pueden haber nacido en sitios distintos y adquirir educaciones diferentes. Se confirma la tesis de la movilidad. El abuelo fue gallego, el hijo castellano y el nieto catalán. Los andaluces no conocemos las fronteras dentro de España. Unos hacen su vida en el sitio en el que la iniciaron y otros a centenares de kilómetros de distancia.
Pero lamentablemente, como explica bien Alfred Grosser, en el interior de las naciones se percibe ahora una evolución hacia las identidades reductoras: «Hombres y mujeres de pertenencias múltiples se aferran a una de ellas, sea como consecuencia de una identificación impuesta desde fuera, sea por la exasperación de un sentimiento de pertenencia exclusiva».
La identidad reductora se alimenta, día a día, con una transmisión parcial del pasado. Se desvirtúan los hechos y se enseña interesadamente lo que ocurrió. No sólo se opera así en determinadas zonas de España, sino que la desfiguración o la ocultación de la historia es práctica habitual en los pueblos europeos. Por ejemplo, en las escuelas francesas no se menciona que la prosperidad de Burdeos, o de Nantes, se debió en buena parte a los beneficios económicos que proporcionó la trata de negros.
La educación, tanto en la familia como en los colegios, es un factor determinante de ciertas identidades cerradas que ahora nos preocupan. Las denominadas «memorias colectivas» nunca son un legado de hechos objetivamente considerados. Se acentúan las noticias con gran parcialidad. Y son inevitables los resultados rebosantes de fanatismo.
Con motivo de la celebración del fin de la Guerra Mundial, el 8 de mayo de 1995, se realizó una encuesta en diversas regiones de Alemania. La pregunta común fue qué ejército había contribuido más a la derrota del régimen hitleriano. En la parte occidental, el 69 por ciento de los interrogados contestó que el ejército norteamericano, mientras que en la parte oriental el 96 por ciento destacó el protagonismo de las tropas de la Unión Soviética. Todos los encuestados eran alemanes, pero unos habían sido adoctrinados en la República Federal y otros en la República Democrática.
La «memoria colectiva», habitualmente desfigurada, no puede ser estimada una auténtica «memoria», si por tal se considera lo que se retiene y recuerda de lo vivido directamente por uno. Acontecimientos remotos, anteriores a nuestro nacimiento, forman parte de un legado que con frecuencia se nos trasmite tendenciosamente.
Sin embargo, la «memoria colectiva» es la que sirve para identificar retrospectivamente las naciones. Se cita como muy significativa la rápida reconstrucción, en pleno régimen de Stalin, de los palacios de Pedro el Grande y de la Gran Catalina, una vez reconquistado Leningrado después de los terribles combates con las tropas de Hitler. En este caso prevaleció la valoración de la patria rusa sobre el comunismo. La restauración de los monumentos de los zares servía para dar apoyo a la memoria colectiva de la grandeza nacional.
Se prefiere generalmente guardar memoria de las acciones positivas, valiosas, de los antepasados. Los sucesos negativos interesan menos. ¿Pero acaso no nos enseñó Renan que las naciones se forman con la adhesión a un pasado de glorias y remordimientos?
El recuerdo de los sucesos poco gratos impulsa, sin embargo, la mejoría de los pueblos. Con tal propósito, en Estados Unidos se rememora la casi exterminación de los indios, en Suiza empieza a reconocerse la complicidad de sus autoridades con el nacionalsocialismo alemán, en Japón se cuestionan los crímenes cometidos en China durante la guerra y en los Países Bajos se ha abierto un debate acerca de los atropellos de los colonizadores de Indonesia.
La educación familiar, la escolar y la universitaria fueron durante un largo tiempo los factores decisivos, los auténticos generadores, de las identidades de los grupos, entre ellos las naciones y las regiones. Ahora ganan en eficacia otras influencias.
Allá por los años 60 del siglo XX tomé parte en un acto público donde se nos imputó a los catedráticos de Universidad la responsabilidad del creciente apartamiento de los jóvenes del régimen franquista. Unos cuantos profesores, ante unas docenas de estudiantes, éramos los culpables de las desviaciones ideológicas de la juventud española.
Tal acusación tenía una fácil réplica. ¡Qué podíamos hacer nosotros frente a la poderosa televisión en manos del Gobierno! La formación de las conciencias, y la deformación de ellas, pasaron a otros predicadores.
Las identidades cerradas se crean y se alimentan cotidianamente por los medios de comunicación. Millones de receptores de mensajes son víctimas de manipulaciones más o menos programadas. Es la era de la televización de lo público.
A partir de 1960 el ejercicio de todos los poderes (poderes culturales, religiosos, económicos, políticos) se formaliza por medio de la televisión. No se trata de un nuevo poder, sino del instrumento que proporciona la máxima eficacia al ejercicio de cualquier poder. Las identidades reductoras -y las abiertas- pueden fomentarse desde la pequeña pantalla. Estamos sometidos, en cierto modo, a una tiranía de la televisión.
Otra tiranía que soportamos actualmente es la tiranía de las encuestas. La publicación de unas cifras moviliza voluntades. No importa la seriedad y solvencia de la investigación social si el resultado es presentado a bombo y platillo. Se asegura que una comunidad desea una cosa, desde el incremento de su autonomía a su independencia, y el que lee la encuesta queda convencido.
Pero en el siglo XXI se esperan revoluciones, mayores aún, en la forma de relacionarse los seres humanos. Ya atisbamos los efectos de Internet. El teléfono móvil ha cambiado las nociones de tiempo y espacio, así como el modo de trabajar. No sabemos del futuro de las identidades reductoras, pero acaso lo que hoy son fronteras nacionales mañana parecerán líneas de términos municipales.
Tal vez lleve razón Dominique Schnapper cuando escribe en La Compréhension sociologique: «Las sociedades modernas se fundan en la movilidad de los hombres, la pluralidad de sus fidelidades y de sus abandonos, la pluralidad de sus identidades». ¿Es el futuro «glocal»? Por el momento nos abruman las identidades cerradas.
No me gusta la palabra «glocal», aunque sea un invento japonés acogido por Roland Robertson, en las décadas de los noventa, con el fin de explicar la simbiosis entre lo local y lo global. Y es que se destacan dos teorías, más o menos rigurosas, sobre las fronteras que delimitan la existencia de quienes habitamos en este mundo. Según algunos observadores, hacemos la vida en grupos autónomos, de fronteras claras, con criterios y hábitos de comportamiento diferentes de los que definen a los vecinos. Serían los localistas, nosotros frente a ellos. Otros observadores opinan, por el contrario, que las sociedades modernas se articulan con una gran movilidad; existe una variedad de creencias dentro de ellas y una pluralidad de identidades. Lo global predominaría.
En naciones de estructura compleja, como es la española, las sucesivas generaciones de una misma familia pueden haber nacido en sitios distintos y adquirir educaciones diferentes. Se confirma la tesis de la movilidad. El abuelo fue gallego, el hijo castellano y el nieto catalán. Los andaluces no conocemos las fronteras dentro de España. Unos hacen su vida en el sitio en el que la iniciaron y otros a centenares de kilómetros de distancia.
Pero lamentablemente, como explica bien Alfred Grosser, en el interior de las naciones se percibe ahora una evolución hacia las identidades reductoras: «Hombres y mujeres de pertenencias múltiples se aferran a una de ellas, sea como consecuencia de una identificación impuesta desde fuera, sea por la exasperación de un sentimiento de pertenencia exclusiva».
La identidad reductora se alimenta, día a día, con una transmisión parcial del pasado. Se desvirtúan los hechos y se enseña interesadamente lo que ocurrió. No sólo se opera así en determinadas zonas de España, sino que la desfiguración o la ocultación de la historia es práctica habitual en los pueblos europeos. Por ejemplo, en las escuelas francesas no se menciona que la prosperidad de Burdeos, o de Nantes, se debió en buena parte a los beneficios económicos que proporcionó la trata de negros.
La educación, tanto en la familia como en los colegios, es un factor determinante de ciertas identidades cerradas que ahora nos preocupan. Las denominadas «memorias colectivas» nunca son un legado de hechos objetivamente considerados. Se acentúan las noticias con gran parcialidad. Y son inevitables los resultados rebosantes de fanatismo.
Con motivo de la celebración del fin de la Guerra Mundial, el 8 de mayo de 1995, se realizó una encuesta en diversas regiones de Alemania. La pregunta común fue qué ejército había contribuido más a la derrota del régimen hitleriano. En la parte occidental, el 69 por ciento de los interrogados contestó que el ejército norteamericano, mientras que en la parte oriental el 96 por ciento destacó el protagonismo de las tropas de la Unión Soviética. Todos los encuestados eran alemanes, pero unos habían sido adoctrinados en la República Federal y otros en la República Democrática.
La «memoria colectiva», habitualmente desfigurada, no puede ser estimada una auténtica «memoria», si por tal se considera lo que se retiene y recuerda de lo vivido directamente por uno. Acontecimientos remotos, anteriores a nuestro nacimiento, forman parte de un legado que con frecuencia se nos trasmite tendenciosamente.
Sin embargo, la «memoria colectiva» es la que sirve para identificar retrospectivamente las naciones. Se cita como muy significativa la rápida reconstrucción, en pleno régimen de Stalin, de los palacios de Pedro el Grande y de la Gran Catalina, una vez reconquistado Leningrado después de los terribles combates con las tropas de Hitler. En este caso prevaleció la valoración de la patria rusa sobre el comunismo. La restauración de los monumentos de los zares servía para dar apoyo a la memoria colectiva de la grandeza nacional.
Se prefiere generalmente guardar memoria de las acciones positivas, valiosas, de los antepasados. Los sucesos negativos interesan menos. ¿Pero acaso no nos enseñó Renan que las naciones se forman con la adhesión a un pasado de glorias y remordimientos?
El recuerdo de los sucesos poco gratos impulsa, sin embargo, la mejoría de los pueblos. Con tal propósito, en Estados Unidos se rememora la casi exterminación de los indios, en Suiza empieza a reconocerse la complicidad de sus autoridades con el nacionalsocialismo alemán, en Japón se cuestionan los crímenes cometidos en China durante la guerra y en los Países Bajos se ha abierto un debate acerca de los atropellos de los colonizadores de Indonesia.
La educación familiar, la escolar y la universitaria fueron durante un largo tiempo los factores decisivos, los auténticos generadores, de las identidades de los grupos, entre ellos las naciones y las regiones. Ahora ganan en eficacia otras influencias.
Allá por los años 60 del siglo XX tomé parte en un acto público donde se nos imputó a los catedráticos de Universidad la responsabilidad del creciente apartamiento de los jóvenes del régimen franquista. Unos cuantos profesores, ante unas docenas de estudiantes, éramos los culpables de las desviaciones ideológicas de la juventud española.
Tal acusación tenía una fácil réplica. ¡Qué podíamos hacer nosotros frente a la poderosa televisión en manos del Gobierno! La formación de las conciencias, y la deformación de ellas, pasaron a otros predicadores.
Las identidades cerradas se crean y se alimentan cotidianamente por los medios de comunicación. Millones de receptores de mensajes son víctimas de manipulaciones más o menos programadas. Es la era de la televización de lo público.
A partir de 1960 el ejercicio de todos los poderes (poderes culturales, religiosos, económicos, políticos) se formaliza por medio de la televisión. No se trata de un nuevo poder, sino del instrumento que proporciona la máxima eficacia al ejercicio de cualquier poder. Las identidades reductoras -y las abiertas- pueden fomentarse desde la pequeña pantalla. Estamos sometidos, en cierto modo, a una tiranía de la televisión.
Otra tiranía que soportamos actualmente es la tiranía de las encuestas. La publicación de unas cifras moviliza voluntades. No importa la seriedad y solvencia de la investigación social si el resultado es presentado a bombo y platillo. Se asegura que una comunidad desea una cosa, desde el incremento de su autonomía a su independencia, y el que lee la encuesta queda convencido.
Pero en el siglo XXI se esperan revoluciones, mayores aún, en la forma de relacionarse los seres humanos. Ya atisbamos los efectos de Internet. El teléfono móvil ha cambiado las nociones de tiempo y espacio, así como el modo de trabajar. No sabemos del futuro de las identidades reductoras, pero acaso lo que hoy son fronteras nacionales mañana parecerán líneas de términos municipales.
Tal vez lleve razón Dominique Schnapper cuando escribe en La Compréhension sociologique: «Las sociedades modernas se fundan en la movilidad de los hombres, la pluralidad de sus fidelidades y de sus abandonos, la pluralidad de sus identidades». ¿Es el futuro «glocal»? Por el momento nos abruman las identidades cerradas.
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