Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 10/08/08):
Hace 17 años fue noticia de portada y ahora han hecho una película. El viernes 1 de noviembre de 1991 un chino de 28 años, recién licenciado en Física, llamado Gang Lu, irrumpió en un aula de la Universidad de Iowa esgrimiendo un revólver del calibre 38 y una pistola del 22. Sin pensárselo dos veces asesinó a tiros al profesor Christoph Goertz, director de su tesis doctoral, a un miembro del tribunal y a un alumno que competía con él por el premio a la mejor disertación. A continuación fue a la oficina del jefe del Departamento de Física y Astronomía y lo liquidó por el mismo procedimiento. Cambió de edificio, preguntó por la Vicepresidenta de Asuntos Académicos y también se la llevó por delante, dejando paralítica a una secretaria a la que hirió en la médula espinal. Por fin se fue a un salón de actos vacío y se descerrajó la pistola en la cabeza.
El título de la película, Dark Matter, alude a uno de los grandes misterios de la física que obsesionaba a Gang Lu: la composición de la materia oscura, esa descomunal masa informe, imposible de catalogar dentro del universo observable, en la medida en que no emite radiación alguna. El director, Chen Shi-Zeng -famoso por sus montajes operísticos-, ha tratado de responder a la pregunta que entonces se hicieron todos los que conocían al fulano: ¿cómo es posible que un alumno brillante que había llegado pocos años antes a la universidad imbuido de su particular visión del sueño americano -«Resolveré el problema de la materia oscura, ganaré el Premio Nobel y me casaré con una chica de ojos azules»- terminara transformándose en un asesino en serie?
La respuesta está en una palabra china, guochi, cuya mejor traducción sería «humillación nacional». Gang Lu se sentía víctima de una injusticia porque el tribunal le había puesto objeciones, le había mandado revisar unos cálculos que él consideraba perfectos y eso echaba por tierra sus ilusiones de obtener los máximos honores académicos. Y sobre todo se sentía personalmente maltratado por unos profesores que oscilaban entre la arrogancia («Discúteme lo que quieras, pero ten en cuenta que siempre tengo razón», le dice en la película el actor que hace el papel de Goertz) y la condescendencia («Estos chicos vienen de un país donde la astrología es una ciencia y los urinarios son un lujo y por eso te agradecen cualquier trabajo que les des», alega otro miembro del claustro cuando le reprochan que Lu siempre tenga que quedarse en el laboratorio por la noche).
En unas declaraciones incluidas en la crítica firmada por Orville Schell en el número de esta primera quincena de agosto de The New York Review of Books, Shi-Zeng explica que ha tratado de convertir el caso de Gang Lu en una parábola sobre «la complejidad de las actuales relaciones de China con el mundo exterior», y añade: «El se siente superior debido a la antigüedad y profundidad de la civilización china de la que proviene. Sin embargo, y al mismo tiempo, a pesar de su gran cambio y extraordinario desarrollo, él es consciente de que China sigue estando muy por detrás de Norteamérica, personaliza esta realidad y se siente inseguro. Al final, su agudo sentido de la humillación alcanza tal grado de psicosis que en un estallido de rabia asesina mata a las mismas personas a las que había idealizado».
Obviamente, Shi-Zeng no está sugiriendo que todo estudiante procedente de un país en vías de desarrollo con una cultura ancestral tenga la predisposición de liarse a tiros con los profesores que le contraríen, pero sí trata de enfatizar lo arraigado que está el «victimismo histórico» en la sociedad china: «Hay algo que casi forma parte de nuestro ADN y que dispara respuestas autónomas, a veces extremas, cuando un extranjero nos critica o nos hace de menos».
Personalmente viví esa experiencia cuando hace una década formé parte de la misión de la Asociación Mundial de Periódicos que se desplazó a Pekín para pedir en vano la puesta en libertad de nuestra colega Gao Yu, condenada a seis años de prisión y encarcelada en condiciones de extrema dureza por publicar artículos hostiles al régimen del partido único. Todos los interlocutores oficiales se declararon agraviados por nuestra demanda -unos decían que no sabían que esa persona existiera, otros que si estaba en la cárcel tenía que ser una delincuente- y el entonces vicepresidente y ministro de Exteriores Qian Qicheng zanjó la cuestión: «China es una víctima de la prensa occidental. Todo lo que se escribe sobre nuestro país es negativo y oscuro… Si esa persona de la que me hablan vulneró la ley, lo que le haya ocurrido no tiene nada que ver con la libertad de expresión».
¡«Negativo y oscuro»! De ese viaje recuerdo al repartidor de escupideras del Diario del Pueblo -una por redactor, con agua hasta los bordes, para encauzar de manera ordenada y socialista el deporte nacional de echar un lapo a media mañana- y el aspecto de la momia de Mao. Así es como lo encontré en su cripta de la plaza de Tiananmen:
«Arropadito con su uniforme verde oliva por un edredón rojo con sus correspondientes estrellas amarillas -por colores que no quede-, rodeado de flores como un Cristo yaciente, escoltado por dos soldados impasibles, el camarada Mao está guapo y lustroso como esos travestones maduros y entrados en carnes que dibuja Nazario. Tiene los labios cerrados, los lóbulos de las orejas cincelados con primor y de él emana una luz parecida a la de esos cerditos de cartón a los que les ponen una bombilla dentro».
Más de una década después la cripta de la veneración continúa abierta bajo la advocación de la mirada pragmática -aun doctrina oficial- con la que Deng Xiaoping contemplaba a su jefe, amigo, enemigo y torturador: «Sus aciertos fueron esenciales y sus errores secundarios».
Es, efectivamente, el reino de la materia oscura. El tiempo ha ido transcurriendo y China ha sido incapaz de exorcizar ni siquiera los demonios más aberrantes de su pasado reciente. Los ciclistas esprintaron ayer bajo el retrato del Gran Timonel porque el hombre responsable de más de un millón de muertes por cada año que vivió sigue siendo el padre de la patria. Episodios como el Gran Salto Adelante que arruinó a los campesinos al obligarles a convertir sus graneros y establos en chapuceras siderurgias, o la Revolución Cultural en la que las vejaciones de los diablillos rojos desatados por el camarada Mao y su juerguista Banda de los Cuatro desembocaron incluso en el canibalismo -cómete el hígado de tu profesor e invita a los amigos- han sido amortizados como parte de esos «errores secundarios» para que la narrativa oficial encaje con lo que conviene recordar.
Desde las Guerras del Opio hasta la revuelta en el Tíbet, pasando naturalmente por la invasión japonesa, la Guerra Fría y el cisma con la Unión Soviética, todo tiene como hilo conductor el maltrato de China por las grandes potencias. «No podemos evitar asociar la forma en que se nos trata en el presente con las pasadas heridas, derrotas, invasiones y ocupaciones extranjeras», explica Shi-Zeng.
En 2001 el Congreso del Partido Comunista llegó incluso a aprobar una resolución a favor del establecimiento de un Día de la Humillación Nacional. Pero ese año todo cambió cuando el Comité Olímpico Internacional adjudicó a Pekín la organización de los Juegos. De repente todos los debates políticos y económicos entre la llamada nueva derecha del partido, propensa a acelerar las liberalizaciones, y los burlonamente denominados neocoms, defensores de mantener algunas de las esencias del régimen comunista, quedaron aparcados a favor de un gigantesco objetivo nacional. Había llegado la oportunidad de mostrar al mundo el prodigioso desarrollo -fazhan- y la capacidad de afrontar una gran empresa colectiva -dashi- que caracterizan a la China de hoy.
Había que construir grandes infraestructuras -la terminal de Norman Foster- y recintos deportivos de ensueño -el estadio de Herzog & De Meuron-, había que demostrar precisión organizativa, había que deslumbrar con una ceremonia de apertura que convirtiera la cultura china en el parque temático más telegénico de la historia, pero sobre todo, había que poner los medios para conseguir muchas medallas de oro y llegar a desbancar a los Estados Unidos de su hegemonía universal en el deporte.
Así surgió la llamada Operación 119, una oportunidad única para reconciliar la praxis de un país en el que crecientemente impera el capitalismo más salvaje con la fe en la planificación socialista que teóricamente aún anida en las altas esferas. Tras identificar hasta 119 pruebas olímpicas a las que pocos prestan atención -canotaje, esgrima, tiro-, la Administración General del Deporte rastreó todos los confines del antiguo imperio hasta reclutar a 200.000 jóvenes con aparentes aptitudes para ganar medallas en estas disciplinas. De esa cantera ha surgido la mayor parte del equipo olímpico chino que desde hoy pugna con el talento espontáneo fruto del libre mercado de las universidades norteamericanas. Como alega Matthew Forney en The New York Times, lo que ha comenzado este fin de semana es una pelea de las de antes de la caída del Muro: «En la cancha, Lenin contra Adam Smith».
Es comprensible la frustración que debieron de sentir las autoridades y gran parte del pueblo chino cuando, en pleno tramo final de la cuenta atrás hacia el gran evento, los sucesos del Tíbet volvieron a colocar a su país en la picota internacional. Pero sorprende el radicalismo de su reacción a las protestas o los incidentes en el recorrido de la antorcha olímpica. En lugar de buscar fórmulas de apaciguamiento y compromiso el régimen activó una vez más todos los resortes del victimismo frente a las arrogantes potencias occidentales que conspiraban para volver a negar a China su merecido momento de gloria.
Yo mismo me quedé muy impresionado por la indignación y el apasionamiento con que un alto representante diplomático de China en Europa me relató la agresión a los relevistas chinos -uno de ellos disminuido- cuando transportaban la antorcha por las calles de París. Era un problema de Estado, era una crisis gravísima en las relaciones entre Francia y China y Sarkozy debía ir a Pekín -como efectivamente hizo- a pedir disculpas a los 1.300 millones de agraviados. En cuanto al fondo de la cuestión, ni el menor indicio de autocrítica: Tíbet es parte de China, cada país interpreta a su modo los derechos humanos y el principio de respeto y no interferencia debe regir las relaciones internacionales.
Más o menos por las mismas fechas el secretario general del Partido Comunista en la Región Autónoma del Tíbet, Zhang Jingli, definía al Dalai Lama como «un lobo disfrazado de monje, un monstruo con rostro humano y corazón de bestia». Ahora Jingli es uno de los siete altos cargos imputados por genocidio en el extravagante auto del juez Pedraz en el que la Audiencia Nacional hace su brindis al sol de la justicia universal, reflejando en el fondo la impotencia del mundo democrático por responder al desafío del mayor Estado totalitario jamás engendrado por la civilización humana.
Pese a las multas a las familias con más de un hijo, cada día nacen 44.000 chinos. Con más de dos millones de hombres en armas, la República Popular China mantiene el mayor ejército de la historia en tiempos de paz. Como miembro permanente del Consejo de Seguridad tiene derecho de veto en la ONU y su realpolitik no le hace ascos ni a apoyar al gobierno de Sudán facilitando su cruel genocidio en Darfur ni a mantener estrechas relaciones con un tirano como Mugabe ni a colaborar con el programa nuclear de Irán. El desarrollo económico, con crecimientos sostenidos del PIB por encima del 10%, es tal que se calcula que la mitad de las grúas del mundo trabajan en estos momentos en China.
A diferencia de lo ocurrido en España, 30 años de liberalización económica no han servido para iniciar en China un proceso de apertura política o, menos aún, de transición hacia la democracia. Como acaba de subrayar mi amigo Jonathan Fenby en la introducción a su brillante Historia Moderna de China, recién editada por Penguin, se trata de un país oficialmente socialista en el que las diferencias entre pobres y ricos son mucho mayores que en los Estados Unidos -han aumentado un 35% en la última generación- y en el que «los jóvenes millonarios de ese Manhattan con esteroides que es Shanghai se quejan de que el desarrollo urbano está cambiando las calles tan deprisa que los sistemas de GPS se quedan viejos antes de que se los instalen en sus nuevas limusinas».
Fenby, director del South China Morning Post de Hong Kong hasta que la devolución de la colonia supuso el declive del pluralismo y la libertad de prensa, disecciona en su libro las contradicciones de un régimen basado en una doctrina atea que busca refugio en los valores religiosos de Confucio para mantener la cohesión social en medio de una jungla económica en la que el desprecio por el medio ambiente compite con la falta de protección social y todo arroja un aroma que recuerda los tiempos de los llamados robber barons en Estados Unidos. Su veredicto es que China es «un Estado autoritario que crecientemente pierde autoridad y -vista la mediocridad de los sucesores de Mao y Deng- un imperio sin emperador».
Ni él ni ningún otro historiador se atreve a pronosticar cual será la salida de una situación objetivamente insostenible, pero todos recuerdan que cuando una dinastía china dejaba de proporcionar felicidad a su pueblo los dioses le retiraban el Mandato del Cielo y era derrocada por la siguiente. Antes lograrán los científicos descifrar el misterio de la composición de la materia oscura que los sinólogos iluminarnos sobre el futuro de esa interminable masa opaca que ocupa todo el espacio central de Asia. Por lo tanto, a la espera de tan impredecible desenlace y puesto que es obvio que sólo el estímulo del orgullo nacional mantiene en pie la bicicleta, yo hago votos porque los atletas chinos ganen durante estos próximos días el mayor número posible de esas 119 medallas, pues todas las demás formas de pedalear se me antojan bastante más peligrosas.
Hace 17 años fue noticia de portada y ahora han hecho una película. El viernes 1 de noviembre de 1991 un chino de 28 años, recién licenciado en Física, llamado Gang Lu, irrumpió en un aula de la Universidad de Iowa esgrimiendo un revólver del calibre 38 y una pistola del 22. Sin pensárselo dos veces asesinó a tiros al profesor Christoph Goertz, director de su tesis doctoral, a un miembro del tribunal y a un alumno que competía con él por el premio a la mejor disertación. A continuación fue a la oficina del jefe del Departamento de Física y Astronomía y lo liquidó por el mismo procedimiento. Cambió de edificio, preguntó por la Vicepresidenta de Asuntos Académicos y también se la llevó por delante, dejando paralítica a una secretaria a la que hirió en la médula espinal. Por fin se fue a un salón de actos vacío y se descerrajó la pistola en la cabeza.
El título de la película, Dark Matter, alude a uno de los grandes misterios de la física que obsesionaba a Gang Lu: la composición de la materia oscura, esa descomunal masa informe, imposible de catalogar dentro del universo observable, en la medida en que no emite radiación alguna. El director, Chen Shi-Zeng -famoso por sus montajes operísticos-, ha tratado de responder a la pregunta que entonces se hicieron todos los que conocían al fulano: ¿cómo es posible que un alumno brillante que había llegado pocos años antes a la universidad imbuido de su particular visión del sueño americano -«Resolveré el problema de la materia oscura, ganaré el Premio Nobel y me casaré con una chica de ojos azules»- terminara transformándose en un asesino en serie?
La respuesta está en una palabra china, guochi, cuya mejor traducción sería «humillación nacional». Gang Lu se sentía víctima de una injusticia porque el tribunal le había puesto objeciones, le había mandado revisar unos cálculos que él consideraba perfectos y eso echaba por tierra sus ilusiones de obtener los máximos honores académicos. Y sobre todo se sentía personalmente maltratado por unos profesores que oscilaban entre la arrogancia («Discúteme lo que quieras, pero ten en cuenta que siempre tengo razón», le dice en la película el actor que hace el papel de Goertz) y la condescendencia («Estos chicos vienen de un país donde la astrología es una ciencia y los urinarios son un lujo y por eso te agradecen cualquier trabajo que les des», alega otro miembro del claustro cuando le reprochan que Lu siempre tenga que quedarse en el laboratorio por la noche).
En unas declaraciones incluidas en la crítica firmada por Orville Schell en el número de esta primera quincena de agosto de The New York Review of Books, Shi-Zeng explica que ha tratado de convertir el caso de Gang Lu en una parábola sobre «la complejidad de las actuales relaciones de China con el mundo exterior», y añade: «El se siente superior debido a la antigüedad y profundidad de la civilización china de la que proviene. Sin embargo, y al mismo tiempo, a pesar de su gran cambio y extraordinario desarrollo, él es consciente de que China sigue estando muy por detrás de Norteamérica, personaliza esta realidad y se siente inseguro. Al final, su agudo sentido de la humillación alcanza tal grado de psicosis que en un estallido de rabia asesina mata a las mismas personas a las que había idealizado».
Obviamente, Shi-Zeng no está sugiriendo que todo estudiante procedente de un país en vías de desarrollo con una cultura ancestral tenga la predisposición de liarse a tiros con los profesores que le contraríen, pero sí trata de enfatizar lo arraigado que está el «victimismo histórico» en la sociedad china: «Hay algo que casi forma parte de nuestro ADN y que dispara respuestas autónomas, a veces extremas, cuando un extranjero nos critica o nos hace de menos».
Personalmente viví esa experiencia cuando hace una década formé parte de la misión de la Asociación Mundial de Periódicos que se desplazó a Pekín para pedir en vano la puesta en libertad de nuestra colega Gao Yu, condenada a seis años de prisión y encarcelada en condiciones de extrema dureza por publicar artículos hostiles al régimen del partido único. Todos los interlocutores oficiales se declararon agraviados por nuestra demanda -unos decían que no sabían que esa persona existiera, otros que si estaba en la cárcel tenía que ser una delincuente- y el entonces vicepresidente y ministro de Exteriores Qian Qicheng zanjó la cuestión: «China es una víctima de la prensa occidental. Todo lo que se escribe sobre nuestro país es negativo y oscuro… Si esa persona de la que me hablan vulneró la ley, lo que le haya ocurrido no tiene nada que ver con la libertad de expresión».
¡«Negativo y oscuro»! De ese viaje recuerdo al repartidor de escupideras del Diario del Pueblo -una por redactor, con agua hasta los bordes, para encauzar de manera ordenada y socialista el deporte nacional de echar un lapo a media mañana- y el aspecto de la momia de Mao. Así es como lo encontré en su cripta de la plaza de Tiananmen:
«Arropadito con su uniforme verde oliva por un edredón rojo con sus correspondientes estrellas amarillas -por colores que no quede-, rodeado de flores como un Cristo yaciente, escoltado por dos soldados impasibles, el camarada Mao está guapo y lustroso como esos travestones maduros y entrados en carnes que dibuja Nazario. Tiene los labios cerrados, los lóbulos de las orejas cincelados con primor y de él emana una luz parecida a la de esos cerditos de cartón a los que les ponen una bombilla dentro».
Más de una década después la cripta de la veneración continúa abierta bajo la advocación de la mirada pragmática -aun doctrina oficial- con la que Deng Xiaoping contemplaba a su jefe, amigo, enemigo y torturador: «Sus aciertos fueron esenciales y sus errores secundarios».
Es, efectivamente, el reino de la materia oscura. El tiempo ha ido transcurriendo y China ha sido incapaz de exorcizar ni siquiera los demonios más aberrantes de su pasado reciente. Los ciclistas esprintaron ayer bajo el retrato del Gran Timonel porque el hombre responsable de más de un millón de muertes por cada año que vivió sigue siendo el padre de la patria. Episodios como el Gran Salto Adelante que arruinó a los campesinos al obligarles a convertir sus graneros y establos en chapuceras siderurgias, o la Revolución Cultural en la que las vejaciones de los diablillos rojos desatados por el camarada Mao y su juerguista Banda de los Cuatro desembocaron incluso en el canibalismo -cómete el hígado de tu profesor e invita a los amigos- han sido amortizados como parte de esos «errores secundarios» para que la narrativa oficial encaje con lo que conviene recordar.
Desde las Guerras del Opio hasta la revuelta en el Tíbet, pasando naturalmente por la invasión japonesa, la Guerra Fría y el cisma con la Unión Soviética, todo tiene como hilo conductor el maltrato de China por las grandes potencias. «No podemos evitar asociar la forma en que se nos trata en el presente con las pasadas heridas, derrotas, invasiones y ocupaciones extranjeras», explica Shi-Zeng.
En 2001 el Congreso del Partido Comunista llegó incluso a aprobar una resolución a favor del establecimiento de un Día de la Humillación Nacional. Pero ese año todo cambió cuando el Comité Olímpico Internacional adjudicó a Pekín la organización de los Juegos. De repente todos los debates políticos y económicos entre la llamada nueva derecha del partido, propensa a acelerar las liberalizaciones, y los burlonamente denominados neocoms, defensores de mantener algunas de las esencias del régimen comunista, quedaron aparcados a favor de un gigantesco objetivo nacional. Había llegado la oportunidad de mostrar al mundo el prodigioso desarrollo -fazhan- y la capacidad de afrontar una gran empresa colectiva -dashi- que caracterizan a la China de hoy.
Había que construir grandes infraestructuras -la terminal de Norman Foster- y recintos deportivos de ensueño -el estadio de Herzog & De Meuron-, había que demostrar precisión organizativa, había que deslumbrar con una ceremonia de apertura que convirtiera la cultura china en el parque temático más telegénico de la historia, pero sobre todo, había que poner los medios para conseguir muchas medallas de oro y llegar a desbancar a los Estados Unidos de su hegemonía universal en el deporte.
Así surgió la llamada Operación 119, una oportunidad única para reconciliar la praxis de un país en el que crecientemente impera el capitalismo más salvaje con la fe en la planificación socialista que teóricamente aún anida en las altas esferas. Tras identificar hasta 119 pruebas olímpicas a las que pocos prestan atención -canotaje, esgrima, tiro-, la Administración General del Deporte rastreó todos los confines del antiguo imperio hasta reclutar a 200.000 jóvenes con aparentes aptitudes para ganar medallas en estas disciplinas. De esa cantera ha surgido la mayor parte del equipo olímpico chino que desde hoy pugna con el talento espontáneo fruto del libre mercado de las universidades norteamericanas. Como alega Matthew Forney en The New York Times, lo que ha comenzado este fin de semana es una pelea de las de antes de la caída del Muro: «En la cancha, Lenin contra Adam Smith».
Es comprensible la frustración que debieron de sentir las autoridades y gran parte del pueblo chino cuando, en pleno tramo final de la cuenta atrás hacia el gran evento, los sucesos del Tíbet volvieron a colocar a su país en la picota internacional. Pero sorprende el radicalismo de su reacción a las protestas o los incidentes en el recorrido de la antorcha olímpica. En lugar de buscar fórmulas de apaciguamiento y compromiso el régimen activó una vez más todos los resortes del victimismo frente a las arrogantes potencias occidentales que conspiraban para volver a negar a China su merecido momento de gloria.
Yo mismo me quedé muy impresionado por la indignación y el apasionamiento con que un alto representante diplomático de China en Europa me relató la agresión a los relevistas chinos -uno de ellos disminuido- cuando transportaban la antorcha por las calles de París. Era un problema de Estado, era una crisis gravísima en las relaciones entre Francia y China y Sarkozy debía ir a Pekín -como efectivamente hizo- a pedir disculpas a los 1.300 millones de agraviados. En cuanto al fondo de la cuestión, ni el menor indicio de autocrítica: Tíbet es parte de China, cada país interpreta a su modo los derechos humanos y el principio de respeto y no interferencia debe regir las relaciones internacionales.
Más o menos por las mismas fechas el secretario general del Partido Comunista en la Región Autónoma del Tíbet, Zhang Jingli, definía al Dalai Lama como «un lobo disfrazado de monje, un monstruo con rostro humano y corazón de bestia». Ahora Jingli es uno de los siete altos cargos imputados por genocidio en el extravagante auto del juez Pedraz en el que la Audiencia Nacional hace su brindis al sol de la justicia universal, reflejando en el fondo la impotencia del mundo democrático por responder al desafío del mayor Estado totalitario jamás engendrado por la civilización humana.
Pese a las multas a las familias con más de un hijo, cada día nacen 44.000 chinos. Con más de dos millones de hombres en armas, la República Popular China mantiene el mayor ejército de la historia en tiempos de paz. Como miembro permanente del Consejo de Seguridad tiene derecho de veto en la ONU y su realpolitik no le hace ascos ni a apoyar al gobierno de Sudán facilitando su cruel genocidio en Darfur ni a mantener estrechas relaciones con un tirano como Mugabe ni a colaborar con el programa nuclear de Irán. El desarrollo económico, con crecimientos sostenidos del PIB por encima del 10%, es tal que se calcula que la mitad de las grúas del mundo trabajan en estos momentos en China.
A diferencia de lo ocurrido en España, 30 años de liberalización económica no han servido para iniciar en China un proceso de apertura política o, menos aún, de transición hacia la democracia. Como acaba de subrayar mi amigo Jonathan Fenby en la introducción a su brillante Historia Moderna de China, recién editada por Penguin, se trata de un país oficialmente socialista en el que las diferencias entre pobres y ricos son mucho mayores que en los Estados Unidos -han aumentado un 35% en la última generación- y en el que «los jóvenes millonarios de ese Manhattan con esteroides que es Shanghai se quejan de que el desarrollo urbano está cambiando las calles tan deprisa que los sistemas de GPS se quedan viejos antes de que se los instalen en sus nuevas limusinas».
Fenby, director del South China Morning Post de Hong Kong hasta que la devolución de la colonia supuso el declive del pluralismo y la libertad de prensa, disecciona en su libro las contradicciones de un régimen basado en una doctrina atea que busca refugio en los valores religiosos de Confucio para mantener la cohesión social en medio de una jungla económica en la que el desprecio por el medio ambiente compite con la falta de protección social y todo arroja un aroma que recuerda los tiempos de los llamados robber barons en Estados Unidos. Su veredicto es que China es «un Estado autoritario que crecientemente pierde autoridad y -vista la mediocridad de los sucesores de Mao y Deng- un imperio sin emperador».
Ni él ni ningún otro historiador se atreve a pronosticar cual será la salida de una situación objetivamente insostenible, pero todos recuerdan que cuando una dinastía china dejaba de proporcionar felicidad a su pueblo los dioses le retiraban el Mandato del Cielo y era derrocada por la siguiente. Antes lograrán los científicos descifrar el misterio de la composición de la materia oscura que los sinólogos iluminarnos sobre el futuro de esa interminable masa opaca que ocupa todo el espacio central de Asia. Por lo tanto, a la espera de tan impredecible desenlace y puesto que es obvio que sólo el estímulo del orgullo nacional mantiene en pie la bicicleta, yo hago votos porque los atletas chinos ganen durante estos próximos días el mayor número posible de esas 119 medallas, pues todas las demás formas de pedalear se me antojan bastante más peligrosas.
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