Por Pedro Baños Bajo, teniente coronel y profesor de Estrategia y Relaciones Internacionales en la Escuela Superior de las FF. ARMADAS (EL CORREO DIGITAL, 07/08/08):
A las 37 disciplinas olímpicas de los 28 deportes que participarán oficialmente en los vigésimo novenos Juegos Olímpicos les ha salido un duro competidor. El terrorismo aspira también a llevarse su medalla, al menos la del protagonismo. Así lo demuestra el atentado del pasado lunes, que costó la vida a 16 policías armados en las inmediaciones de Kashgar, en la región autónoma de Xinjiang. Para los atletas del terror, dar publicidad a su causa, por irracional que sea, constituye una de sus máximas, si no la principal. Y qué mejor ocasión que el evento internacional más importante que se celebra cada cuatro años, cuando se espera que mil millones de personas vean las transmisiones; es decir, la práctica totalidad de la población mundial mayor de 14 años.
Sin duda, y como todos los expertos esperaban, los más extremistas activistas uigures, los más fundamentalistas de los musulmanes que habitan al noroeste de China, han demostrado con este condenable atentado que no van a dejar pasar la oportunidad de tratar de interferir en los Juegos Olímpicos. Miembros de los principales grupos, como el Movimiento Islámico del Turkestán Oriental (MITO), desde 2002 en la lista de EE UU y de China de organizaciones terroristas, o el Partido Islámico del Turkestán buscarán que el mundo vuelva sus ojos a sus ansias de independizar el por ellos llamado Turkestán del Este, y a su objetivo a más largo plazo de formar un imperio islámico en Asia.
Para los uigures, no es tan difícil cometer un atentado en su feudo de la remota ciudad de Kashgar, antiguo oasis de la Ruta de la Seda, con más de 300 mezquitas y seis enormes madrashas, adonde acuden cientos de estudiantes de numerosas partes del mundo islámico. Pero otra cosa muy distinta es intentarlo en las sedes de los Juegos. Los terroristas se encuentran con un contrincante que no les concede el más mínimo respiro. China está empeñada en aguarles la fiesta, y no escatima ningún medio ni procedimiento para ello. De los casi 30.000 millones de euros que le va a costar a Pekín la realización de las Olimpiadas, buena parte los ha dedicado a poner en marcha el más impresionante dispositivo de seguridad jamás visto en la historia en tiempo de paz. Sólo en la capital, el monto puede llegar a los 4.500 millones.
Aunque atentados de pocos efectos materiales nunca pueden ser completamente descartables, Pekín se ha curado en salud y ha aplicado medidas tan extremas que el efecto disuasorio parece estar completamente conseguido. Que se haya producido un atentado a 3.400 kilómetros de distancia de la capital del país no es para estremecerse ni para pensar que la seguridad de las siete ciudades sedes de las competiciones, ni sus 36 recintos deportivos y 59 centros de entrenamiento, puedan verse directamente afectados. A ello se une que la hipotética voluntad de los terroristas uigures de atentar para causar el pánico y aprovechar el inmenso efecto propagandístico queda frustrada por la realidad de sus escasos medios y recursos humanos. En el último atentado, los policías militares fueron atacados con bombas de rudimentaria fabricación y rematados con cuchillos. Los terroristas fueron inmediatamente capturados, lo que da idea de sus grandes limitaciones, su personal deficientemente entrenado y la carencia de infraestructura sólida.
Por el contrario, la extrema seguridad gubernamental va desde la instalación de misiles tierra-aire HQ-7 en las inmediaciones de los principales estadios hasta que todos los musulmanes sean permanentemente vigilados en las grandes ciudades. A ello se suman decenas de miles de cámaras de seguridad que controlan los lugares públicos, desde las calles a los cafés y restaurantes. Conectadas a los más sofisticados sistemas de análisis de imágenes, alertan sobre la presencia de personas buscadas. A los más de 100.000 policías, se han unido 34.000 militares, dotados de 74 aviones, 47 helicópteros y 33 barcos de guerra, con capacidades para actuar de inmediato ante un incidente nuclear, químico o biológico. Al tiempo que cientos de miles de ciudadanos voluntarios, identificados con un brazalete rojo, patrullarán las calles para evitar que pueda realizarse la más mínima acción contraria a la finalidad deportiva. Todo preparado para que nada pueda perturbar la tranquilidad de los más de 10.000 deportistas y de los cientos de miles de asistentes a los 302 eventos previstos.
Pero, curiosamente, quizás el jugador que más en peligro puede poner la normal realización de los eventos deportivos y dañar la imagen de China no sea el terrorismo uigur o Al-Qaida. De producirse un brutal atentado, la comunidad internacional difícilmente podría culpar a Pekín. Lo más probable es que el país anfitrión saliera fortalecido y defendido por la mayoría de los ciudadanos del mundo. Sin embargo, actividades mucho más pacíficas, que evitaran intencionadamente la violencia buscando provocar reacciones extremas de las autoridades chinas, tendrían graves consecuencias si no se acierta a gestionarlas debidamente. Efectuadas por los actualmente prestigiados monjes tibetanos y sus cada vez más seguidores, por miembros del movimiento espiritual Falun Gong o por aquellos que pretenden acelerar el proceso aperturista y democratizador del país, conseguirían de modo no violento mayores objetivos que los siempre posibles atentados terroristas. Y contra ellos de nada servirían todos los medios policiales y militares del mundo. Su única arma serían los medios de comunicación y las conciencias de los ciudadanos de la comunidad internacional, algo para lo que es muy probable que los chinos todavía no hayan encontrado defensa eficaz.
A las 37 disciplinas olímpicas de los 28 deportes que participarán oficialmente en los vigésimo novenos Juegos Olímpicos les ha salido un duro competidor. El terrorismo aspira también a llevarse su medalla, al menos la del protagonismo. Así lo demuestra el atentado del pasado lunes, que costó la vida a 16 policías armados en las inmediaciones de Kashgar, en la región autónoma de Xinjiang. Para los atletas del terror, dar publicidad a su causa, por irracional que sea, constituye una de sus máximas, si no la principal. Y qué mejor ocasión que el evento internacional más importante que se celebra cada cuatro años, cuando se espera que mil millones de personas vean las transmisiones; es decir, la práctica totalidad de la población mundial mayor de 14 años.
Sin duda, y como todos los expertos esperaban, los más extremistas activistas uigures, los más fundamentalistas de los musulmanes que habitan al noroeste de China, han demostrado con este condenable atentado que no van a dejar pasar la oportunidad de tratar de interferir en los Juegos Olímpicos. Miembros de los principales grupos, como el Movimiento Islámico del Turkestán Oriental (MITO), desde 2002 en la lista de EE UU y de China de organizaciones terroristas, o el Partido Islámico del Turkestán buscarán que el mundo vuelva sus ojos a sus ansias de independizar el por ellos llamado Turkestán del Este, y a su objetivo a más largo plazo de formar un imperio islámico en Asia.
Para los uigures, no es tan difícil cometer un atentado en su feudo de la remota ciudad de Kashgar, antiguo oasis de la Ruta de la Seda, con más de 300 mezquitas y seis enormes madrashas, adonde acuden cientos de estudiantes de numerosas partes del mundo islámico. Pero otra cosa muy distinta es intentarlo en las sedes de los Juegos. Los terroristas se encuentran con un contrincante que no les concede el más mínimo respiro. China está empeñada en aguarles la fiesta, y no escatima ningún medio ni procedimiento para ello. De los casi 30.000 millones de euros que le va a costar a Pekín la realización de las Olimpiadas, buena parte los ha dedicado a poner en marcha el más impresionante dispositivo de seguridad jamás visto en la historia en tiempo de paz. Sólo en la capital, el monto puede llegar a los 4.500 millones.
Aunque atentados de pocos efectos materiales nunca pueden ser completamente descartables, Pekín se ha curado en salud y ha aplicado medidas tan extremas que el efecto disuasorio parece estar completamente conseguido. Que se haya producido un atentado a 3.400 kilómetros de distancia de la capital del país no es para estremecerse ni para pensar que la seguridad de las siete ciudades sedes de las competiciones, ni sus 36 recintos deportivos y 59 centros de entrenamiento, puedan verse directamente afectados. A ello se une que la hipotética voluntad de los terroristas uigures de atentar para causar el pánico y aprovechar el inmenso efecto propagandístico queda frustrada por la realidad de sus escasos medios y recursos humanos. En el último atentado, los policías militares fueron atacados con bombas de rudimentaria fabricación y rematados con cuchillos. Los terroristas fueron inmediatamente capturados, lo que da idea de sus grandes limitaciones, su personal deficientemente entrenado y la carencia de infraestructura sólida.
Por el contrario, la extrema seguridad gubernamental va desde la instalación de misiles tierra-aire HQ-7 en las inmediaciones de los principales estadios hasta que todos los musulmanes sean permanentemente vigilados en las grandes ciudades. A ello se suman decenas de miles de cámaras de seguridad que controlan los lugares públicos, desde las calles a los cafés y restaurantes. Conectadas a los más sofisticados sistemas de análisis de imágenes, alertan sobre la presencia de personas buscadas. A los más de 100.000 policías, se han unido 34.000 militares, dotados de 74 aviones, 47 helicópteros y 33 barcos de guerra, con capacidades para actuar de inmediato ante un incidente nuclear, químico o biológico. Al tiempo que cientos de miles de ciudadanos voluntarios, identificados con un brazalete rojo, patrullarán las calles para evitar que pueda realizarse la más mínima acción contraria a la finalidad deportiva. Todo preparado para que nada pueda perturbar la tranquilidad de los más de 10.000 deportistas y de los cientos de miles de asistentes a los 302 eventos previstos.
Pero, curiosamente, quizás el jugador que más en peligro puede poner la normal realización de los eventos deportivos y dañar la imagen de China no sea el terrorismo uigur o Al-Qaida. De producirse un brutal atentado, la comunidad internacional difícilmente podría culpar a Pekín. Lo más probable es que el país anfitrión saliera fortalecido y defendido por la mayoría de los ciudadanos del mundo. Sin embargo, actividades mucho más pacíficas, que evitaran intencionadamente la violencia buscando provocar reacciones extremas de las autoridades chinas, tendrían graves consecuencias si no se acierta a gestionarlas debidamente. Efectuadas por los actualmente prestigiados monjes tibetanos y sus cada vez más seguidores, por miembros del movimiento espiritual Falun Gong o por aquellos que pretenden acelerar el proceso aperturista y democratizador del país, conseguirían de modo no violento mayores objetivos que los siempre posibles atentados terroristas. Y contra ellos de nada servirían todos los medios policiales y militares del mundo. Su única arma serían los medios de comunicación y las conciencias de los ciudadanos de la comunidad internacional, algo para lo que es muy probable que los chinos todavía no hayan encontrado defensa eficaz.
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