Por Carlos Fuentes, escritor (EL PAÍS, 03/08/08):
Visité Europa por primera vez en 1950. Las heridas de la II Guerra Mundial eran visibles. Ciudades destruidas. Poblaciones empobrecidas. Tarjetas de racionamiento. Todo lo resumió, con una estética del más lúcido terror, Max Ernst en su pintura Europa después de la lluvia, expuesta en una galería de la Place Vendôme de París. Allí, el otro gran genio del surrealismo (Luis Buñuel era su par) convertía la catástrofe europea en un paisaje desolado de roca cadavérica iluminada apenas por el sol de un eclipse.
Si Max Ernst daba la respuesta estética a la guerra, tres estadistas buscaban la respuesta política. Francia y Alemania iniciaron las guerras de 1870, 1914 y 1939. Establecer un pacto de la concordia entre ambas naciones parecía -y era- el presupuesto de la paz. El canciller francés, Robert Schuman, el canciller alemán, Konrad Adenauer y el gran internacionalista francés Jean Monet construyeron una alianza de cooperación franco-germana que ha sido garante de la paz europea durante casi seis décadas. Pero Alemania estaba partida por la mitad debido a la política estalinista de crear una zona de seguridad para la URSS, del río Elba a la frontera ruso-polaca. La Cortina de Hierro aisló a media Alemania y todo el Este europeo se privó, asimismo, de la recuperación económica auspiciada por el Plan Marshall, originalmente propuesto tanto al Occidente como al Oriente europeos.
El Plan Marshall, es cierto, no era inocente. Al finalizar la guerra, Estados Unidos tenía un trío de estadistas (el presidente Harry Truman y los secretarios de Estado George Marshall y Dean Acheson) que miraban lejos y entendían dos cosas: que la recuperación económica de Europa era la mayor barrera contra la expansión soviética y que Estados Unidos demandaba una economía europea resucitada para ampliar y fortalecer el propio mercado norteamericano.
Que los países del Occidente europeo, recuperándose económicamente, afirmarían cada vez más su independencia política, era previsible. Que los del Oriente quedasen sujetos al Kremlin, también lo era, como lo demostraron los intentos de democratización del socialismo en Hungría y Checoslovaquia. Que el sistema entero se traducía en baja producción, bajo consumo y excesivo gasto militar, auguraba, como lo vio al cabo Mijaíl Gorbachov, el desplome del mismo.
La comunidad europea salió fortalecida del fin de la guerra fría. Pero si se acabó la neta confrontación ideológica capitalismo-comunismo mediante un sistema mixto de capitalismo con amplias garantías sociales, surgieron a llenar el vacío ideológico diferencias étnicas, religiosas, nacionales, y un imprevisto: la migración de las antiguas colonias africanas a las viejas metrópolis europeas.
Si evoco este trasfondo es sólo para admitir que la pujanza económica de Europa parecía tolerar estos desafíos internos y externos. Lo que hoy se pone en duda no es ya el desafío externo, sino la catarata de males internos. Ausente de Europa desde hace seis meses, me alarma elcambio que percibo en este verano de 2008. El aumento del precio de la gasolina a 145 dólares por barril amenaza la cultura del automóvil e impone restricciones a la circulación. El centro de Londres le es vedado al automóvil privado para favorecer el transporte colectivo. París se convierte en un velódromo de motonetas y motocicletas. Al precio del combustible se añade ahora el de la alimentación, comentado hace meses en estos artículos como una posibilidad que hoy es un hecho: el precio del alimento en Europa ha ascendido en un 40% en el último cuarto y la escasez amenaza a numerosos productos. Los valores inmobiliarios descienden (en un 20% sólo en Inglaterra) pero los intereses bancarios ascienden. El empleo sufre una merma dolorosa. Sólo en España, las excelentes reformas sociales del Gobierno de Zapatero (derechos de la familia, igualdad sexual, modernización civil) resultan insuficientes para darle la cara a las exigencias de la productividad, el crecimiento y la competitividad en crisis. Abordando estos temas, Zapatero pierde popularidad, pero acaso obliga a España a ver la realidad: la bonanza se ha detenido, las vacas flacas han llegado, la realidad económica debe ser vista con tanta imaginación como, hasta ahora, la realidad social. El valor político se mide en la adversidad tanto o más que en la fortuna.
Añádase a este brusco descenso económico una serie de graves fallas políticas. En su intento de actividad indisciplinada, el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, va dejando una serie de iniciativas incumplidas y otras que sustituyen lo indeseado con lo imposible. La unión mediterránea propuesta por Sarkozy tenía que irritar profundamente a Alemania, excluida del Mare Nostrum en tanto que le daba a Turquía un postre insípido a cambio de la exclusión de Ankara del gran banquete europeo. El proyecto mediterráneo se ha desangrado para quedar como un documento de buenas intenciones. ¿Hasta qué punto se ha dañado, también, la relación franco-germana, piedra angular del edificio europeo?
El ingreso a la Unión Europea de los países menos desarrollados del Este -y aún de los más prósperos- crea aplazamientos, desniveles y fricciones, entre ellas las de la migración Este-Oeste, que, aunada a la migración de África a Europa, da lugar a tensiones que ponen a prueba numerosos datos de la integración europea. El primero, la capacidad o incapacidad de integrar al trabajador africano a la economía del Norte. Enseguida, la manera de regular la corriente migratoria cumpliendo la ley pero sin violar los derechos humanos de los migrantes. Tercero, la incapacidad de las economías africanas para retener a sus propios trabajadores y la debilidad de los programas africanos de construcción nacional. Y cuarto, la falta de protección al trabajo y la presencia de regímenes autoritarios o de desorden político en partes de África: de la dictadura de Mugabe en Zimbabue al hambre fatal de Darfur.
Silvio Berlusconi, el bufón de la política italiana, se permite lamentar la ausencia de grandes figuras en el tablero europeo. Creo que el problema no son los líderes: el problema son los problemas y en el mundo globalizado lo que sucede en Europa se repite, en grados mayores o menores, en otras partes. La migración laboral. El precio de los combustibles. El precio de la alimentación. Los intereses en ascenso. Los valores inmobiliarios a la baja. La crisis financiera. Y el espectro lívido de la inflación.
Visité Europa por primera vez en 1950. Las heridas de la II Guerra Mundial eran visibles. Ciudades destruidas. Poblaciones empobrecidas. Tarjetas de racionamiento. Todo lo resumió, con una estética del más lúcido terror, Max Ernst en su pintura Europa después de la lluvia, expuesta en una galería de la Place Vendôme de París. Allí, el otro gran genio del surrealismo (Luis Buñuel era su par) convertía la catástrofe europea en un paisaje desolado de roca cadavérica iluminada apenas por el sol de un eclipse.
Si Max Ernst daba la respuesta estética a la guerra, tres estadistas buscaban la respuesta política. Francia y Alemania iniciaron las guerras de 1870, 1914 y 1939. Establecer un pacto de la concordia entre ambas naciones parecía -y era- el presupuesto de la paz. El canciller francés, Robert Schuman, el canciller alemán, Konrad Adenauer y el gran internacionalista francés Jean Monet construyeron una alianza de cooperación franco-germana que ha sido garante de la paz europea durante casi seis décadas. Pero Alemania estaba partida por la mitad debido a la política estalinista de crear una zona de seguridad para la URSS, del río Elba a la frontera ruso-polaca. La Cortina de Hierro aisló a media Alemania y todo el Este europeo se privó, asimismo, de la recuperación económica auspiciada por el Plan Marshall, originalmente propuesto tanto al Occidente como al Oriente europeos.
El Plan Marshall, es cierto, no era inocente. Al finalizar la guerra, Estados Unidos tenía un trío de estadistas (el presidente Harry Truman y los secretarios de Estado George Marshall y Dean Acheson) que miraban lejos y entendían dos cosas: que la recuperación económica de Europa era la mayor barrera contra la expansión soviética y que Estados Unidos demandaba una economía europea resucitada para ampliar y fortalecer el propio mercado norteamericano.
Que los países del Occidente europeo, recuperándose económicamente, afirmarían cada vez más su independencia política, era previsible. Que los del Oriente quedasen sujetos al Kremlin, también lo era, como lo demostraron los intentos de democratización del socialismo en Hungría y Checoslovaquia. Que el sistema entero se traducía en baja producción, bajo consumo y excesivo gasto militar, auguraba, como lo vio al cabo Mijaíl Gorbachov, el desplome del mismo.
La comunidad europea salió fortalecida del fin de la guerra fría. Pero si se acabó la neta confrontación ideológica capitalismo-comunismo mediante un sistema mixto de capitalismo con amplias garantías sociales, surgieron a llenar el vacío ideológico diferencias étnicas, religiosas, nacionales, y un imprevisto: la migración de las antiguas colonias africanas a las viejas metrópolis europeas.
Si evoco este trasfondo es sólo para admitir que la pujanza económica de Europa parecía tolerar estos desafíos internos y externos. Lo que hoy se pone en duda no es ya el desafío externo, sino la catarata de males internos. Ausente de Europa desde hace seis meses, me alarma elcambio que percibo en este verano de 2008. El aumento del precio de la gasolina a 145 dólares por barril amenaza la cultura del automóvil e impone restricciones a la circulación. El centro de Londres le es vedado al automóvil privado para favorecer el transporte colectivo. París se convierte en un velódromo de motonetas y motocicletas. Al precio del combustible se añade ahora el de la alimentación, comentado hace meses en estos artículos como una posibilidad que hoy es un hecho: el precio del alimento en Europa ha ascendido en un 40% en el último cuarto y la escasez amenaza a numerosos productos. Los valores inmobiliarios descienden (en un 20% sólo en Inglaterra) pero los intereses bancarios ascienden. El empleo sufre una merma dolorosa. Sólo en España, las excelentes reformas sociales del Gobierno de Zapatero (derechos de la familia, igualdad sexual, modernización civil) resultan insuficientes para darle la cara a las exigencias de la productividad, el crecimiento y la competitividad en crisis. Abordando estos temas, Zapatero pierde popularidad, pero acaso obliga a España a ver la realidad: la bonanza se ha detenido, las vacas flacas han llegado, la realidad económica debe ser vista con tanta imaginación como, hasta ahora, la realidad social. El valor político se mide en la adversidad tanto o más que en la fortuna.
Añádase a este brusco descenso económico una serie de graves fallas políticas. En su intento de actividad indisciplinada, el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, va dejando una serie de iniciativas incumplidas y otras que sustituyen lo indeseado con lo imposible. La unión mediterránea propuesta por Sarkozy tenía que irritar profundamente a Alemania, excluida del Mare Nostrum en tanto que le daba a Turquía un postre insípido a cambio de la exclusión de Ankara del gran banquete europeo. El proyecto mediterráneo se ha desangrado para quedar como un documento de buenas intenciones. ¿Hasta qué punto se ha dañado, también, la relación franco-germana, piedra angular del edificio europeo?
El ingreso a la Unión Europea de los países menos desarrollados del Este -y aún de los más prósperos- crea aplazamientos, desniveles y fricciones, entre ellas las de la migración Este-Oeste, que, aunada a la migración de África a Europa, da lugar a tensiones que ponen a prueba numerosos datos de la integración europea. El primero, la capacidad o incapacidad de integrar al trabajador africano a la economía del Norte. Enseguida, la manera de regular la corriente migratoria cumpliendo la ley pero sin violar los derechos humanos de los migrantes. Tercero, la incapacidad de las economías africanas para retener a sus propios trabajadores y la debilidad de los programas africanos de construcción nacional. Y cuarto, la falta de protección al trabajo y la presencia de regímenes autoritarios o de desorden político en partes de África: de la dictadura de Mugabe en Zimbabue al hambre fatal de Darfur.
Silvio Berlusconi, el bufón de la política italiana, se permite lamentar la ausencia de grandes figuras en el tablero europeo. Creo que el problema no son los líderes: el problema son los problemas y en el mundo globalizado lo que sucede en Europa se repite, en grados mayores o menores, en otras partes. La migración laboral. El precio de los combustibles. El precio de la alimentación. Los intereses en ascenso. Los valores inmobiliarios a la baja. La crisis financiera. Y el espectro lívido de la inflación.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario