Por César Arjona, Doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor de Esade (EL PERIÓDICO, 01/08/08):
¿Existen juicios políticos? Evidentemente, sí. Otra cosa es si es bueno o malo que los haya, pero algo me parece claro: nada ganamos haciendo ver que en realidad no lo son. Un ejemplo: el proceso ante la Corte Constitucional turca para ilegalizar al Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), proceso que habría podido dar lugar a la virtual disolución del gobierno presidido por Abdulá Gül y liderado por el primer ministro Erdogan. El AKP, de ideología islamista moderada y que cuenta con un amplio apoyo popular, había sido acusado de constituir un núcleo de actividades antilaicas en un Estado en el que el principio de laicidad es fundacional. En la memoria reciente está la decisión del AKP, anulada después por el Constitucional, de permitir la utilización del velo islámico en las universidades, la cual ilustra el conflicto entre el partido y el laicismo estamental que defiende el ejército y del que forma parte el funcionariado, incluidas las universidades y la administración de justicia.
¿Cómo debía actuar el tribunal frente a la propuesta de ilegalización? ¿Basando su decisión exclusivamente en el derecho o teniendo en cuenta las consecuencias de todo tipo, más allá de las jurídicas, que dicha decisión podía acarrear?
UN EDITORIAL del Financial Times, publicado el día anterior a la emisión del fallo, instaba a los jueces turcos a medir los potenciales costes económicos y políticos de sus acciones. La decisión final de no ilegalizar al partido (por un solo voto de margen) y de imponerle importantes sanciones económicas en una suerte de último aviso, hace pensar que lo han hecho. Pero, ¿corresponde esto a los juristas?, se preguntarían los viejos profesores de derecho, invocando quizás aquello de fiat iustitia, et pereat mundus, a saber, hágase justicia, aunque perezca el mundo, expresión con la que se identifica la actitud de conservación a toda costa de la justicia legal, sin considerar ninguna otra cuestión o interés que vaya más allá de la aplicación estricta del derecho.
Por otro lado, podía haber costes económicos y políticos, se decía. Y potencialmente muy grandes. El Gobierno del AKP, que ganó las elecciones democráticas del 2002 y las volvió a ganar en el 2007 obteniendo casi la mitad de los votos emitidos, ha otorgado realismo al sueño centenario de la integración entre Europa y Turquía. Ahí tenemos las reformas económicas posibilitadas por un Gobierno abierto al mercado global, la emergencia de una nueva clase media en el país, o las medidas sociales destinadas a hacer compatibles la idea de una Turquía en el primer mundo con la de una Turquía islámica.
Que se hable de Turquía es bueno porque la realidad de ese país reta las categorías simplistas inspiradas por el fantasma del choque de civilizaciones y otros eslóganes al uso. Explicado en cuatro líneas: el partido islamista que gobierna Turquía no solo goza de una amplia legitimidad democrática sino que se presenta como el mejor interlocutor para el entendimiento con Europa. Por el contrario, el laicismo oficial heredero del legado laico de Atatürk, literalmente “padre de los turcos” y fundador del Estado, está liderado por un ejército acostumbrado a inmiscuirse en la vida civil más allá de lo que una sana democracia debería aceptar. Su política ante los derechos humanos ha sido reprendida, destacando la cuestión de la libertad religiosa y el grave asunto kurdo.
En el proceso de integración de Turquía en la Unión Europea, el islamismo moderado del AKP representa una posibilidad real de acercamiento. Pero ese proceso no anda precisamente boyante, con unas negociaciones en punto muerto y una opinión pública, según recientes encuestas, mayoritariamente contraria a la integración y cada vez más numerosa, tanto en la Unión Europea como en la propia Turquía. Por no hablar del interminable litigio chipriota.
Parece claro que una decisión contraria al Gobierno democráticamente elegido habría podido generar convulsión política, desconfianza económica (a sumarse a los efectos de la crisis global) y quizás herir de muerte el proceso de integración en la UE.
Con ese fondo, un tribunal ha deliberado. Se podría decir que lo que se ha decidido es una cuestión jurídica, esto es, si el AKP amenaza el principio de laicidad del Estado, cuestión a resolver conforme a razonamientos basados estrictamente en derecho. Pero me temo que eso es una media verdad. Y si lo que se pretende decir es que solo se ha discutido una cuestión jurídica, entonces ya es una mentira.
EL DERECHO es una manifestación de la política, y en el caso de las normas superiores del sistema esa manifestación es explícita y notoria. La Constitución es un documento jurídico y político al tiempo, como un águila de dos cabezas. Y por eso los tribunales constitucionales son, también, si no principalmente, tribunales políticos. Políticos en un sentido que no tiene por qué ser necesariamente peyorativo. Lo malo es ocultar su verdadera naturaleza. Tengámoslo en cuenta en un país como el nuestro, en que las ilegalizaciones de partidos políticos no nos son ajenas, por no hablar de otros asuntos de carácter constitucional (estatutos y demás) que a nuestros vecinos turcos les sonarían quizás demasiado sutiles ante el calado de sus problemas.
¿Existen juicios políticos? Evidentemente, sí. Otra cosa es si es bueno o malo que los haya, pero algo me parece claro: nada ganamos haciendo ver que en realidad no lo son. Un ejemplo: el proceso ante la Corte Constitucional turca para ilegalizar al Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), proceso que habría podido dar lugar a la virtual disolución del gobierno presidido por Abdulá Gül y liderado por el primer ministro Erdogan. El AKP, de ideología islamista moderada y que cuenta con un amplio apoyo popular, había sido acusado de constituir un núcleo de actividades antilaicas en un Estado en el que el principio de laicidad es fundacional. En la memoria reciente está la decisión del AKP, anulada después por el Constitucional, de permitir la utilización del velo islámico en las universidades, la cual ilustra el conflicto entre el partido y el laicismo estamental que defiende el ejército y del que forma parte el funcionariado, incluidas las universidades y la administración de justicia.
¿Cómo debía actuar el tribunal frente a la propuesta de ilegalización? ¿Basando su decisión exclusivamente en el derecho o teniendo en cuenta las consecuencias de todo tipo, más allá de las jurídicas, que dicha decisión podía acarrear?
UN EDITORIAL del Financial Times, publicado el día anterior a la emisión del fallo, instaba a los jueces turcos a medir los potenciales costes económicos y políticos de sus acciones. La decisión final de no ilegalizar al partido (por un solo voto de margen) y de imponerle importantes sanciones económicas en una suerte de último aviso, hace pensar que lo han hecho. Pero, ¿corresponde esto a los juristas?, se preguntarían los viejos profesores de derecho, invocando quizás aquello de fiat iustitia, et pereat mundus, a saber, hágase justicia, aunque perezca el mundo, expresión con la que se identifica la actitud de conservación a toda costa de la justicia legal, sin considerar ninguna otra cuestión o interés que vaya más allá de la aplicación estricta del derecho.
Por otro lado, podía haber costes económicos y políticos, se decía. Y potencialmente muy grandes. El Gobierno del AKP, que ganó las elecciones democráticas del 2002 y las volvió a ganar en el 2007 obteniendo casi la mitad de los votos emitidos, ha otorgado realismo al sueño centenario de la integración entre Europa y Turquía. Ahí tenemos las reformas económicas posibilitadas por un Gobierno abierto al mercado global, la emergencia de una nueva clase media en el país, o las medidas sociales destinadas a hacer compatibles la idea de una Turquía en el primer mundo con la de una Turquía islámica.
Que se hable de Turquía es bueno porque la realidad de ese país reta las categorías simplistas inspiradas por el fantasma del choque de civilizaciones y otros eslóganes al uso. Explicado en cuatro líneas: el partido islamista que gobierna Turquía no solo goza de una amplia legitimidad democrática sino que se presenta como el mejor interlocutor para el entendimiento con Europa. Por el contrario, el laicismo oficial heredero del legado laico de Atatürk, literalmente “padre de los turcos” y fundador del Estado, está liderado por un ejército acostumbrado a inmiscuirse en la vida civil más allá de lo que una sana democracia debería aceptar. Su política ante los derechos humanos ha sido reprendida, destacando la cuestión de la libertad religiosa y el grave asunto kurdo.
En el proceso de integración de Turquía en la Unión Europea, el islamismo moderado del AKP representa una posibilidad real de acercamiento. Pero ese proceso no anda precisamente boyante, con unas negociaciones en punto muerto y una opinión pública, según recientes encuestas, mayoritariamente contraria a la integración y cada vez más numerosa, tanto en la Unión Europea como en la propia Turquía. Por no hablar del interminable litigio chipriota.
Parece claro que una decisión contraria al Gobierno democráticamente elegido habría podido generar convulsión política, desconfianza económica (a sumarse a los efectos de la crisis global) y quizás herir de muerte el proceso de integración en la UE.
Con ese fondo, un tribunal ha deliberado. Se podría decir que lo que se ha decidido es una cuestión jurídica, esto es, si el AKP amenaza el principio de laicidad del Estado, cuestión a resolver conforme a razonamientos basados estrictamente en derecho. Pero me temo que eso es una media verdad. Y si lo que se pretende decir es que solo se ha discutido una cuestión jurídica, entonces ya es una mentira.
EL DERECHO es una manifestación de la política, y en el caso de las normas superiores del sistema esa manifestación es explícita y notoria. La Constitución es un documento jurídico y político al tiempo, como un águila de dos cabezas. Y por eso los tribunales constitucionales son, también, si no principalmente, tribunales políticos. Políticos en un sentido que no tiene por qué ser necesariamente peyorativo. Lo malo es ocultar su verdadera naturaleza. Tengámoslo en cuenta en un país como el nuestro, en que las ilegalizaciones de partidos políticos no nos son ajenas, por no hablar de otros asuntos de carácter constitucional (estatutos y demás) que a nuestros vecinos turcos les sonarían quizás demasiado sutiles ante el calado de sus problemas.
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