Por Francisco Veiga, profesor de Historia Contemporánea de la Europa Oriental y Turquía en la Universidad Autónoma de Barcelona (EL PAÍS, 06/08/08):
La decisión del Tribunal Constitucional turco de no ilegalizar al partido del Gobierno es, junto con la detención de Radovan Karadzic, una de las buenas noticias de este verano, y ambas están relacionadas con el intento de retomar el buen pulso del proceso de integración europea. Los agoreros podrán decir que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) sólo se salvó por un voto, pero en realidad, pistas aquí y allá venían indicando que se estaba produciendo algún tipo de acuerdo de Estado para evitar la catástrofe. Además, es muy probable que la discreta mediación de la UE haya sido el mejor bálsamo para tranquilizar los ánimos e incluso para recuperar la confianza en el maltrecho proceso de integración europea en los Balcanes y Anatolia.
Recapitulemos: el pasado mes de abril, el Tribunal Constitucional aceptó la denuncia de la fiscalía turca para poner fuera de la ley al Gobierno democrático del AKP, que dirige Erdogan, por presuntas actividades “antilaicas”. Llevar al extremo la teoría de la supuesta agenda oculta del Gobierno Erdogan para hacer de Turquía una república islámica generó esta situación surrealista.
De hecho, la intentona judicial resultaba suicida, porque Bruselas no le hubiera perdonado a los sectores “laicos”, nacionalistas o ultraderechistas, que desestabilizaran a Turquía justo en este momento, cuando las posibilidades de ingreso del país en la UE empezaban a cobrar impulso. El daño hubiera sido devastador, dado que esos sectores de oposición no presentan un frente unido, no poseen un proyecto político moderno, no podrían llevar a Turquía a la UE y desequilibrarían al país de modo irremisible y durante años.
Mientras tanto, el Gobierno se mantuvo firme y respondió a la presión con la detención de un tinglado de conspiradores de extrema derecha: la denominada red Ergenekon. El mensaje era bien claro: el establishment laico sí poseía una agenda oculta, y no el vilipendiado Gobierno islamista. Pero si bien el contraataque no carecía de lógica, resultaba básicamente inapropiado mantenerlo siquiera a medio plazo. Porque los turcos no tenían por qué ir hacia la autoaniquilación política en nombre de la pugna entre dos estamentos político-sociales que no son tan diferentes entre sí.
Por un lado se nos habla de los “sectores laicos” u “oposición secular” de forma genérica, lo que pretende una identificación con la modernidad y hasta el progresismo. Pero esta oposición también asocia a militares de rancia tradición golpista y a jueces conservadores. En realidad, ese campo (que actualmente abarca en torno al 25 o el 27% de la población) define lo que en muchos países europeos se conoce como la derecha nacionalista, que integra desde posturas centristas hasta actitudes neofascistas. El Partido Republicano del Pueblo, sólo a medias heredero del que fundara en su día Atatürk, ve peligrar su presencia en la Internacional Socialista ante lo que este organismo considera netas posturas nacionalistas y poco más.
El Partido de la Justicia y el Desarrollo, en el Gobierno y con una amplia mayoría parlamentaria, suele ser tildado de “islamista moderado”. En realidad, a la luz de la experiencia política occidental, podría ser definido de forma más precisa como demócrata-islámico, con un perfil ideológico y una base social muy similares a los que en su día tuvieron los demócrata-cristianos europeos. Es evidente que el actual Gobierno no hace feliz a la izquierda turca, y es normal que sea así; pero el problema real reside en el hecho de que en Turquía esa última opción está muy desdibujada.
Por tanto, estamos ante una transición política, y con las consabidas tensiones que implica un relevo, en el cual los que resisten al cambio se aferran a los viejos hábitos de la cultura política en extinción y no tienen apenas proyectos coherentes de futuro. En Turquía la extrema derecha ha llegado a lanzar propuestas de “irse con Rusia” y fantasías panturquistas de similar calado. El golpe militar parece descartado hasta que se redefina la política norteamericana hacia Oriente Medio, y para eso hay que esperar a las elecciones en la gran potencia. Pero lo evidente es que todo ese coro de voces conecta con los lamentos de un estrato social que se hizo con el poder institucional en tiempos del kemalismo clásico y ahora pretende vender caros sus sillones y prebendas. Al otro lado, los que han ido tomando el relevo desde 2002 cuentan con el respaldo de Bruselas, lo cual amarga aún más a la derecha “laica”. Es más que comprensible: tras décadas identificando sus posiciones políticas con la esencia de lo occidental y lo moderno, se encuentran con que la Unión Europea apoya a la democracia islámica del Partido de la Justicia y el Desarrollo. Un amargo trágala.
En cualquier caso, la pugna política es entre una derecha y un centro, “islamista” o lo que se quiera, que es un centro derecha. Lógicamente, ambos estamentos políticos representan cada uno a clases medias diferentes destinadas a converger ¿Es suficiente eso para encarrilar a Turquía?
El objetivo más razonable habría de ser que en ese país se reconfigurara el sistema político y se constituyera un sistema de partidos equilibrado, adaptados a la realidad turca y alejados de nostalgias de épocas que no volverán.
La decisión del Tribunal Constitucional turco de no ilegalizar al partido del Gobierno es, junto con la detención de Radovan Karadzic, una de las buenas noticias de este verano, y ambas están relacionadas con el intento de retomar el buen pulso del proceso de integración europea. Los agoreros podrán decir que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) sólo se salvó por un voto, pero en realidad, pistas aquí y allá venían indicando que se estaba produciendo algún tipo de acuerdo de Estado para evitar la catástrofe. Además, es muy probable que la discreta mediación de la UE haya sido el mejor bálsamo para tranquilizar los ánimos e incluso para recuperar la confianza en el maltrecho proceso de integración europea en los Balcanes y Anatolia.
Recapitulemos: el pasado mes de abril, el Tribunal Constitucional aceptó la denuncia de la fiscalía turca para poner fuera de la ley al Gobierno democrático del AKP, que dirige Erdogan, por presuntas actividades “antilaicas”. Llevar al extremo la teoría de la supuesta agenda oculta del Gobierno Erdogan para hacer de Turquía una república islámica generó esta situación surrealista.
De hecho, la intentona judicial resultaba suicida, porque Bruselas no le hubiera perdonado a los sectores “laicos”, nacionalistas o ultraderechistas, que desestabilizaran a Turquía justo en este momento, cuando las posibilidades de ingreso del país en la UE empezaban a cobrar impulso. El daño hubiera sido devastador, dado que esos sectores de oposición no presentan un frente unido, no poseen un proyecto político moderno, no podrían llevar a Turquía a la UE y desequilibrarían al país de modo irremisible y durante años.
Mientras tanto, el Gobierno se mantuvo firme y respondió a la presión con la detención de un tinglado de conspiradores de extrema derecha: la denominada red Ergenekon. El mensaje era bien claro: el establishment laico sí poseía una agenda oculta, y no el vilipendiado Gobierno islamista. Pero si bien el contraataque no carecía de lógica, resultaba básicamente inapropiado mantenerlo siquiera a medio plazo. Porque los turcos no tenían por qué ir hacia la autoaniquilación política en nombre de la pugna entre dos estamentos político-sociales que no son tan diferentes entre sí.
Por un lado se nos habla de los “sectores laicos” u “oposición secular” de forma genérica, lo que pretende una identificación con la modernidad y hasta el progresismo. Pero esta oposición también asocia a militares de rancia tradición golpista y a jueces conservadores. En realidad, ese campo (que actualmente abarca en torno al 25 o el 27% de la población) define lo que en muchos países europeos se conoce como la derecha nacionalista, que integra desde posturas centristas hasta actitudes neofascistas. El Partido Republicano del Pueblo, sólo a medias heredero del que fundara en su día Atatürk, ve peligrar su presencia en la Internacional Socialista ante lo que este organismo considera netas posturas nacionalistas y poco más.
El Partido de la Justicia y el Desarrollo, en el Gobierno y con una amplia mayoría parlamentaria, suele ser tildado de “islamista moderado”. En realidad, a la luz de la experiencia política occidental, podría ser definido de forma más precisa como demócrata-islámico, con un perfil ideológico y una base social muy similares a los que en su día tuvieron los demócrata-cristianos europeos. Es evidente que el actual Gobierno no hace feliz a la izquierda turca, y es normal que sea así; pero el problema real reside en el hecho de que en Turquía esa última opción está muy desdibujada.
Por tanto, estamos ante una transición política, y con las consabidas tensiones que implica un relevo, en el cual los que resisten al cambio se aferran a los viejos hábitos de la cultura política en extinción y no tienen apenas proyectos coherentes de futuro. En Turquía la extrema derecha ha llegado a lanzar propuestas de “irse con Rusia” y fantasías panturquistas de similar calado. El golpe militar parece descartado hasta que se redefina la política norteamericana hacia Oriente Medio, y para eso hay que esperar a las elecciones en la gran potencia. Pero lo evidente es que todo ese coro de voces conecta con los lamentos de un estrato social que se hizo con el poder institucional en tiempos del kemalismo clásico y ahora pretende vender caros sus sillones y prebendas. Al otro lado, los que han ido tomando el relevo desde 2002 cuentan con el respaldo de Bruselas, lo cual amarga aún más a la derecha “laica”. Es más que comprensible: tras décadas identificando sus posiciones políticas con la esencia de lo occidental y lo moderno, se encuentran con que la Unión Europea apoya a la democracia islámica del Partido de la Justicia y el Desarrollo. Un amargo trágala.
En cualquier caso, la pugna política es entre una derecha y un centro, “islamista” o lo que se quiera, que es un centro derecha. Lógicamente, ambos estamentos políticos representan cada uno a clases medias diferentes destinadas a converger ¿Es suficiente eso para encarrilar a Turquía?
El objetivo más razonable habría de ser que en ese país se reconfigurara el sistema político y se constituyera un sistema de partidos equilibrado, adaptados a la realidad turca y alejados de nostalgias de épocas que no volverán.
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