Por Donato Ndongo-Bidyogo, escritor y periodista guineano (EL PAÍS, 04/08/08):
Teodoro Obiang, presidente de Guinea Ecuatorial, acaba de cumplir 29 años en el poder. Ocupó la presidencia el 3 de agosto de 1979, tras derrocar y fusilar a su tío Francisco Macías, el primer mandatario que tuvo el país tras independizarse de España. Obiang obtuvo el beneplácito de casi todos, guineanos y extranjeros, al poner fin a una tiranía oprobiosa. Parecía conciliador: prometió libertad, reconstruir un país devastado tras once años de terror, el retorno de los exiliados y la reconciliación. Negó que el suyo fuera un golpe de Estado; lo llamó “golpe de libertad”.
Pura falacia. No se rebeló por patriotismo o piedad por su pueblo; entonces teniente coronel y viceministro de Defensa, Obiang actuó por miedo y ambición. El Tigre recelaba del poder acumulado por su sobrino, iba a sustituirle por uno de sus hijos formado en un país comunista, y el valido atacó antes de ser cesado.
Cuando afirmó que devolvería la soberanía al pueblo y no se perpetuaría en el poder, la mayoría le creyó. Pocos nos manifestamos escépticos, no por radicales, sino porque analizamos su historial: había sido la mano derecha de Macías y el brazo ejecutor de su política sanguinaria.
Pese a su empeño en lavar su imagen a golpe de petrodólares, la realidad está ahí: poco después de la independencia, Obiang ejecutó a Bonifacio Ondo Edu, el presidente de la Guinea autónoma y candidato presidencial. En 1975, Macías abandonó la isla de Bioco temiendo una invasión nigeriana, y se retiró a Bata y luego a su aldea natal. Sólo regresaría a la capital para ser juzgado y ajusticiado. En esos cuatro años, la isla, sus habitantes, las fincas de cacao y demás “bienes abandonados” por los colonos españoles, quedaron a merced del virrey Obiang, quien fue eliminando a todos los militares y civiles destacados. Desaparecieron varios compañeros de cursillo en la Academia Militar de Zaragoza, y políticos como Job Obiang, Buenaventura Ochaga, Jesús Alfonso Oyono o el sacerdote José Esono. Se conocen, pero no interesa que se recuerden, hechos como la brutal represión contra aldeanos bubis en Basakato del Este.
Tales tropelías se atribuían a Macías, pero éste supo de muchas de ellas después de consumadas. En su proceso -anotaron observadores internacionales asistentes-, Macías quiso delimitar las responsabilidades (”Yo era jefe de Estado, no jefe de cárcel”, dijo), pero el tribunal militar, cumpliendo órdenes, le impidió hablar.
Para quienes conocíamos estos antecedentes, era difícil creer que libertad y desarrollo llegasen de la mano del nuevo amo; pero se acalló la discrepancia para que Obiang consolidara su poder. Si quienes podían hubiesen ejercido la presión necesaria, todo sería distinto.
Pocos dirigentes han tenido tantas oportunidades como Obiang. Durante 29 años ha gozado de la benevolencia de la comunidad internacional. Un país de medio millón de habitantes recibe asistencia de casi todas las naciones prósperas del mundo, sin que tan nutrida cooperación se note en la vida cotidiana del pueblo. Desde 1991, Guinea Ecuatorial produce ingentes riquezas, petróleo y gas, cuyos beneficios acapara la “familia presidencial”, mientras la gente vegeta en una miseria espantosa; no hay agua potable ni en la capital, y los apagones eléctricos duran meses.
En casi tres décadas de absolutismo, Obiang no ha resuelto un solo problema, pero ha creado muchos: país exportador de madera, los niños deben llevar los bancos a la escuela si no quieren sentarse en el puro suelo; la sanidad no existe, pues los jerarcas del sistema son dueños de los hospitales dignos de tal nombre y, en todo caso, resultan inasequibles por caros; mientras, los poderosos salen al exterior a la más mínima dolencia. No hay una sola librería, cine ni teatro; los medios de comunicación son estatales, o pertenecen a familiares del Jefe. Las únicas expansiones del guineano son alcohol y sexo.
Crece la disidencia en las minorías étnicas. Torturas y suicidios son habituales en comisarías y cárceles; pese a los indultos propagandísticos, hay presos políticos; no es exagerado considerar el país entero un campo de concentración en el que nada ni nadie se mueve salvo por voluntad de Obiang. La corrupción, el nepotismo y el tribalismo son de antología. Retrocede el desarrollo político: el Libertador gana las elecciones con el 99,9% de los sufragios, y lo controla todo, hasta las transferencias bancarias. Jefe del Ejército y de las fuerzas de seguridad, nombra y cesa a ministros, jueces, diputados y funcionarios.
Su errática política exterior crea conflictos por doquier. Obiang es un autócrata apestado, según demuestran su gira latinoamericana de principios de año, o el seísmo provocado en Uruguay por la sola mención de su posible presencia en la toma de posesión del presidente electo. Se amistó con lo peor de África, Robert Mugabe, el tirano de Zimbabue, y Denis Sassou-Nguesso, el liberticida de Brazzaville.
¿Qué esperar de quien afirma que sólo ocupará su silla aquel que haga lo que él hizo? Nunca dejará el poder: consciente de su trayectoria, tiene pánico a los tribunales. Así impuso en la Constitución -pergeñada a finales de 1991 para distraer a Felipe González- una cláusula perversa: no podrá ser juzgado por actos cometidos “antes, durante y después de su mandato”.
Teodoro Obiang, presidente de Guinea Ecuatorial, acaba de cumplir 29 años en el poder. Ocupó la presidencia el 3 de agosto de 1979, tras derrocar y fusilar a su tío Francisco Macías, el primer mandatario que tuvo el país tras independizarse de España. Obiang obtuvo el beneplácito de casi todos, guineanos y extranjeros, al poner fin a una tiranía oprobiosa. Parecía conciliador: prometió libertad, reconstruir un país devastado tras once años de terror, el retorno de los exiliados y la reconciliación. Negó que el suyo fuera un golpe de Estado; lo llamó “golpe de libertad”.
Pura falacia. No se rebeló por patriotismo o piedad por su pueblo; entonces teniente coronel y viceministro de Defensa, Obiang actuó por miedo y ambición. El Tigre recelaba del poder acumulado por su sobrino, iba a sustituirle por uno de sus hijos formado en un país comunista, y el valido atacó antes de ser cesado.
Cuando afirmó que devolvería la soberanía al pueblo y no se perpetuaría en el poder, la mayoría le creyó. Pocos nos manifestamos escépticos, no por radicales, sino porque analizamos su historial: había sido la mano derecha de Macías y el brazo ejecutor de su política sanguinaria.
Pese a su empeño en lavar su imagen a golpe de petrodólares, la realidad está ahí: poco después de la independencia, Obiang ejecutó a Bonifacio Ondo Edu, el presidente de la Guinea autónoma y candidato presidencial. En 1975, Macías abandonó la isla de Bioco temiendo una invasión nigeriana, y se retiró a Bata y luego a su aldea natal. Sólo regresaría a la capital para ser juzgado y ajusticiado. En esos cuatro años, la isla, sus habitantes, las fincas de cacao y demás “bienes abandonados” por los colonos españoles, quedaron a merced del virrey Obiang, quien fue eliminando a todos los militares y civiles destacados. Desaparecieron varios compañeros de cursillo en la Academia Militar de Zaragoza, y políticos como Job Obiang, Buenaventura Ochaga, Jesús Alfonso Oyono o el sacerdote José Esono. Se conocen, pero no interesa que se recuerden, hechos como la brutal represión contra aldeanos bubis en Basakato del Este.
Tales tropelías se atribuían a Macías, pero éste supo de muchas de ellas después de consumadas. En su proceso -anotaron observadores internacionales asistentes-, Macías quiso delimitar las responsabilidades (”Yo era jefe de Estado, no jefe de cárcel”, dijo), pero el tribunal militar, cumpliendo órdenes, le impidió hablar.
Para quienes conocíamos estos antecedentes, era difícil creer que libertad y desarrollo llegasen de la mano del nuevo amo; pero se acalló la discrepancia para que Obiang consolidara su poder. Si quienes podían hubiesen ejercido la presión necesaria, todo sería distinto.
Pocos dirigentes han tenido tantas oportunidades como Obiang. Durante 29 años ha gozado de la benevolencia de la comunidad internacional. Un país de medio millón de habitantes recibe asistencia de casi todas las naciones prósperas del mundo, sin que tan nutrida cooperación se note en la vida cotidiana del pueblo. Desde 1991, Guinea Ecuatorial produce ingentes riquezas, petróleo y gas, cuyos beneficios acapara la “familia presidencial”, mientras la gente vegeta en una miseria espantosa; no hay agua potable ni en la capital, y los apagones eléctricos duran meses.
En casi tres décadas de absolutismo, Obiang no ha resuelto un solo problema, pero ha creado muchos: país exportador de madera, los niños deben llevar los bancos a la escuela si no quieren sentarse en el puro suelo; la sanidad no existe, pues los jerarcas del sistema son dueños de los hospitales dignos de tal nombre y, en todo caso, resultan inasequibles por caros; mientras, los poderosos salen al exterior a la más mínima dolencia. No hay una sola librería, cine ni teatro; los medios de comunicación son estatales, o pertenecen a familiares del Jefe. Las únicas expansiones del guineano son alcohol y sexo.
Crece la disidencia en las minorías étnicas. Torturas y suicidios son habituales en comisarías y cárceles; pese a los indultos propagandísticos, hay presos políticos; no es exagerado considerar el país entero un campo de concentración en el que nada ni nadie se mueve salvo por voluntad de Obiang. La corrupción, el nepotismo y el tribalismo son de antología. Retrocede el desarrollo político: el Libertador gana las elecciones con el 99,9% de los sufragios, y lo controla todo, hasta las transferencias bancarias. Jefe del Ejército y de las fuerzas de seguridad, nombra y cesa a ministros, jueces, diputados y funcionarios.
Su errática política exterior crea conflictos por doquier. Obiang es un autócrata apestado, según demuestran su gira latinoamericana de principios de año, o el seísmo provocado en Uruguay por la sola mención de su posible presencia en la toma de posesión del presidente electo. Se amistó con lo peor de África, Robert Mugabe, el tirano de Zimbabue, y Denis Sassou-Nguesso, el liberticida de Brazzaville.
¿Qué esperar de quien afirma que sólo ocupará su silla aquel que haga lo que él hizo? Nunca dejará el poder: consciente de su trayectoria, tiene pánico a los tribunales. Así impuso en la Constitución -pergeñada a finales de 1991 para distraer a Felipe González- una cláusula perversa: no podrá ser juzgado por actos cometidos “antes, durante y después de su mandato”.
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