jueves, agosto 07, 2008

Eutanasia, Iglesia, libertad

Por Salvador Pániker, filósofo y presidente de la Asociación Derecho a Morir Dignamente (EL PAÍS, 04/08/08):

Al doctor Luis Montes

No creo que la aprobación de una ley de eutanasia voluntaria, similar a las que ya rigen en Holanda, Bélgica o Luxemburgo, hiciera perder las próximas elecciones generales al Partido Socialista. Al contrario. Un 80% de los españoles, según una reciente encuesta de Metroscopia, está a favor del derecho a la eutanasia activa para los enfermos incurables. Lo cual significa que si todos los partidos políticos permitieran que sus diputados votaran en este tema con libertad de conciencia, la mayoría sería aplastante.

Conviene insistir en algo muy obvio: la eutanasia voluntaria es un derecho humano, un derecho humano de la primera generación de derechos humanos, un derecho de libertad. Es un derecho, no un deber. Pero ya se sabe que el Gobierno socialista no quiere multiplicar sus frentes de batalla con la Iglesia católica. Y ahí es donde pueden ser útiles algunas consideraciones. En primer lugar, conviene recordar que buena parte de los católicos está a favor del derecho a la eutanasia y en contra de las consignas del Vaticano. Como en tantas otras cuestiones (piénsese en el tema del control de la natalidad, sin ir más lejos). En segundo lugar, cabe preguntar: ¿por qué la Iglesia católica -al menos la oficial- se opone tan ferozmente a la eutanasia? La respuesta parece clara: porque si se generaliza la práctica de la eutanasia voluntaria, si se desdramatiza el acto de morir, la Iglesia pierde poder. La Iglesia siempre ha fomentado una teología del terror a la muerte, reservándose para ella el control de las postrimerías. En consecuencia, la Iglesia tolera mal la secularización desdramatizada del morir que supone la eutanasia. (Probablemente, los hombres de la Iglesia “proyectan” su propio terror a la muerte y tratan de exorcizar su ansiedad -y en el fondo su increencia- aferrándose fanáticamente a la doctrina oficial. Las verdades absolutas “protegen”).

Añadamos, de pasada, que la Iglesia siempre ha sido prisionera de su pretendido monopolio teológico de la verdad, lo cual la ha conducido a inmiscuirse en cuestiones que no le competen. Así, por ejemplo, ya san Ambrosio, en el siglo IV, se oponía a los preceptos de la medicina por ser contrarios a la “ciencia celestial” y al poder de la plegaria. Lo mismo pensaba, siglos más tarde, el arrebatado san Bernardo de Claraval. Y hasta el siglo XVI estuvo condenada por la autoridad eclesiástica la disección de cadáveres y el estudio de la anatomía. Y ya a finales del siglo XVIII, el magisterio de las iglesias cristianas se opuso a la vacuna antivariólica porque entendía que la viruela era un castigo divino, y el hombre no debía sustraerse a ese castigo. (Con la misma lógica se prohibió desviar elcurso de los ríos porque ello significaba “corregir la obra de Dios”). Y en el XIX las mismas iglesias se opusieron a la utilización de la anestesia en los partos. Y actualmente se oponen a la investigación con células madre, a la planificación familiar, al uso del preservativo para combatir el sida, etcétera.

Y no olvidemos, claro está, que hasta hace cuatro días la Iglesia condenaba la libertad de conciencia, la libertad de enseñanza, la libertad de reunión, la democracia, el socialismo, el sindicalismo, el liberalismo y los derechos humanos. Lo de la lucha contra la eutanasia no es, por tanto, más que un nuevo episodio dentro de esta costumbre milenaria que tiene la Iglesia de intentar conservar su poder inmiscuyéndose en asuntos que no le incumben.

En España, la Ley General de Sanidad de 1986 (siendo ministro Ernest Lluch) reconoce ya los “derechos del enfermo” y preconiza la práctica del “consentimiento informado”. (Esta normativa fue actualizada en noviembre de 2002 con una Ley de Autonomía del Paciente). Por otra parte, desde noviembre de l995, tenemos un nuevo Código Penal en el que de hecho se despenaliza la eutanasia pasiva y se rebajan sustancialmente las penas a quienes ayuden a morir a otra persona, por la petición expresa de ésta, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que condujera necesariamente a su muerte, o que produjera “graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar” (artículo 143).

Ahora bien, una nueva ley debería contemplar no sólo la despenalización de la eutanasia pasiva sino la de la activa. Y no sólo el caso de los enfermos terminales, sino también el de los crónicos. Recordemos que el más célebre y lúcido caso de defensa del derecho a la eutanasia fue en España el de un enfermo crónico y no terminal. Me refiero al tetrapléjico gallego Ramón Sampedro, de cuyo suicidio (médicamente no asistido) se cumplieron hace poco 10 años.

Ello es que la Ley de Autonomía del Paciente, conducida hasta su límite, aboca al derecho de cada persona a decidir libre y racionalmente cuando quiere terminar con su vida, se encuentre o no en situación de enfermedad terminal. No es un tema nuevo. Ya el viejo emperador Marco Aurelio escribió que “una de las funciones más nobles de la razón es la de saber cuándo ha llegado el momento de abandonar este mundo”. Y Montaigne: “Cuanto más voluntaria la muerte, más bella”. También en la famosa Utopía de Tomás Moro -un hombre, no se olvide, canonizado por la Iglesia católica- había un lugar para la eutanasia.

El caso es que conviene entender de una vez -en contra de las voces demagógicas que plantean la cuestión en blanco y negro- que, en las situaciones de eutanasia activa, la alternativa no es entre vida y muerte, sino entre dos clases de muerte: una rápida y dulce, y otra lenta y degradante. Por otra parte, allí donde hay transparencia informativa -casos de Bélgica y Holanda- es donde menos abusos se producen. No hay ninguna evidencia de que en Holanda hayan aumentado las eutanasias involuntarias; más bien al contrario. (De hecho, en Holanda está completamente protegida la vida: hay penas de hasta 12 años de cárcel para quien practique la eutanasia sin el consentimiento del enfermo). Lo que sí existe en Holanda es una total transparencia informativa y muchísimos más controles legales que en otros países -donde sí es habitual la eutanasia clandestina-.

Por todo lo expuesto, a uno le parece laudable que en el último congreso del PSOE se haya aprobado al fin un texto titulado Derecho a una muerte digna, en el que, aparte de recomendar los cuidados paliativos (bienvenidos sean), se propugna un debate sobre la regulación legal del “derecho de los pacientes afectados por determinadas enfermedades terminales o invalidantes a obtener ayuda para poner fin a su vida”. (Subrayo lo de invalidantes porque deja la puerta abierta a los casos, antes mencionados, de enfermos crónicos). En fin, está claro, a mi juicio, que la sociedad española está madura para una ley de eutanasia voluntaria, y que la propia Iglesia católica no perdería nada reconsiderando sus presupuestos teológicos. La Iglesia debería comprender que oponerse a la eutanasia voluntaria equivale a estar en contra de la libertad y en favor de la tortura.

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