Por Félix de Azúa, escritor (EL PAÍS, 29/05/08):
Estaba yo haciendo la cola del supermercado de mi barrio ginebrino cuando la persona que me precedía se giró lentamente y me miró a los ojos. Era un colosal derelicto de los que aquí llaman “sin domicilio fijo”. No medía menos de dos metros y su envergadura superaba la de un lanzador de martillo. Con la cara cruzada de cicatrices y heridas recientes en nariz y labios, sostenía una lata de cerveza con mano tan temblorosa que al abrirla debió de explotar un géiser. Entonces me susurró con voz rasposa: “Perdone, caballero, voy a cambiar de fila porque creo que han abierto la caja contigua”. Así lo hizo, alzando los brazos como una bailarina y encogiendo la barriga para no rozarme.
La buena educación, el respeto al prójimo, es el rasgo identitario más acusado de los suizos, nativos o inmigrantes. Aquí es impensable que alguien te grite o te empuje, ni siquiera en los tranvías cuando van repletos. Negros, blancos y verdes, rapados, pinchados, en cueros y con látigo, todos practican un baile minimalista para dejar pasar, subir, bajar, colocar el cochecito, los esquís, las bolsas, los patines o el perro. Cada minúsculo movimiento va acompañado de un canto gregoriano: “Pardon, monsieur”, “s’il vous plaŒt, madame”, “je suis desolé”, “excusez moi”. Los que así se expresan son a veces tipos tremendos, conspicuos miembros de un gang albanokosovar, pero han aprendido que aquí es peligroso hacerse el chulo. Puedes asesinar, y de hecho lo hacen, pero no abusar del vecino en la vida corriente y a la vista del público.
He vivido durante tres meses en el barrio de las putas de Ginebra, un lugar mucho más agradable, limpio y silencioso que los barrios burgueses de Barcelona o Madrid. Por la noche, a las ebúrneas etíopes y brasileñas se les unen los camellos, negros pequeñajos en el estadio terminal de la delincuencia. Nunca hay peleas o barullo. Solo los domingos por la mañana he visto a veces grupos que disputan a voces y se amenazan bestialmente, pero son africanos ricos, con gordos automóviles y esposas aún más gordas cubiertas de joyas y amuebladas de Dolce&Gabbana. Estos sí son peligrosos. Se hospedan en los lujosos hoteles del lago, compran o venden armas, y los sábados organizan saraos en el barrio caliente que siempre acaban mal. Los ricos son cada día más peligrosos, aquí y en el mundo entero.
EN UNA CRÓNICA anterior comenté que lo único que une a los suizos alemanes, franceses, italianos y romanches, todos ellos rotundamente educados e independientes, era la poderosa máquina bancaria. Amigos del lugar me afearon el tópico. Los grandes complejos financieros, decían, son tan criminales en Nueva York o Londres como aquí. Bueno, añadían, en Londres más que en ningún otro lugar. Tienen razón. En la crónica mencionada me faltaba añadir un detalle. Los directores de los mayores bancos y multinacionales suizos, sobre todo químicas y farmacéuticas, son altos mandos del Ejército.
En su imprescindible La Place de la Concorde Suisse (creo que solo hay edición inglesa), John McPhee escribió unas crónicas para el New Yorker que, a pesar del tiempo transcurrido, siguen siendo lo mejor que puede leerse sobre un asunto rigurosamente secreto. El periodista americano logró entrevistar a un puñado de altos mandos (aunque los nombres de la oficialidad no son del dominio público) y seguir a un batallón en sus ejercicios anuales. Por su cuenta, logró informaciones que quizá no fueran muy del agrado de los militares, como la fina permeabilidad entre grandes negocios y altas jerarquías castrenses. En realidad, como ya dije, la Confederación está controlada por un puñado de familias, en su mayoría alemánicas. La red financiera e industrial cuenta con la tutela de uno de los mejores ejércitos del mundo. La confederación es inquebrantable.
Cuenta McPhee que en el interior de pintorescas granjas, en paisajes bucólicos, en la espesura de los bosques, hay tanques, depósitos de dinamita, artillería pesada e incluso hangares para reactores. No he vuelto a ver a las vacas con los mismos ojos tras leerle. Aunque todo es alto secreto, al parecer la confederación puede poner en posición de ataque un contingente de 650.000 hombres en 30 horas. Como es bien sabido, el servicio militar dura aquí toda la vida, de modo que los soldados están listos para el combate y armados hasta los dientes mientras ven la tele con los niños. A nadie ha de extrañar que el Ejército de Israel sea una copia del suizo: lo han imitado hasta el último detalle.
TODO LO cual puede parecer uno de aquellos artículos izquierdoides de Paul M. Sweezy (hoy Chomsky) sobre la conspiración militar-industrial. Nada de eso. La criminalidad se encuentra tan extendida que ya nadie está a salvo. En la España de Zapatero, pánfila, pacifista, solidaria, tuvo que penetrar el otro día un comando de Greenpeace en una fábrica de bombas racimo para que nos enteráramos de que exportamos uno de los artículos más repugnantes del armamento actual. Así que, dado que nos van a matar de todos modos, el ciudadano solo puede exigir que por lo menos los criminales sean educados y gentiles. Razón por la cual, si yo pudiera, viviría en Suiza. Me faltan 300 millones de euros, lo que me obliga a dejar este país. Y estoy desolado.
Estaba yo haciendo la cola del supermercado de mi barrio ginebrino cuando la persona que me precedía se giró lentamente y me miró a los ojos. Era un colosal derelicto de los que aquí llaman “sin domicilio fijo”. No medía menos de dos metros y su envergadura superaba la de un lanzador de martillo. Con la cara cruzada de cicatrices y heridas recientes en nariz y labios, sostenía una lata de cerveza con mano tan temblorosa que al abrirla debió de explotar un géiser. Entonces me susurró con voz rasposa: “Perdone, caballero, voy a cambiar de fila porque creo que han abierto la caja contigua”. Así lo hizo, alzando los brazos como una bailarina y encogiendo la barriga para no rozarme.
La buena educación, el respeto al prójimo, es el rasgo identitario más acusado de los suizos, nativos o inmigrantes. Aquí es impensable que alguien te grite o te empuje, ni siquiera en los tranvías cuando van repletos. Negros, blancos y verdes, rapados, pinchados, en cueros y con látigo, todos practican un baile minimalista para dejar pasar, subir, bajar, colocar el cochecito, los esquís, las bolsas, los patines o el perro. Cada minúsculo movimiento va acompañado de un canto gregoriano: “Pardon, monsieur”, “s’il vous plaŒt, madame”, “je suis desolé”, “excusez moi”. Los que así se expresan son a veces tipos tremendos, conspicuos miembros de un gang albanokosovar, pero han aprendido que aquí es peligroso hacerse el chulo. Puedes asesinar, y de hecho lo hacen, pero no abusar del vecino en la vida corriente y a la vista del público.
He vivido durante tres meses en el barrio de las putas de Ginebra, un lugar mucho más agradable, limpio y silencioso que los barrios burgueses de Barcelona o Madrid. Por la noche, a las ebúrneas etíopes y brasileñas se les unen los camellos, negros pequeñajos en el estadio terminal de la delincuencia. Nunca hay peleas o barullo. Solo los domingos por la mañana he visto a veces grupos que disputan a voces y se amenazan bestialmente, pero son africanos ricos, con gordos automóviles y esposas aún más gordas cubiertas de joyas y amuebladas de Dolce&Gabbana. Estos sí son peligrosos. Se hospedan en los lujosos hoteles del lago, compran o venden armas, y los sábados organizan saraos en el barrio caliente que siempre acaban mal. Los ricos son cada día más peligrosos, aquí y en el mundo entero.
EN UNA CRÓNICA anterior comenté que lo único que une a los suizos alemanes, franceses, italianos y romanches, todos ellos rotundamente educados e independientes, era la poderosa máquina bancaria. Amigos del lugar me afearon el tópico. Los grandes complejos financieros, decían, son tan criminales en Nueva York o Londres como aquí. Bueno, añadían, en Londres más que en ningún otro lugar. Tienen razón. En la crónica mencionada me faltaba añadir un detalle. Los directores de los mayores bancos y multinacionales suizos, sobre todo químicas y farmacéuticas, son altos mandos del Ejército.
En su imprescindible La Place de la Concorde Suisse (creo que solo hay edición inglesa), John McPhee escribió unas crónicas para el New Yorker que, a pesar del tiempo transcurrido, siguen siendo lo mejor que puede leerse sobre un asunto rigurosamente secreto. El periodista americano logró entrevistar a un puñado de altos mandos (aunque los nombres de la oficialidad no son del dominio público) y seguir a un batallón en sus ejercicios anuales. Por su cuenta, logró informaciones que quizá no fueran muy del agrado de los militares, como la fina permeabilidad entre grandes negocios y altas jerarquías castrenses. En realidad, como ya dije, la Confederación está controlada por un puñado de familias, en su mayoría alemánicas. La red financiera e industrial cuenta con la tutela de uno de los mejores ejércitos del mundo. La confederación es inquebrantable.
Cuenta McPhee que en el interior de pintorescas granjas, en paisajes bucólicos, en la espesura de los bosques, hay tanques, depósitos de dinamita, artillería pesada e incluso hangares para reactores. No he vuelto a ver a las vacas con los mismos ojos tras leerle. Aunque todo es alto secreto, al parecer la confederación puede poner en posición de ataque un contingente de 650.000 hombres en 30 horas. Como es bien sabido, el servicio militar dura aquí toda la vida, de modo que los soldados están listos para el combate y armados hasta los dientes mientras ven la tele con los niños. A nadie ha de extrañar que el Ejército de Israel sea una copia del suizo: lo han imitado hasta el último detalle.
TODO LO cual puede parecer uno de aquellos artículos izquierdoides de Paul M. Sweezy (hoy Chomsky) sobre la conspiración militar-industrial. Nada de eso. La criminalidad se encuentra tan extendida que ya nadie está a salvo. En la España de Zapatero, pánfila, pacifista, solidaria, tuvo que penetrar el otro día un comando de Greenpeace en una fábrica de bombas racimo para que nos enteráramos de que exportamos uno de los artículos más repugnantes del armamento actual. Así que, dado que nos van a matar de todos modos, el ciudadano solo puede exigir que por lo menos los criminales sean educados y gentiles. Razón por la cual, si yo pudiera, viviría en Suiza. Me faltan 300 millones de euros, lo que me obliga a dejar este país. Y estoy desolado.
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