Por Esther Bendahan, escritora marroquí y jefa de programación cultural de Casa Sefarad (EL PAÍS, 13/05/08):
Hace 60 años de la creación del Estado de Israel por una decisión de Naciones Unidas. Y a su vez, de la decisión de ese mismo organismo de crear un Estado palestino, que no fue aceptada por los interesados.
¿Necesidad histórica? ¿Sentimiento de culpa? Falta distancia para una única respuesta. Pero el tránsito de Israel de la memoria a la realidad supuso un cambio histórico esencial para la diáspora judía. Tras un exilio milenario, éste fue el acontecimiento más importante, causa de una transformación de su existencia y de su forma de enfrentarse al futuro. Las expulsiones y genocidios provocaban la huida o la desaparición, y un sentimiento de acusado sin culpa, como en El proceso de Kafka. Pero las generaciones judías posteriores a la formación del Estado de Israel tienen, y así lo perciben, una alternativa.
Israel otorga a estas comunidades una nueva oportunidad de ser. “En tanto que judío, estoy terriblemente concernido por la política y a la vez políticamente paralizado”. Esta paradoja, descrita por el ensayista francés Albert Memmi, es parte del reto del judío moderno en la diáspora. En tanto que judío francés o judío argentino, por citar algún ejemplo, se tiene una experiencia nueva: la pertenencia al propio Estado y la pertenencia sentimental a Israel. Y entonces aparece la parálisis. Israel protege; es en muchos casos un refugio. La diáspora se siente más segura que antes, pero esto da pie a una paradoja conflictiva y a veces paralizante. Aunque no hay posibilidad de participación política, se tiene un compromiso con Israel y también una responsabilidad con su evolución.
El retorno es la solución para la pertenencia, pero ese retorno supone a la vez un desapego y otro exilio. Impide el desarrollo del ser en el otro lugar. Vivimos una neurosis, dirá A. B. Yehoshua, causada por la complejidad de las identidades, participamos en lo que podría llamarse “identidades transversales”.
Israel también ha influido e influye en los movimientos migratorios de los judíos, que son el reflejo de la relación de sus países de nacimiento con Israel y que han supuesto un cambio sustancial en la ubicación de muchas comunidades. Según The Jewish People Policy Planning Institute (JPPPI), hay alrededor de 13 millones de judíos en el mundo y más de cinco millones de ellos viven en Israel. En Europa residen 1.200.000. Y mientras que la población judía en Alemania ha pasado de 30.000 en 1970 a 120.000 en 2007, fruto de una política activa contra el antisemitismo, en Francia, por el contrario, ha disminuido de 530.000 a 490.000, debido al surgimiento de brotes antijudíos protago-nizados por individuos relacionados con el islamismo radical. Por otra parte, de los casi 900.000 judíos que vivían en países árabes, casi la totalidad emigró a Israel en décadas recientes.
El resultado de esta evolución es la percepción de un Occidente cada vez más abierto donde, sin embargo, la diáspora vislumbra un peligro para el ciudadano judío, tanto el asentado en Europa como en América Latina (hay que recordar el trágico atentado del AMIA en Argentina, país de gran importancia cultural del que han emigrado unas 100.000 personas).
Se podría decir que Israel y los palestinos tienen claramente dos conflictos de distinta naturaleza: uno de carácter político por el territorio y otro de carácter mítico con un islam radical que pretende una aniquilación judía total. El primero necesita una solución política, el segundo debería ser combatido con la democracia y el derecho.
Para entender la diáspora judía hay que saber que la idea de Israel forma parte de la conciencia socio-religiosa del judaísmo. Y no únicamente desde el punto de vista religioso. En la Palestina gobernada por el imperio otomano y luego por el británico se mantuvo siempre una presencia judía. Tras la expulsión de España, Gracia Méndes (1510-1569) crea en Safed una comunidad sefardita: lleva allí a Isaac Luria, que impulsa La Cabalá. Pero la idea moderna de nación llega con un periodista, ¡quién mejor para conocer la actualidad y sus movimientos! Theodor Herzl (1860-1904) encuentra, a partir del caso Dreyfus, una solución política al anhelo del retorno a Sión. El Primer Congreso Sionista se celebró en Basilea el 29 de agosto de 1897, y su lema Si lo queréis, no será un sueño se concretó en 1948, cuando las Naciones Unidas deciden la formación de dos Estados en Palestina.
¿Fue inocente creer que podrían establecerse sin conflicto? Tal vez. La prueba es que, el mismo día de la proclamación de la independencia, Israel se enfrenta a su primera guerra cuando es atacado por gran número de naciones árabes. Pero si analizamos los hechos a partir de ese momento, y aunque el conflicto permanece, la situación es hoy distinta, Israel ha negociado la paz con Egipto o con Jordania, dos importantes vecinos, y el conflicto político se sitúa donde debió situarse desde el inicio: entre israelíes y palestinos.
Sin embargo, para los judíos de la diáspora nacidos después de la formación del Estado, es difícil decir “Israel tiene que…” con un pensamiento inocente. Aunque es necesario utilizar la fórmula de Perec: “obligarse a ver con más sencillez” para alejarse de los estereotipos. Honestamente, no sabría completar la frase. Hay mucho que solucionar dentro de la democracia israelí, como los derechos matrimoniales de las mujeres, la situación de los sefardíes o la formación de un Estado laico que respete lo religioso. Pero también hay que encontrar soluciones políticas que protejan a los israelíes sin olvidar los derechos de sus vecinos.
Desde fuera, paralizados, debatimos en busca del equilibrio entre la posibilidad de hallar soluciones políticas justas para ambos pueblos: la necesidad de defenderse, la garantía de los derechos de protección de los ciudadanos frente al deseo de un arreglo justo entre israelíes y palestinos, el desarrollo de la responsabilidad frente al otro.
Preocupaciones comunes a los palestinos, que deben proteger a sus ciudadanos (sus hijos deben importar más que el ataque al enemigo) y, a pesar de la defensa, planificar las bases posibles y efectivas de un futuro Estado.
Ambas diásporas, la judía y la palestina, podrían aportar una mirada nueva y serena, apoyando un diálogo desde fuera adentro, en el que cada uno asuma la realidad del otro para vencer la herida, y diseñar un futuro responsabilizándose del propio destino. El único enemigo es la radicalización de las ideas. Ayudaría que los medios aportaran una información menos parcial, en la que unos y otros pudieran verse sin la obligación de defenderse.
Hoy, continuando la vía de encuentro iniciada por el escritor Amos Oz, entre otros, aparecen esperanzadoras voces en la parte palestina. Ali Abu Awwad, junto a Robi Damelin, familiares de víctimas de uno y otro lado, han realizado el documental Punto de encuentro y lideran un movimiento conjunto por la paz. Se abre una puerta a la esperanza y si lo queréis y lo queremos, no será un sueño.
La falta de esperanza puede llevar a la parálisis descrita por el escritor Herman Melville y encarnada en su personaje Barteleby, el escribiente, quien repetía: preferiría no hacerlo, y así deja de hacer, se detiene, muere. Y llega a esa situación seguramente porque trabaja en la Oficina de Cartas Muertas. Las diásporas judía y palestina tienen la obligación de leer a tiempo esas cartas.
Hace 60 años de la creación del Estado de Israel por una decisión de Naciones Unidas. Y a su vez, de la decisión de ese mismo organismo de crear un Estado palestino, que no fue aceptada por los interesados.
¿Necesidad histórica? ¿Sentimiento de culpa? Falta distancia para una única respuesta. Pero el tránsito de Israel de la memoria a la realidad supuso un cambio histórico esencial para la diáspora judía. Tras un exilio milenario, éste fue el acontecimiento más importante, causa de una transformación de su existencia y de su forma de enfrentarse al futuro. Las expulsiones y genocidios provocaban la huida o la desaparición, y un sentimiento de acusado sin culpa, como en El proceso de Kafka. Pero las generaciones judías posteriores a la formación del Estado de Israel tienen, y así lo perciben, una alternativa.
Israel otorga a estas comunidades una nueva oportunidad de ser. “En tanto que judío, estoy terriblemente concernido por la política y a la vez políticamente paralizado”. Esta paradoja, descrita por el ensayista francés Albert Memmi, es parte del reto del judío moderno en la diáspora. En tanto que judío francés o judío argentino, por citar algún ejemplo, se tiene una experiencia nueva: la pertenencia al propio Estado y la pertenencia sentimental a Israel. Y entonces aparece la parálisis. Israel protege; es en muchos casos un refugio. La diáspora se siente más segura que antes, pero esto da pie a una paradoja conflictiva y a veces paralizante. Aunque no hay posibilidad de participación política, se tiene un compromiso con Israel y también una responsabilidad con su evolución.
El retorno es la solución para la pertenencia, pero ese retorno supone a la vez un desapego y otro exilio. Impide el desarrollo del ser en el otro lugar. Vivimos una neurosis, dirá A. B. Yehoshua, causada por la complejidad de las identidades, participamos en lo que podría llamarse “identidades transversales”.
Israel también ha influido e influye en los movimientos migratorios de los judíos, que son el reflejo de la relación de sus países de nacimiento con Israel y que han supuesto un cambio sustancial en la ubicación de muchas comunidades. Según The Jewish People Policy Planning Institute (JPPPI), hay alrededor de 13 millones de judíos en el mundo y más de cinco millones de ellos viven en Israel. En Europa residen 1.200.000. Y mientras que la población judía en Alemania ha pasado de 30.000 en 1970 a 120.000 en 2007, fruto de una política activa contra el antisemitismo, en Francia, por el contrario, ha disminuido de 530.000 a 490.000, debido al surgimiento de brotes antijudíos protago-nizados por individuos relacionados con el islamismo radical. Por otra parte, de los casi 900.000 judíos que vivían en países árabes, casi la totalidad emigró a Israel en décadas recientes.
El resultado de esta evolución es la percepción de un Occidente cada vez más abierto donde, sin embargo, la diáspora vislumbra un peligro para el ciudadano judío, tanto el asentado en Europa como en América Latina (hay que recordar el trágico atentado del AMIA en Argentina, país de gran importancia cultural del que han emigrado unas 100.000 personas).
Se podría decir que Israel y los palestinos tienen claramente dos conflictos de distinta naturaleza: uno de carácter político por el territorio y otro de carácter mítico con un islam radical que pretende una aniquilación judía total. El primero necesita una solución política, el segundo debería ser combatido con la democracia y el derecho.
Para entender la diáspora judía hay que saber que la idea de Israel forma parte de la conciencia socio-religiosa del judaísmo. Y no únicamente desde el punto de vista religioso. En la Palestina gobernada por el imperio otomano y luego por el británico se mantuvo siempre una presencia judía. Tras la expulsión de España, Gracia Méndes (1510-1569) crea en Safed una comunidad sefardita: lleva allí a Isaac Luria, que impulsa La Cabalá. Pero la idea moderna de nación llega con un periodista, ¡quién mejor para conocer la actualidad y sus movimientos! Theodor Herzl (1860-1904) encuentra, a partir del caso Dreyfus, una solución política al anhelo del retorno a Sión. El Primer Congreso Sionista se celebró en Basilea el 29 de agosto de 1897, y su lema Si lo queréis, no será un sueño se concretó en 1948, cuando las Naciones Unidas deciden la formación de dos Estados en Palestina.
¿Fue inocente creer que podrían establecerse sin conflicto? Tal vez. La prueba es que, el mismo día de la proclamación de la independencia, Israel se enfrenta a su primera guerra cuando es atacado por gran número de naciones árabes. Pero si analizamos los hechos a partir de ese momento, y aunque el conflicto permanece, la situación es hoy distinta, Israel ha negociado la paz con Egipto o con Jordania, dos importantes vecinos, y el conflicto político se sitúa donde debió situarse desde el inicio: entre israelíes y palestinos.
Sin embargo, para los judíos de la diáspora nacidos después de la formación del Estado, es difícil decir “Israel tiene que…” con un pensamiento inocente. Aunque es necesario utilizar la fórmula de Perec: “obligarse a ver con más sencillez” para alejarse de los estereotipos. Honestamente, no sabría completar la frase. Hay mucho que solucionar dentro de la democracia israelí, como los derechos matrimoniales de las mujeres, la situación de los sefardíes o la formación de un Estado laico que respete lo religioso. Pero también hay que encontrar soluciones políticas que protejan a los israelíes sin olvidar los derechos de sus vecinos.
Desde fuera, paralizados, debatimos en busca del equilibrio entre la posibilidad de hallar soluciones políticas justas para ambos pueblos: la necesidad de defenderse, la garantía de los derechos de protección de los ciudadanos frente al deseo de un arreglo justo entre israelíes y palestinos, el desarrollo de la responsabilidad frente al otro.
Preocupaciones comunes a los palestinos, que deben proteger a sus ciudadanos (sus hijos deben importar más que el ataque al enemigo) y, a pesar de la defensa, planificar las bases posibles y efectivas de un futuro Estado.
Ambas diásporas, la judía y la palestina, podrían aportar una mirada nueva y serena, apoyando un diálogo desde fuera adentro, en el que cada uno asuma la realidad del otro para vencer la herida, y diseñar un futuro responsabilizándose del propio destino. El único enemigo es la radicalización de las ideas. Ayudaría que los medios aportaran una información menos parcial, en la que unos y otros pudieran verse sin la obligación de defenderse.
Hoy, continuando la vía de encuentro iniciada por el escritor Amos Oz, entre otros, aparecen esperanzadoras voces en la parte palestina. Ali Abu Awwad, junto a Robi Damelin, familiares de víctimas de uno y otro lado, han realizado el documental Punto de encuentro y lideran un movimiento conjunto por la paz. Se abre una puerta a la esperanza y si lo queréis y lo queremos, no será un sueño.
La falta de esperanza puede llevar a la parálisis descrita por el escritor Herman Melville y encarnada en su personaje Barteleby, el escribiente, quien repetía: preferiría no hacerlo, y así deja de hacer, se detiene, muere. Y llega a esa situación seguramente porque trabaja en la Oficina de Cartas Muertas. Las diásporas judía y palestina tienen la obligación de leer a tiempo esas cartas.
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