Por Fernando Point, cronista de EL MUNDO. Lleva 27 años ejerciendo la crítica de restaurantes en periódicos de ámbito nacional (EL MUNDO, 29/05/08):
Cuando el brutal encarecimiento de los alimentos provoca protestas en medio mundo y se habla ya de crisis alimentaria universal, puede parecer muy frívola una polémica entre cocineros de ringorrango que no dan de comer por menos de 100 o 150 euros. Y puede causar asombro la repercusión mediática y popular de este debate, cuando el 99% de la población no ha catado ni catará nunca un plato elaborado por Santi Santamaría o por Ferran Adrià… Pero, en más de un sentido, esta pelea entronca con aquella crisis y está sirviendo -en medio del estruendo y de las descalificaciones- para colocar sobre el tapete algunas cuestiones que van a pesar en el futuro sobre la forma de alimentarnos y la calidad de lo que comemos.
Naturalmente, el morbo del asunto nace de la decisión de Santamaría de buscar la confrontación en el terreno de la salubridad de la alta cocina moderna, al cuestionar en su libro La cocina al desnudo (Ed. Temas de Hoy) los efectos sobre la salud de aditivos que emplean Adrià y otros muchos modernistas. Y ha ardido Troya. Luego, el propio tres estrellas catalán matizaba su discurso en una agitada conferencia de prensa, pero lo matizaba… de aquella manera: «Yo no digo a nadie que no use esos productos, digo que informe. Yo no digo que son tóxicos, digo que tienen consecuencias indeseables». Y remachaba que lo preocupante son las altas dosis de algunos aditivos.
La realidad, en pocas palabras, es que Santamaría se ha equivocado de objetivo, dejándose llevar por la pasión con la que desde hace años combate el tecnicismo culinario. Carecen de peligro los espesantes y gelificantes que permiten hacer esas cosas tan curiosas (esferificaciones, gelatinas calientes…) y que concitan sus iras, o sazonadores como el glutamato monosódico. Más interesante es su propuesta de que los menús indiquen todos los ingredientes (como en Alemania, donde deben citarse los aditivos, o en Italia, donde debe avisarse de todo lo que sea congelado) si la llevamos al terreno de la cocina barata, muy industrializada, a base de conservas diversas, que se ofrece en comedores escolares o empresariales y demás refectorios públicos. Pero, claro, ahí no habría morbo ni titulares…
En el terreno de la alta cocina, donde se emplean en dosis homeopáticas aditivos de calidad, los verdaderos expertos lo tienen claro. (Y, por cierto, El Periódico descubría ayer aditivos de ésos que Santamaría denuncia… ¡hasta en recetas publicadas por Santamaría!).
Fuchsia Dunlop, escritora y cocinera británica, es sin duda la persona que mejor conoce en Occidente la cocina china; ha sido la única graduada extranjera en toda la historia del Instituto de Alta Cocina de Sichuan. El año pasado explicaba en The New York Times cómo había vencido sus prejuicios negativos sobre el glutamato monosódico, descubierto hace exactamente un siglo por el científico japonés Kikunae Ikeda:
«Fabricado industrialmente, el glutamato es una forma químicamente limpia de uno de los compuestos umami [el quinto sabor de la cocina oriental] que deleitan nuestras papilas gustativas cuando se encuentran de manera natural en el queso, el jamón o las algas, igual que la sal es una forma limpia de la salinidad del agua marina y el azúcar blanco lo es del dulzor de la caña de azúcar. ¿Va a ser peor para nosotros que la sal o el azúcar refinados?».
Por su parte, el doctor Raimundo García del Moral, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada y pionero de algunas de las técnicas culinarias de vanguardia que Santamaría reprueba, acaba de escribir (en el blog de internet www.lomejordelagastronomia.com) sobre los polímeros hidrocarbonados:
«A excepción de la metilcelulosa (que es un producto completamente atóxico procedente de la transformación química de la celulosa), los hidrocoloides empleados en la cocina de vanguardia (agar agar, alginatos, carragenanos, etcétera) se obtienen a partir de algas naturales, que curiosamente son utilizadas con profusión en la carta del restaurante Can Fabes [de Santamaría] y constituyen la base de la cocina japonesa, una de las más tradicionales y sanas del mundo. La diferencia principal entre los hidrocoloides de las algas y el almidón de los cereales, estructuralmente bastante similares, es que los primeros son acalóricos e insípidos, mientras que el segundo tiene gran poder energético -es decir, engorda- y cierto sabor dulce puesto que la enzima amilasa de la saliva lo transforma en glucosa. Por este último motivo, los hidropolímeros coloidales son una sólida alternativa para la dieta en la diabetes y la obesidad, que son las dos plagas más amenazadoras para la civilización del siglo XXI».
Según García del Moral, «la supuesta acción laxante de la metilcelulosa argüida para oponerse a su empleo en cocina, donde se usa a dosis tan bajas como 250 mg por plato, no es sino un efecto fibra equivalente al producido por la celulosa y que en condiciones normales es muy positivo para la mejora del tránsito intestinal».
Casi no hace falta añadir que las exquisitas setas silvestres están casi totalmente compuestas por celulosa, por lo que un festín otoñal o primaveral a base de hongos puede acarrear serios problemas digestivos. O que, consumidos en cantidades excesivas, el azúcar, la mantequilla o la carne de buey tienen efectos muy perniciosos. O que los largos menús de degustación de algunos restaurantes modernos que practican una cocina con raíces entroncada en el terruño, como la que defiende Santamaría, resultan ser una ruta del colesterol (la expresión es de García del Moral).
Más interesante para quien esté interesado por la gastronomía o sencillamente por la alimentación sería ver a dónde nos llevan las tendencias culinarias ahora en pugna. No nos engañemos: como la Fórmula Uno prefigura lo que luego se extiende a toda la industria del automóvil, la alta cocina lleva dos siglos marcando los cambios en la cocina burguesa y, a la larga, en todo lo que se come. Además, no olvidemos que la actual crisis alimentaria, como recalca Amartya Sen, Nobel de Economía, no nace de alguna hambruna bíblica, sino del encarecimiento provocado por un aumento de la demanda: es decir, se va viviendo mejor en el mundo, y se va consumiendo más. Se ha comido para poder vivir. Hoy, cada vez más, se puede vivir con la aspiración de comer mejor.
Existen, es cierto, dos escuelas en la cocina pública creativa. Una de ellas, más proclive a recordar sabores tradicionales a una clientela muchas veces nostálgica y a entroncarse en los productos de cada territorio, aunque desde la depuración técnica y la precisión de las cocciones que nos legó la Nueva Cocina francesa desde hace cuatro decenios. Es la de Santamaría, entre otros: nada que ver, por cierto, con el tradicionalismo puro en el que algunos despistados le colocan estos días. La otra está inspirada a la vez por algo muy oriental como es la obsesión con la textura de los alimentos (tan importante para los chinos y los japoneses como el sabor… o más) y por los estudios del físico-químico francés Hervé This. Explora sin cesar las formas de crear («deconstruir», según sus críticos; «construir», según This) platos y productos nuevos y sorprendentes, más por la textura y la apariencia que por los aromas o sabores. Ahí están Adrià, Andoni Luis Aduriz, Quique Dacosta, el francés Pierre Gagnaire, el británico Heston Blumenthal y muchos más.
Lo que sucede es que resulta artificioso establecer una frontera radical, nítida, entre las dos tendencias. La mayoría de los cocineros de terruño recurre a innovaciones técnicas, incluidos ciertos aditivos; la mayoría de los deconstructivistas, moleculares (expresión de This) o tecnoemocionales (feo palabro, promovido por un periodista, que parece extraído de un spot de Seat) hacen guiños a platos tradicionales y a productos de su entorno. Muy pocos, como Adrià, se han lanzado a la creación pura, sin echar el menor vistazo atrás a tradiciones o nostalgias. De ahí, a veces, saltos al vacío y resultados caricaturescos, que sí son criticables.
Este cronista siempre se ha sentido más cercano a la cocina que evoluciona que a la que rompe con todo. Pero ninguna es rechazable, ni es aceptable el poner puertas al campo como parece pretender ese gran cocinero pero equivocado ensayista que es Santamaría. No podemos ignorar tampoco el atractivo que hoy ejercen también -¡y no digamos entre los jóvenes!- cocinas exóticas como la japonesa o la tailandesa, sin mayor relación con nuestra memoria gustativa que la de Adrià. La innovación y la fusión han movido el progreso culinario. Y, si se generalizan la carestía o incluso la desaparición de tantos productos nobles que hoy observamos a diario, podemos estar seguros de que las técnicas moleculares se extenderán rápidamente para hacer más paladeables los pescados de piscifactoría, los pollos industriales y demás componentes, ¡ay!, de nuestra dieta del mañana.
Cuando el brutal encarecimiento de los alimentos provoca protestas en medio mundo y se habla ya de crisis alimentaria universal, puede parecer muy frívola una polémica entre cocineros de ringorrango que no dan de comer por menos de 100 o 150 euros. Y puede causar asombro la repercusión mediática y popular de este debate, cuando el 99% de la población no ha catado ni catará nunca un plato elaborado por Santi Santamaría o por Ferran Adrià… Pero, en más de un sentido, esta pelea entronca con aquella crisis y está sirviendo -en medio del estruendo y de las descalificaciones- para colocar sobre el tapete algunas cuestiones que van a pesar en el futuro sobre la forma de alimentarnos y la calidad de lo que comemos.
Naturalmente, el morbo del asunto nace de la decisión de Santamaría de buscar la confrontación en el terreno de la salubridad de la alta cocina moderna, al cuestionar en su libro La cocina al desnudo (Ed. Temas de Hoy) los efectos sobre la salud de aditivos que emplean Adrià y otros muchos modernistas. Y ha ardido Troya. Luego, el propio tres estrellas catalán matizaba su discurso en una agitada conferencia de prensa, pero lo matizaba… de aquella manera: «Yo no digo a nadie que no use esos productos, digo que informe. Yo no digo que son tóxicos, digo que tienen consecuencias indeseables». Y remachaba que lo preocupante son las altas dosis de algunos aditivos.
La realidad, en pocas palabras, es que Santamaría se ha equivocado de objetivo, dejándose llevar por la pasión con la que desde hace años combate el tecnicismo culinario. Carecen de peligro los espesantes y gelificantes que permiten hacer esas cosas tan curiosas (esferificaciones, gelatinas calientes…) y que concitan sus iras, o sazonadores como el glutamato monosódico. Más interesante es su propuesta de que los menús indiquen todos los ingredientes (como en Alemania, donde deben citarse los aditivos, o en Italia, donde debe avisarse de todo lo que sea congelado) si la llevamos al terreno de la cocina barata, muy industrializada, a base de conservas diversas, que se ofrece en comedores escolares o empresariales y demás refectorios públicos. Pero, claro, ahí no habría morbo ni titulares…
En el terreno de la alta cocina, donde se emplean en dosis homeopáticas aditivos de calidad, los verdaderos expertos lo tienen claro. (Y, por cierto, El Periódico descubría ayer aditivos de ésos que Santamaría denuncia… ¡hasta en recetas publicadas por Santamaría!).
Fuchsia Dunlop, escritora y cocinera británica, es sin duda la persona que mejor conoce en Occidente la cocina china; ha sido la única graduada extranjera en toda la historia del Instituto de Alta Cocina de Sichuan. El año pasado explicaba en The New York Times cómo había vencido sus prejuicios negativos sobre el glutamato monosódico, descubierto hace exactamente un siglo por el científico japonés Kikunae Ikeda:
«Fabricado industrialmente, el glutamato es una forma químicamente limpia de uno de los compuestos umami [el quinto sabor de la cocina oriental] que deleitan nuestras papilas gustativas cuando se encuentran de manera natural en el queso, el jamón o las algas, igual que la sal es una forma limpia de la salinidad del agua marina y el azúcar blanco lo es del dulzor de la caña de azúcar. ¿Va a ser peor para nosotros que la sal o el azúcar refinados?».
Por su parte, el doctor Raimundo García del Moral, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada y pionero de algunas de las técnicas culinarias de vanguardia que Santamaría reprueba, acaba de escribir (en el blog de internet www.lomejordelagastronomia.com) sobre los polímeros hidrocarbonados:
«A excepción de la metilcelulosa (que es un producto completamente atóxico procedente de la transformación química de la celulosa), los hidrocoloides empleados en la cocina de vanguardia (agar agar, alginatos, carragenanos, etcétera) se obtienen a partir de algas naturales, que curiosamente son utilizadas con profusión en la carta del restaurante Can Fabes [de Santamaría] y constituyen la base de la cocina japonesa, una de las más tradicionales y sanas del mundo. La diferencia principal entre los hidrocoloides de las algas y el almidón de los cereales, estructuralmente bastante similares, es que los primeros son acalóricos e insípidos, mientras que el segundo tiene gran poder energético -es decir, engorda- y cierto sabor dulce puesto que la enzima amilasa de la saliva lo transforma en glucosa. Por este último motivo, los hidropolímeros coloidales son una sólida alternativa para la dieta en la diabetes y la obesidad, que son las dos plagas más amenazadoras para la civilización del siglo XXI».
Según García del Moral, «la supuesta acción laxante de la metilcelulosa argüida para oponerse a su empleo en cocina, donde se usa a dosis tan bajas como 250 mg por plato, no es sino un efecto fibra equivalente al producido por la celulosa y que en condiciones normales es muy positivo para la mejora del tránsito intestinal».
Casi no hace falta añadir que las exquisitas setas silvestres están casi totalmente compuestas por celulosa, por lo que un festín otoñal o primaveral a base de hongos puede acarrear serios problemas digestivos. O que, consumidos en cantidades excesivas, el azúcar, la mantequilla o la carne de buey tienen efectos muy perniciosos. O que los largos menús de degustación de algunos restaurantes modernos que practican una cocina con raíces entroncada en el terruño, como la que defiende Santamaría, resultan ser una ruta del colesterol (la expresión es de García del Moral).
Más interesante para quien esté interesado por la gastronomía o sencillamente por la alimentación sería ver a dónde nos llevan las tendencias culinarias ahora en pugna. No nos engañemos: como la Fórmula Uno prefigura lo que luego se extiende a toda la industria del automóvil, la alta cocina lleva dos siglos marcando los cambios en la cocina burguesa y, a la larga, en todo lo que se come. Además, no olvidemos que la actual crisis alimentaria, como recalca Amartya Sen, Nobel de Economía, no nace de alguna hambruna bíblica, sino del encarecimiento provocado por un aumento de la demanda: es decir, se va viviendo mejor en el mundo, y se va consumiendo más. Se ha comido para poder vivir. Hoy, cada vez más, se puede vivir con la aspiración de comer mejor.
Existen, es cierto, dos escuelas en la cocina pública creativa. Una de ellas, más proclive a recordar sabores tradicionales a una clientela muchas veces nostálgica y a entroncarse en los productos de cada territorio, aunque desde la depuración técnica y la precisión de las cocciones que nos legó la Nueva Cocina francesa desde hace cuatro decenios. Es la de Santamaría, entre otros: nada que ver, por cierto, con el tradicionalismo puro en el que algunos despistados le colocan estos días. La otra está inspirada a la vez por algo muy oriental como es la obsesión con la textura de los alimentos (tan importante para los chinos y los japoneses como el sabor… o más) y por los estudios del físico-químico francés Hervé This. Explora sin cesar las formas de crear («deconstruir», según sus críticos; «construir», según This) platos y productos nuevos y sorprendentes, más por la textura y la apariencia que por los aromas o sabores. Ahí están Adrià, Andoni Luis Aduriz, Quique Dacosta, el francés Pierre Gagnaire, el británico Heston Blumenthal y muchos más.
Lo que sucede es que resulta artificioso establecer una frontera radical, nítida, entre las dos tendencias. La mayoría de los cocineros de terruño recurre a innovaciones técnicas, incluidos ciertos aditivos; la mayoría de los deconstructivistas, moleculares (expresión de This) o tecnoemocionales (feo palabro, promovido por un periodista, que parece extraído de un spot de Seat) hacen guiños a platos tradicionales y a productos de su entorno. Muy pocos, como Adrià, se han lanzado a la creación pura, sin echar el menor vistazo atrás a tradiciones o nostalgias. De ahí, a veces, saltos al vacío y resultados caricaturescos, que sí son criticables.
Este cronista siempre se ha sentido más cercano a la cocina que evoluciona que a la que rompe con todo. Pero ninguna es rechazable, ni es aceptable el poner puertas al campo como parece pretender ese gran cocinero pero equivocado ensayista que es Santamaría. No podemos ignorar tampoco el atractivo que hoy ejercen también -¡y no digamos entre los jóvenes!- cocinas exóticas como la japonesa o la tailandesa, sin mayor relación con nuestra memoria gustativa que la de Adrià. La innovación y la fusión han movido el progreso culinario. Y, si se generalizan la carestía o incluso la desaparición de tantos productos nobles que hoy observamos a diario, podemos estar seguros de que las técnicas moleculares se extenderán rápidamente para hacer más paladeables los pescados de piscifactoría, los pollos industriales y demás componentes, ¡ay!, de nuestra dieta del mañana.
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