Por Luis Sanzo, sociólogo (EL CORREO DIGITAL, 21/05/08):
Reducir la historia a un conjunto de sucesos que desembocan en el triunfo del modelo liberal de democracia es una tendencia hoy dominante en el pensamiento político occidental. Los hechos de mayo y junio de 1968 en Francia no escapan a la corriente, aunque esto suponga renunciar a buena parte de los elementos que dieron forma a aquellos acontecimientos.
No se trata sólo de minimizar el objetivo revolucionario de algunos de los protagonistas. La dimensión antiimperialista del movimiento, identificado con la lucha contra la guerra de Vietnam y en buena medida continuación de las movilizaciones contra la presencia francesa en Argelia, también queda relativizada. Lo mismo cabe decir de la oposición a un Estado autoritario y policial que, para muchos, había llegado a secuestrar la democracia. Ni siquiera la experiencia de participación y solidaridad social que hizo posible la confluencia de nuevas y viejas reivindicaciones puede ya enfrentarse al olvido.
De Mayo del 68, más aún que la génesis de una nueva forma de entender la libertad individual, lo que ha terminado por cristalizar en la mente de los nuevos pensadores es el anuncio de una rebelión premonitoria contra el colectivismo, reflejada en la separación entre los estudiantes y el Partido Comunista. La quiebra del sueño colectivista que se atribuía al comunismo es vista hoy como condición necesaria en el camino hacia la Europa libre y unificada que constituye la nueva referencia política y moral. Ahora bien, si de lo que se trata es de insistir en este rasgo de la rebelión, lo lógico es encontrar en otros lugares el núcleo de la resistencia. De esta forma, no es en París sino en la Praga comunista donde habría que situar el punto de inflexión que desembocaría en la caída de la Unión Soviética.
Esta visión de la historia adolece de algunas inconsistencias. Difícilmente podría sostenerse, por ejemplo, que en la Checoslovaquia de los años 60 las autoridades se enfrentaran a la URSS para imponer la democracia liberal, descartando cualquier rasgo de organización socialista. Es simplificador asegurar, por otra parte, que la caída de los regímenes dependientes de la URSS, una carga para ella en muchos aspectos, fuera la causa principal de su disolución. Otros hechos resultaron más determinantes, en especial las contradicciones de una organización política que no garantizaba las ambiciones económicas de sus nuevas elites, los futuros oligarcas, o la sangría que para la URSS significó Afganistán.
La que terminó cayendo, por lo demás, no fue la URSS estalinista que nunca dejó de imponer temor y respeto a Europa y a Estados Unidos, sino la ‘perestroika’ de Gorbachov, un proyecto político compartido por líderes como Dubcek. A los mujahidines que protagonizaron buena parte de la crisis pocos serían, por otra parte, los que se atreverían en Occidente a mantenerles la categoría que se les atribuyó inicialmente, la de libertadores.
Tomemos como ejemplo al desaparecido Abu Zubair. Personaje importante en la campaña antisoviética en el sur de Afganistán, su faceta de antiguo aliado le permitió participar en la guerra de Bosnia con su grupo de paramilitares. Desde Londres, Al Haili todavía enviaba agentes a Kosovo a mediados de 1998. Después de ayudar a escapar a los grupos de talibanes y de árabes afganos acosados en Afganistán tras el 11 de Septiembre, sería finalmente detenido en 2002 en Marruecos. Quedan pocas dudas de su papel en la consolidación de las redes islamistas asociadas a atentados como los de Djerba, Casablanca o Madrid.
El punto débil de quienes sostienen la tesis del fin de la historia, entendido como la victoria final de la democracia al estilo angloamericano, es que este triunfo no está exento de páginas tan poco gloriosas como las protagonizadas por Abu Zubair.
Es cierto que algunas de las ideas que inspiraron a los rebeldes de Mayo del 68 y a los que les siguieron en otros países también fueron germen de injusticias y crímenes que nunca nadie podrá justificar. Existieron sin duda el gulag, la revolución cultural, la opresión contra el nacionalismo dominante en los países del Este europeo, etcétera. Pero esto no invalida a quienes, desde el respeto a los principios democráticos, siguen oponiéndose al intervencionismo, al golpismo, a la formación y manipulación de grupos paramilitares y a la imposición de una única forma de organizar la política y la economía. Hay muchas maneras de entender la democracia, si es que ésta es digna de tal nombre.
Los jóvenes que en los años 70 se enfrentaron a la dictadura franquista y a los que pretendían continuarla participaban sin duda de esta corriente de opinión. El temor que inspiraban en los gobernantes, reflejado en la recepción a pie de aula de las remesas universitarias por antidisturbios armados con metralletas, no se debía ni a su peligro ni a su radicalismo. No pretendían disponer de otras armas que unos libros y mucho debate asambleario; aunque en su práctica totalidad radicales de izquierdas, por lo que luchaban realmente era por la libertad, la suya y la de los demás. Lo que atemorizaba al régimen y a sus continuadores era que, como otros sectores de la sociedad, tenían la voluntad de acabar para siempre con unos tiempos políticamente siniestros.
Al menos en algunas de las sociedades culturalmente francesas de Europa, las principales secuelas de Mayo del 68 fueron la soledad de una generación a la que sus padres ya no entendían y el acceso a unas drogas que no habían llegado allí por azar. En la España de mediados de los 70 el principal empeño de sus jóvenes siguió siendo luchar en las calles por alcanzar la libertad. Que casi nadie suela hablar públicamente de ese movimiento no es muestra de insignificancia. Como quizás intuyen los que una vez lo creyeron acabado, puede que el legado social y cultural de aquellos jóvenes haya llegado a ser más profundo y duradero que el que realmente dejaron tras de sí los rebeldes centroeuropeos. No en vano, sus movilizaciones contribuyeron decisivamente a abrir el proceso que culminó en el acuerdo constitucional de 1978; y, a diferencia de los que les precedieron en las revueltas de Praga o de París, nunca fueron del todo derrotados. Sus ideas y sus valores han sido en gran medida los de la propia democracia.
Reducir la historia a un conjunto de sucesos que desembocan en el triunfo del modelo liberal de democracia es una tendencia hoy dominante en el pensamiento político occidental. Los hechos de mayo y junio de 1968 en Francia no escapan a la corriente, aunque esto suponga renunciar a buena parte de los elementos que dieron forma a aquellos acontecimientos.
No se trata sólo de minimizar el objetivo revolucionario de algunos de los protagonistas. La dimensión antiimperialista del movimiento, identificado con la lucha contra la guerra de Vietnam y en buena medida continuación de las movilizaciones contra la presencia francesa en Argelia, también queda relativizada. Lo mismo cabe decir de la oposición a un Estado autoritario y policial que, para muchos, había llegado a secuestrar la democracia. Ni siquiera la experiencia de participación y solidaridad social que hizo posible la confluencia de nuevas y viejas reivindicaciones puede ya enfrentarse al olvido.
De Mayo del 68, más aún que la génesis de una nueva forma de entender la libertad individual, lo que ha terminado por cristalizar en la mente de los nuevos pensadores es el anuncio de una rebelión premonitoria contra el colectivismo, reflejada en la separación entre los estudiantes y el Partido Comunista. La quiebra del sueño colectivista que se atribuía al comunismo es vista hoy como condición necesaria en el camino hacia la Europa libre y unificada que constituye la nueva referencia política y moral. Ahora bien, si de lo que se trata es de insistir en este rasgo de la rebelión, lo lógico es encontrar en otros lugares el núcleo de la resistencia. De esta forma, no es en París sino en la Praga comunista donde habría que situar el punto de inflexión que desembocaría en la caída de la Unión Soviética.
Esta visión de la historia adolece de algunas inconsistencias. Difícilmente podría sostenerse, por ejemplo, que en la Checoslovaquia de los años 60 las autoridades se enfrentaran a la URSS para imponer la democracia liberal, descartando cualquier rasgo de organización socialista. Es simplificador asegurar, por otra parte, que la caída de los regímenes dependientes de la URSS, una carga para ella en muchos aspectos, fuera la causa principal de su disolución. Otros hechos resultaron más determinantes, en especial las contradicciones de una organización política que no garantizaba las ambiciones económicas de sus nuevas elites, los futuros oligarcas, o la sangría que para la URSS significó Afganistán.
La que terminó cayendo, por lo demás, no fue la URSS estalinista que nunca dejó de imponer temor y respeto a Europa y a Estados Unidos, sino la ‘perestroika’ de Gorbachov, un proyecto político compartido por líderes como Dubcek. A los mujahidines que protagonizaron buena parte de la crisis pocos serían, por otra parte, los que se atreverían en Occidente a mantenerles la categoría que se les atribuyó inicialmente, la de libertadores.
Tomemos como ejemplo al desaparecido Abu Zubair. Personaje importante en la campaña antisoviética en el sur de Afganistán, su faceta de antiguo aliado le permitió participar en la guerra de Bosnia con su grupo de paramilitares. Desde Londres, Al Haili todavía enviaba agentes a Kosovo a mediados de 1998. Después de ayudar a escapar a los grupos de talibanes y de árabes afganos acosados en Afganistán tras el 11 de Septiembre, sería finalmente detenido en 2002 en Marruecos. Quedan pocas dudas de su papel en la consolidación de las redes islamistas asociadas a atentados como los de Djerba, Casablanca o Madrid.
El punto débil de quienes sostienen la tesis del fin de la historia, entendido como la victoria final de la democracia al estilo angloamericano, es que este triunfo no está exento de páginas tan poco gloriosas como las protagonizadas por Abu Zubair.
Es cierto que algunas de las ideas que inspiraron a los rebeldes de Mayo del 68 y a los que les siguieron en otros países también fueron germen de injusticias y crímenes que nunca nadie podrá justificar. Existieron sin duda el gulag, la revolución cultural, la opresión contra el nacionalismo dominante en los países del Este europeo, etcétera. Pero esto no invalida a quienes, desde el respeto a los principios democráticos, siguen oponiéndose al intervencionismo, al golpismo, a la formación y manipulación de grupos paramilitares y a la imposición de una única forma de organizar la política y la economía. Hay muchas maneras de entender la democracia, si es que ésta es digna de tal nombre.
Los jóvenes que en los años 70 se enfrentaron a la dictadura franquista y a los que pretendían continuarla participaban sin duda de esta corriente de opinión. El temor que inspiraban en los gobernantes, reflejado en la recepción a pie de aula de las remesas universitarias por antidisturbios armados con metralletas, no se debía ni a su peligro ni a su radicalismo. No pretendían disponer de otras armas que unos libros y mucho debate asambleario; aunque en su práctica totalidad radicales de izquierdas, por lo que luchaban realmente era por la libertad, la suya y la de los demás. Lo que atemorizaba al régimen y a sus continuadores era que, como otros sectores de la sociedad, tenían la voluntad de acabar para siempre con unos tiempos políticamente siniestros.
Al menos en algunas de las sociedades culturalmente francesas de Europa, las principales secuelas de Mayo del 68 fueron la soledad de una generación a la que sus padres ya no entendían y el acceso a unas drogas que no habían llegado allí por azar. En la España de mediados de los 70 el principal empeño de sus jóvenes siguió siendo luchar en las calles por alcanzar la libertad. Que casi nadie suela hablar públicamente de ese movimiento no es muestra de insignificancia. Como quizás intuyen los que una vez lo creyeron acabado, puede que el legado social y cultural de aquellos jóvenes haya llegado a ser más profundo y duradero que el que realmente dejaron tras de sí los rebeldes centroeuropeos. No en vano, sus movilizaciones contribuyeron decisivamente a abrir el proceso que culminó en el acuerdo constitucional de 1978; y, a diferencia de los que les precedieron en las revueltas de Praga o de París, nunca fueron del todo derrotados. Sus ideas y sus valores han sido en gran medida los de la propia democracia.
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