Por Federico Mayor Zaragoza, presidente de la Fundación Cultura de Paz (LA VANGUARDIA, 13/05/08):
Desde el origen de los tiempos, en sociedades en las que el poder se hallaba normalmente en manos de los hombres, la razón de la fuerza ha prevalecido sobre la fuerza de la razón. Se ha aplicado siempre, como supuesto indiscutible, el más perverso de los proverbios: “Si quieres la paz, prepara la guerra”. Llega ahora el momento de sustituirlo, a escala mundial, por “Si quieres la paz, ayuda a construirla con tu comportamiento cotidiano”. Que nadie deje de hacer algo, por poco que sea, porque el gran paso que hay que dar es la suma de muchísimos pequeños pasos.
La crisis financiera, medioambiental, alimentaria y espiritual de estos albores de siglo y de milenio no puede ser, no debe ser, una crisis de ánimo sino espuela para la acción, para la aplicación del conocimiento en favor de la humanidad, para demostrar que, como dijo el presidente John F. Kennedy en junio de 1963, “ningún desafío se halla fuera del alcance de la capacidad creadora de la condición humana”.
En 1945, la clarividencia y la lucidez de momentos de gran zozobra, de confusión, de remordimiento posbélico, condujeron a la creación de las Naciones Unidas para que “los pueblos” evitaran a las generaciones venideras el horror de la guerra (Carta de las Naciones Unidas, 1945), “elevando los baluartes de la paz en la mente de los hombres” guiados por unos principios universales “democráticos” de justicia, libertad, igualdad y solidaridad, que enuncia el mismo año la Constitución de la Unesco y que desarrolla en 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Según el artículo primero: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y, dotados de razón, deben comportarse entre sí fraternalmente”.
Todo estaba, pues, bien preparado para la transición desde una cultura de guerra a una cultura de paz. Pero al poco tiempo - la historia se repite- los países más poderosos de la Tierra volvieron a alzar la mano en lugar de tenderla. Y en lugar de compartir bienes materiales y conocimientos con los países menos avanzados, estos países fueron explotados. En lugar de derribar vallas, se elevaron muros - como, desgraciadamente, está sucediendo actualmente- y, desobedeciendo las recomendaciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, se tomaron la justicia por su cuenta (como en la invasión de Kosovo) o, basados en supuestos falaces, se llevaron a cabo guerras “preventivas” (ejemplo reciente de Iraq) y, en una situación de guerra todo vale, alevosas incursiones militares han producido, en los denominados ahora “efectos colaterales”, numerosas víctimas, niños incluidos, entre la población civil.
Un poder inmenso concentrado en contadas manos (los “cosmócratas”) que incluye la gran industria bélica, las fuentes energéticas, medios de comunicación…, intenta afianzarse fuera del marco del sistema de las Naciones Unidas (como es el caso de la Organización Mundial del Comercio), a la que utiliza esporádicamente, cuando le conviene.
Pero con el nuevo milenio, va extendiéndose de forma que resultará imparable en los próximos años, la fuerza de la razón, la conciencia del poder ciudadano que, pacíficamente, con firmeza, ya no se resigna a vivir sometido a los más arbitrarios designios del poder. La fuerza de la razón frente a la razón de la fuerza, guiada por los grandes valores universales y no por las leyes del mercado, para devolver a la humanidad las riendas de su destino.
Es esta nueva ciudadanía la que será capaz de movilizarse, con firmeza pero sin violencia, en favor de la igual dignidad humana y reducir primero y luego eliminar las asimetrías sociales, las flagrantes injusticias de un sistema de gobernación mundial que permite que mueran cada día más de 60.000 personas de hambre, de desamor y de olvido, al tiempo que se invierten más de 3.000 millones de dólares en armas. La razón de la fuerza, alentada por la colosal maquinaria bélico-industrial que, desde las lanzas hasta las ojivas nucleares, obtiene pingües beneficios de la dinámica que resulta de preparar la guerra para asegurar la paz. La paz se convierte así en pausa, en intervalo, de la guerra.
Ahora, por primera vez seguramente en la historia, la visión global del mundo nos mueve a la acción, a la participación, a no guardar silencio. Simultáneamente, el progreso de la tecnología de los medios de comunicación permite la participación no presencial, que constituye un avance que tendrá una extraordinaria repercusión, en muy pocos años, en el ejercicio de la ciudadanía plena y, por tanto, en la construcción de auténticas democracias. Pero, además, la transición desde una cultura de guerra a una cultura de paz será posible porque, en una decena de años, serán muchas las mujeres que aumentarán, por el ejercicio de sus altas funciones, el magro porcentaje de influencia femenina actual (5%, aproximadamente) en la toma de decisiones.
La ministra de Defensa, Carme Chacón, ha declarado que “está empeñada en que la sociedad comprenda que el ejército español es una fuerza de paz”. Y ha añadido: “Quien conoce el horror de la guerra, conoce el valor de la paz”. Hace años, propuse que los ministerios que antes se llamaban “de la Guerra” y luego pasaron a denominarse “de la Defensa”, deberían llamarse en realidad ministerios de la Paz. Sí, ha llegado el momento de proclamar que las fuerzas armadas, además de ser garantes, cuando así se decide en un contexto democrático, de la justicia y del estado de derecho, además de participar en todas aquellas misiones o conflictos que, bajo la autoridad de las Naciones Unidas, fuera procedente, su misión esencial es la de velar por la paz, por la convivencia pacífica, lo que les confiere una función permanente y no eventual, formando parte de una gran red de hombres y mujeres que, en todos los países del mundo, representando a sus respectivos pueblos, permitan la transición desde una economía de guerra a una economía de desarrollo social a escala planetaria, eviten la vergüenza colectiva de los niños soldados y explotados, contribuyan a disminuir, con recursos humanos y tecnológicos apropiados, el impacto de las catástrofes naturales y de toda índole, de reducir las brechas y desgarros sociales que, en todo el mundo, constituyen el caldo de cultivo de la violencia y la desesperación.
Juntos, podemos. “Debemos unirnos para crear una sociedad global sostenible fundada en el respecto hacia la naturaleza, los derechos humanos universales, la justicia económica y una cultura de paz”, proclama este precioso documento que es la Carta de la Tierra (2000).
Si quieres la paz, prepara la paz. “Los ejércitos, fuerzas de paz”. ¿Ministerios de Defensa? ¡Ministerios de Paz!
Desde el origen de los tiempos, en sociedades en las que el poder se hallaba normalmente en manos de los hombres, la razón de la fuerza ha prevalecido sobre la fuerza de la razón. Se ha aplicado siempre, como supuesto indiscutible, el más perverso de los proverbios: “Si quieres la paz, prepara la guerra”. Llega ahora el momento de sustituirlo, a escala mundial, por “Si quieres la paz, ayuda a construirla con tu comportamiento cotidiano”. Que nadie deje de hacer algo, por poco que sea, porque el gran paso que hay que dar es la suma de muchísimos pequeños pasos.
La crisis financiera, medioambiental, alimentaria y espiritual de estos albores de siglo y de milenio no puede ser, no debe ser, una crisis de ánimo sino espuela para la acción, para la aplicación del conocimiento en favor de la humanidad, para demostrar que, como dijo el presidente John F. Kennedy en junio de 1963, “ningún desafío se halla fuera del alcance de la capacidad creadora de la condición humana”.
En 1945, la clarividencia y la lucidez de momentos de gran zozobra, de confusión, de remordimiento posbélico, condujeron a la creación de las Naciones Unidas para que “los pueblos” evitaran a las generaciones venideras el horror de la guerra (Carta de las Naciones Unidas, 1945), “elevando los baluartes de la paz en la mente de los hombres” guiados por unos principios universales “democráticos” de justicia, libertad, igualdad y solidaridad, que enuncia el mismo año la Constitución de la Unesco y que desarrolla en 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Según el artículo primero: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y, dotados de razón, deben comportarse entre sí fraternalmente”.
Todo estaba, pues, bien preparado para la transición desde una cultura de guerra a una cultura de paz. Pero al poco tiempo - la historia se repite- los países más poderosos de la Tierra volvieron a alzar la mano en lugar de tenderla. Y en lugar de compartir bienes materiales y conocimientos con los países menos avanzados, estos países fueron explotados. En lugar de derribar vallas, se elevaron muros - como, desgraciadamente, está sucediendo actualmente- y, desobedeciendo las recomendaciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, se tomaron la justicia por su cuenta (como en la invasión de Kosovo) o, basados en supuestos falaces, se llevaron a cabo guerras “preventivas” (ejemplo reciente de Iraq) y, en una situación de guerra todo vale, alevosas incursiones militares han producido, en los denominados ahora “efectos colaterales”, numerosas víctimas, niños incluidos, entre la población civil.
Un poder inmenso concentrado en contadas manos (los “cosmócratas”) que incluye la gran industria bélica, las fuentes energéticas, medios de comunicación…, intenta afianzarse fuera del marco del sistema de las Naciones Unidas (como es el caso de la Organización Mundial del Comercio), a la que utiliza esporádicamente, cuando le conviene.
Pero con el nuevo milenio, va extendiéndose de forma que resultará imparable en los próximos años, la fuerza de la razón, la conciencia del poder ciudadano que, pacíficamente, con firmeza, ya no se resigna a vivir sometido a los más arbitrarios designios del poder. La fuerza de la razón frente a la razón de la fuerza, guiada por los grandes valores universales y no por las leyes del mercado, para devolver a la humanidad las riendas de su destino.
Es esta nueva ciudadanía la que será capaz de movilizarse, con firmeza pero sin violencia, en favor de la igual dignidad humana y reducir primero y luego eliminar las asimetrías sociales, las flagrantes injusticias de un sistema de gobernación mundial que permite que mueran cada día más de 60.000 personas de hambre, de desamor y de olvido, al tiempo que se invierten más de 3.000 millones de dólares en armas. La razón de la fuerza, alentada por la colosal maquinaria bélico-industrial que, desde las lanzas hasta las ojivas nucleares, obtiene pingües beneficios de la dinámica que resulta de preparar la guerra para asegurar la paz. La paz se convierte así en pausa, en intervalo, de la guerra.
Ahora, por primera vez seguramente en la historia, la visión global del mundo nos mueve a la acción, a la participación, a no guardar silencio. Simultáneamente, el progreso de la tecnología de los medios de comunicación permite la participación no presencial, que constituye un avance que tendrá una extraordinaria repercusión, en muy pocos años, en el ejercicio de la ciudadanía plena y, por tanto, en la construcción de auténticas democracias. Pero, además, la transición desde una cultura de guerra a una cultura de paz será posible porque, en una decena de años, serán muchas las mujeres que aumentarán, por el ejercicio de sus altas funciones, el magro porcentaje de influencia femenina actual (5%, aproximadamente) en la toma de decisiones.
La ministra de Defensa, Carme Chacón, ha declarado que “está empeñada en que la sociedad comprenda que el ejército español es una fuerza de paz”. Y ha añadido: “Quien conoce el horror de la guerra, conoce el valor de la paz”. Hace años, propuse que los ministerios que antes se llamaban “de la Guerra” y luego pasaron a denominarse “de la Defensa”, deberían llamarse en realidad ministerios de la Paz. Sí, ha llegado el momento de proclamar que las fuerzas armadas, además de ser garantes, cuando así se decide en un contexto democrático, de la justicia y del estado de derecho, además de participar en todas aquellas misiones o conflictos que, bajo la autoridad de las Naciones Unidas, fuera procedente, su misión esencial es la de velar por la paz, por la convivencia pacífica, lo que les confiere una función permanente y no eventual, formando parte de una gran red de hombres y mujeres que, en todos los países del mundo, representando a sus respectivos pueblos, permitan la transición desde una economía de guerra a una economía de desarrollo social a escala planetaria, eviten la vergüenza colectiva de los niños soldados y explotados, contribuyan a disminuir, con recursos humanos y tecnológicos apropiados, el impacto de las catástrofes naturales y de toda índole, de reducir las brechas y desgarros sociales que, en todo el mundo, constituyen el caldo de cultivo de la violencia y la desesperación.
Juntos, podemos. “Debemos unirnos para crear una sociedad global sostenible fundada en el respecto hacia la naturaleza, los derechos humanos universales, la justicia económica y una cultura de paz”, proclama este precioso documento que es la Carta de la Tierra (2000).
Si quieres la paz, prepara la paz. “Los ejércitos, fuerzas de paz”. ¿Ministerios de Defensa? ¡Ministerios de Paz!
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