Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 12/05/08):
El tercer triunfo electoral de Berlusconi, propulsado en parte por el éxito de la insolidaria Liga Norte en las regiones más prósperas de Italia, y el descalabro laborista en las elecciones municipales de Gran Bretaña suscitan numerosas lucubraciones melancólicas sobre el ingrato futuro de la izquierda en Europa mientras se recrudece la batalla diplomática que se libra entre bastidores sobre la designación del primer presidente de la Unión Europea (UE), cuando las ilusiones están en sus horas más bajas.
Según lo establecido por el Tratado de Lisboa, cuya entrada en vigor está prevista para el 1 de enero de 2009, el presidente del Consejo Europeo, que ejercerá un mandato de dos años y medio, tendrá unas prerrogativas formales, que no ejecutivas, para promover la visibilidad de Europa en la escena internacional, pero en ningún caso será un nuevo George Washington, el espíritu federador con que soñaba Valéry Giscard d’Estaing antes de que sus compatriotas, en extraña connivencia con los holandeses, guillotinaran el ambicioso proyecto de Constitución europea.
LA EUROPA federal se ha esfumado antes de concretarse, mientras las dos grandes fuerzas políticas que fundaron e impulsaron la epopeya europeísta –la democracia cristiana y la socialdemocracia– no solo perdieron fuerza política y consistencia ideológica, sino que incluso han sido suplantadas en el escenario electoral por la tercera vía de Tony Blair en Gran Bretaña y los populismos derechistas más o menos descarnados de Sarkozy y Berlusconi en Francia e Italia. Solo en Alemania asistimos a un matrimonio de conveniencia entre las dos fuerzas primigenias del espíritu europeísta, una coalición paralizada en estos momentos por las exigencias del guión electoral, mientras el euroescepticismo causa estragos en todo el continente.
Pese a la decepción engendrada por el primer año de Sarkozy en el Elíseo, la última revisión estratégica nos llega desde Francia, con muchos años de retraso y casi sin atreverse a decir su nombre. El proyecto de nuevas declaración de principios del Partido Socialista (PS) francés, que será aprobado en otoño, elimina cualquier referencia a la lucha de clases o la revolución y pone el énfasis en el reformismo y “el interés general del pueblo francés”. El epitafio del periodista norteamericano William Pfaff fue contundente: “La revolución francesa ha muerto”. Bienvenidos al club, podrían decir los socialdemócratas alemanes que iniciaron la reconversión en 1959.
Cuando las diferencias ideológicas se mitigan o se evaporan, la izquierda ya no encarna a la clase obrera en declive, sino que corteja a los grupos sociales o de presión que representan intereses sectoriales cuando no se abisma en el nacionalismo étnico, mientras que la derecha abandona igualmente el terreno de los principios para desembocar en un liberalismo oportunista, a veces extravagante, con frecuencia falseado por el pragmatismo, atlantista sin duda, que Claude Imbert ha bautizado como “neoliberalismo latino” para fustigar al naciente sarko-berlusconismo.
En su promoción como candidato a presidente de Europa, Tony Blair ofrece una nueva vuelta de tuerca para convertir la famosa tercera vía del neolaborismo en un producto político aún más etéreo y, por lo tanto, volátil. Según el exprimer ministro británico, la globalización ha erradicado las distinciones de clase y las agudas divergencias entre los partidos, de manera que los viejos remedios políticos resultan obsoletos. Por lo tanto, la dicotomía izquierda-derecha resulta redundante. “Europa no es una cuestión de derecha o izquierda, sino de futuro o de pasado, de fuerza o debilidad”, asegura Blair. Es la retórica necesaria para no incomodar a la derecha que debe votar su candidatura.
Cuando todo indicaba que la candidatura de Blair tenía el viento a favor, he aquí que Sarkozy, mudando de opinión una vez más, le retiró discretamente su apoyo después de haberse entrevistado con la cancillera de Alemania, Angela Merkel, con motivo de la entrega a esta del premio Carlomagno por su compromiso genuinamente europeísta. Le Monde ensalzaba la voluntad de concertación de la cancillera en contraste con las atropelladas y personales iniciativas del jefe del Estado francés. Habrá que esperar algún tiempo, no obstante, para que la locomotora franco-alemana se ponga de nuevo sobre los raíles.
Ante la perspectiva de que encalle la candidatura de Blair, debido a la controversia que suscita –guerra de Irak, la ausencia de Gran Bretaña de la zona euro y del espacio Schengen–, se adelantan en el escenario otras personalidades menos polémicas, pertenecientes a pequeños países y de indudable acervo europeísta, como el luxemburgués Jean-Claude Juncker, el portugués José Manuel Barroso o el danés Anders Fogh Rasmussen, todo ellos salidos de la derecha dominante en el Parlamento de Estrasburgo.
QUIZÁ ESTA sea la solución más acorde con el viento mediocre que sopla sobre Europa –país pequeño, personalidad sin aristas o grisácea– y que tan bien se compadece con los limitados objetivos de la UE, aún no repuesta del esfuerzo agotador de la ampliación hacia el este, de la colisión con los intereses de Rusia y del reforzamiento del atlantismo y, por lo tanto, de la influencia no siempre benéfica de EEUU en la integración política del Viejo Continente. La batalla por la presidencia de Europa se convertirá en una engorrosa escaramuza.
El tercer triunfo electoral de Berlusconi, propulsado en parte por el éxito de la insolidaria Liga Norte en las regiones más prósperas de Italia, y el descalabro laborista en las elecciones municipales de Gran Bretaña suscitan numerosas lucubraciones melancólicas sobre el ingrato futuro de la izquierda en Europa mientras se recrudece la batalla diplomática que se libra entre bastidores sobre la designación del primer presidente de la Unión Europea (UE), cuando las ilusiones están en sus horas más bajas.
Según lo establecido por el Tratado de Lisboa, cuya entrada en vigor está prevista para el 1 de enero de 2009, el presidente del Consejo Europeo, que ejercerá un mandato de dos años y medio, tendrá unas prerrogativas formales, que no ejecutivas, para promover la visibilidad de Europa en la escena internacional, pero en ningún caso será un nuevo George Washington, el espíritu federador con que soñaba Valéry Giscard d’Estaing antes de que sus compatriotas, en extraña connivencia con los holandeses, guillotinaran el ambicioso proyecto de Constitución europea.
LA EUROPA federal se ha esfumado antes de concretarse, mientras las dos grandes fuerzas políticas que fundaron e impulsaron la epopeya europeísta –la democracia cristiana y la socialdemocracia– no solo perdieron fuerza política y consistencia ideológica, sino que incluso han sido suplantadas en el escenario electoral por la tercera vía de Tony Blair en Gran Bretaña y los populismos derechistas más o menos descarnados de Sarkozy y Berlusconi en Francia e Italia. Solo en Alemania asistimos a un matrimonio de conveniencia entre las dos fuerzas primigenias del espíritu europeísta, una coalición paralizada en estos momentos por las exigencias del guión electoral, mientras el euroescepticismo causa estragos en todo el continente.
Pese a la decepción engendrada por el primer año de Sarkozy en el Elíseo, la última revisión estratégica nos llega desde Francia, con muchos años de retraso y casi sin atreverse a decir su nombre. El proyecto de nuevas declaración de principios del Partido Socialista (PS) francés, que será aprobado en otoño, elimina cualquier referencia a la lucha de clases o la revolución y pone el énfasis en el reformismo y “el interés general del pueblo francés”. El epitafio del periodista norteamericano William Pfaff fue contundente: “La revolución francesa ha muerto”. Bienvenidos al club, podrían decir los socialdemócratas alemanes que iniciaron la reconversión en 1959.
Cuando las diferencias ideológicas se mitigan o se evaporan, la izquierda ya no encarna a la clase obrera en declive, sino que corteja a los grupos sociales o de presión que representan intereses sectoriales cuando no se abisma en el nacionalismo étnico, mientras que la derecha abandona igualmente el terreno de los principios para desembocar en un liberalismo oportunista, a veces extravagante, con frecuencia falseado por el pragmatismo, atlantista sin duda, que Claude Imbert ha bautizado como “neoliberalismo latino” para fustigar al naciente sarko-berlusconismo.
En su promoción como candidato a presidente de Europa, Tony Blair ofrece una nueva vuelta de tuerca para convertir la famosa tercera vía del neolaborismo en un producto político aún más etéreo y, por lo tanto, volátil. Según el exprimer ministro británico, la globalización ha erradicado las distinciones de clase y las agudas divergencias entre los partidos, de manera que los viejos remedios políticos resultan obsoletos. Por lo tanto, la dicotomía izquierda-derecha resulta redundante. “Europa no es una cuestión de derecha o izquierda, sino de futuro o de pasado, de fuerza o debilidad”, asegura Blair. Es la retórica necesaria para no incomodar a la derecha que debe votar su candidatura.
Cuando todo indicaba que la candidatura de Blair tenía el viento a favor, he aquí que Sarkozy, mudando de opinión una vez más, le retiró discretamente su apoyo después de haberse entrevistado con la cancillera de Alemania, Angela Merkel, con motivo de la entrega a esta del premio Carlomagno por su compromiso genuinamente europeísta. Le Monde ensalzaba la voluntad de concertación de la cancillera en contraste con las atropelladas y personales iniciativas del jefe del Estado francés. Habrá que esperar algún tiempo, no obstante, para que la locomotora franco-alemana se ponga de nuevo sobre los raíles.
Ante la perspectiva de que encalle la candidatura de Blair, debido a la controversia que suscita –guerra de Irak, la ausencia de Gran Bretaña de la zona euro y del espacio Schengen–, se adelantan en el escenario otras personalidades menos polémicas, pertenecientes a pequeños países y de indudable acervo europeísta, como el luxemburgués Jean-Claude Juncker, el portugués José Manuel Barroso o el danés Anders Fogh Rasmussen, todo ellos salidos de la derecha dominante en el Parlamento de Estrasburgo.
QUIZÁ ESTA sea la solución más acorde con el viento mediocre que sopla sobre Europa –país pequeño, personalidad sin aristas o grisácea– y que tan bien se compadece con los limitados objetivos de la UE, aún no repuesta del esfuerzo agotador de la ampliación hacia el este, de la colisión con los intereses de Rusia y del reforzamiento del atlantismo y, por lo tanto, de la influencia no siempre benéfica de EEUU en la integración política del Viejo Continente. La batalla por la presidencia de Europa se convertirá en una engorrosa escaramuza.
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